Guillermo Lasso postula a presidente de Ecuador por tercera vez consecutiva. A diferencia de 2013 y 2017, en los comicios de 2021 es el candidato de una derecha unificada en torno a los dos grandes partidos de la tendencia: el Partido Social Cristiano (PSC) de Jaime Nebot, alcalde de Guayaquil entre 2000 y 2019, y el movimiento político Creando Oportunidades (CREO) del propio Lasso.
Dicha alianza se configuró en medio de la participación de ambas fuerzas en la coalición que ha sostenido al presidente Lenín Moreno desde que este diera las espaldas al voto popular que lo eligió en 2017. La ruptura de Moreno con Rafael Correa y Alianza País (AP) le abrió un nítido apoyo de los grandes grupos económicos, los medios corporativos y el conjunto de fuerzas políticas. Así, también a diferencia de 2013 y 2017 cuando terció como opositor al gobierno de la Revolución Ciudadana (RC) (2007-2017), en las elecciones de febrero 2021, Lasso se inscribe en la línea oficialista y ofrece dar continuidad a las políticas pro-austeridad ancladas al acuerdo que Moreno firmó con el FMI.
Banquero, del Opus Dei, millonario, Guillermo Lasso representa todo aquello que parece facilitar a las izquierdas la construcción de un discurso político en tiempos de campaña. La evocación de esa imagen arquetípica, sin embargo, impide dar cuenta de la evolución de la lucha política y de las transformaciones de la derecha durante el mandato de Moreno (2017-2021). En particular, en el marco de la acumulación de poder conquistado en este cuatrienio, la derecha criolla conoce su momento de mayor radicalidad desde el retorno democrático.
El giro de Moreno vino de la mano de la confluencia entre el discurso anticorrupción en las cimas del poder político-mediático y la activación del aparato judicial sobre Correa y otras figuras de la Revolución Ciudadana. La política anticorrupción procuraba así, al tiempo, destruir el prestigio del expertocrático ciclo correísta y avanzar en el desmonte de AP como la principal fuerza política nacional. Ambas cuestiones sintonizaban con la demanda de las élites de “des-correizar el Estado”.
Semejante operación parecía la condición fundante que aquellas habían puesto a Moreno para respaldarle tras su alejamiento de Correa. La destitución y apresamiento de Jorge Glas -vicepresidente electo y próximo al expresidente- era un invaluable trofeo para la empresa morenista de ganar la confianza de los poderosos. El dominio sobre las instituciones de control y justicia -posible gracias a la Consulta Popular de 2018 que permitió destituir a las autoridades estatales sospechadas de haber sido designadas por influencia de Correa- dio mayor eficacia al empeño de desaparecer al “sucio populismo”.
Los funcionarios cesados fueron reemplazados por insignes rostros del anti-correísmo. En medio de una enorme arbitrariedad, se resolvía así la redistribución de poder entre los nuevos aliados. Al tiempo, Ministerios y altos cargos en el Ejecutivo eran ocupados por delegados empresariales y figuras de la derecha. El nombramiento del presidente del Comité Empresarial Ecuatoriano como ministro de Economía (mayo 2018) selló el pacto de dominación en torno a Moreno.
Con las instituciones públicas capturadas, la reconducción de la agenda pública se hizo viable. No se trataba ya, apenas, de empujar el entierro del correísmo -las nuevas autoridades electorales bloquearon en diversas ocasiones la inscripción del nuevo instrumento político de la RC- sino de relanzar un conjunto de reformas estructurales largamente pospuestas.
Con respaldo legislativo de las derechas y de buena parte del Pachakutik (brazo electoral del movimiento indígena), el gobierno expidió la Ley de Fomento Productivo (agosto 2018). La normativa es uno de los instrumentos más consistentes y agresivos planteados en