América Latina y el Caribe enfrenta una paradoja inquietante: mientras los países buscan avanzar en sus metas de desarrollo, el crimen organizado se afianza como una amenaza estructural y persistente al bienestar colectivo.
Las organizaciones criminales han expandido su influencia social y política, gestionando mercados ilícitos cada vez más diversificados. Actividades como la minería ilegal, la trata de personas y la extorsión les han permitido ampliar su control sobre instituciones, territorios y comunidades enteras.

El impacto sobre el desarrollo humano de la región es profundo. Allí donde el Estado no logra consolidarse, las redes criminales llenan el vacío ofreciendo una forma alternativa, y a menudo violenta, de gobernanza. Tal como advierte el Informe Regional sobre Desarrollo Humano 2025, Bajo presión: Recalibrando el futuro del desarrollo del PNUD, esta forma de control no solo reproduce desigualdades, sino que también socava los fundamentos mismos de la cohesión social y la democracia.
Gobernanza criminal y comunidades atrapadas
El crimen organizado no es un actor oculto que opera en los márgenes, sino un poder que se entrelaza con estructuras sociales, económicas y políticas. En barrios periféricos de Río de Janeiro o en zonas rurales de Colombia, grupos criminales proveen seguridad, aplican «justicia», reparten alimentos o financian obras comunitarias y carreras políticas. En muchos casos, esto no sería posible sin la complicidad de autoridades locales o la desesperación de una ciudadanía desatendida por el Estado.
Esta «gobernanza criminal», como la denominan algunos investigadores, no intenta sustituir al Estado, sino coexistir con él, negociando favores y estableciendo zonas de influencia. Se trata de un modelo híbrido que combina violencia, corrupción y servicios, y que tiene efectos devastadores sobre el desarrollo humano. Cuando las personas deben pagar por protección, obedecer reglas impuestas por bandas armadas, o vivir bajo amenazas constantes, la idea misma de derechos queda suspendida.
Un ejemplo extremo es el de Haití, donde casi el 80 % de la capital, Puerto Príncipe, está controlada por bandas que reemplazan al Estado en funciones básicas. Estas estructuras no solo extorsionan a la población, sino que utilizan la violencia sexual como arma de guerra y desplazan a cientos de miles de personas. En otros contextos menos agudos, la ciudad de Rosario se ha convertido en el epicentro de la violencia en Argentina, con una tasa de homicidios que en 2022 alcanzó un récord histórico de 25 asesinatos por cada 100.000 habitantes. El crecimiento del microtráfico ha fragmentado los liderazgos criminales y ha derivado en una violencia caótica que afecta a las comunidades más pobres.
Obstáculos para el desarrollo: violencia, informalidad y exclusión
El crimen organizado no opera en el vacío. Se nutre de entornos marcados por la pobreza, la informalidad, la corrupción institucional y la exclusión social. En esos escenarios, las oportunidades formales y legales son escasas, y los mercados ilegales aparecen como la vía real y alcanzable para la generación de ingresos.
En países como Perú o Brasil, la minería ilegal no solo destruye ecosistemas y desplaza comunidades indígenas, también captura recursos que podrían invertirse en salud, educación o infraestructura. En el caso de la trata de personas, los criminales encuentran en la migración forzada un negocio rentable basado en la explotación sexual y laboral de mujeres, niñas y niños. Y en ciudades de Centroamérica, pequeños comercios, escuelas y hasta hospitales deben pagar «renta» para poder operar sin represalias.
Asimismo, países que durante años fueron considerados modelos de estabilidad y seguridad en la región, como Uruguay, Chile o Costa Rica, ya no están exentos de los impactos del crimen organizado. En estas sociedades, el crecimiento de los homicidios, la penetración del narcotráfico y la consolidación de mercados ilegales están erosionando esa percepción de excepcionalidad. La fragmentación de bandas, el aumento de la violencia en zonas urbanas y la presión sobre los sistemas penitenciarios muestran que la amenaza ya no se limita a los países tradicionalmente asociados con altos niveles de criminalidad.
La criminalidad organizada vulnera así el derecho a una vida digna, a la educación, a la salud y a la libertad y el círculo se completa con la impunidad. Si los operadores judiciales y policiales son cooptados o intimidados, si las instituciones no protegen a las víctimas ni castigan a los victimarios, la criminalidad se perpetúa. Y con ella, se profundiza la desconfianza en la democracia.
¿Qué hacer frente a un enemigo tan complejo?
Combatir al crimen organizado en América Latina exige mucho más que operativos policiales o leyes más duras. Requiere una transformación profunda de la mirada y de las políticas públicas. Este fenómeno no se limita al tráfico de drogas: se trata de un ecosistema criminal que opera en múltiples mercados ilícitos, que infiltra instituciones, captura territorios y, sobre todo, erosiona las condiciones básicas para el desarrollo humano. Y por eso, las respuestas deben estar a la altura de su complejidad.
En primer lugar, es urgente abandonar las soluciones lineales y apostar por un enfoque integral. Durante décadas, los gobiernos de la región han concentrado esfuerzos y presupuestos en la lucha contra las drogas, dejando en la sombra otras economías ilegales igualmente destructivas: la trata de personas, la minería ilegal, el contrabando o el tráfico de armas. Estas actividades no solo generan enormes beneficios para las organizaciones criminales, sino que también devastan comunidades, destruyen ecosistemas y refuerzan redes de corrupción. Ampliar el foco y actuar de manera coordinada sobre estos frentes es un primer paso esencial.
Pero no basta con identificar los delitos: hay que entender su lógica territorial. Las dinámicas del crimen no son iguales en el norte de Colombia que en una favela de Brasil o en un barrio periférico de Rosario. En algunos casos, se trata de estructuras jerárquicas que ejercen control total; en otros, de redes fragmentadas que se disputan calle por calle. Por eso, las estrategias de respuesta deben construirse desde lo local, con diagnósticos precisos y políticas diferenciadas según las condiciones del territorio.
También es fundamental recuperar la presencia del Estado en los lugares donde ha sido desplazado. Y esto no significa únicamente reforzar la presencia policial. Significa llevar servicios públicos, construir escuelas, garantizar acceso a salud, justicia y oportunidades reales. Allí donde el crimen organiza la vida cotidiana, el Estado debe reaparecer como una alternativa legítima, eficaz y cercana. Sin justicia confiable, empleo digno ni enfoque de género, cualquier estrategia será incompleta.
Finalmente, ningún país puede enfrentar solo un problema que desborda fronteras. Las redes criminales son transnacionales, y la respuesta debe serlo también. Compartir información, coordinar estrategias regionales, armonizar legislaciones y reforzar la cooperación judicial son pasos imprescindibles para cortar los hilos que conectan estos entramados criminales en todo el continente.
Un desafío colectivo y urgente
El crimen organizado no es un problema sólo de seguridad: es un problema de desarrollo y de gobernanza. Afecta la economía, erosiona la democracia y condena a millones a vivir bajo miedo o dependencia. Enfrentarlo requiere voluntad política, capacidad institucional y una mirada regional que reconozca las múltiples caras del fenómeno.
La estrategia de capturar líderes criminales e incautar cargamentos no es suficiente. La verdadera lucha pasa por recuperar los territorios, fortalecer el tejido social y devolver a la ciudadanía la esperanza de que otro modelo de vida es posible. Uno donde los derechos no dependan de un pacto con el crimen, sino del compromiso real del Estado y la sociedad con el desarrollo humano.
Este artículo se basa en el Informe Regional sobre Desarrollo Humano 2025 del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) en América Latina y el Caribe, titulado “Bajo presión: Recalibrando el futuro del desarrollo”.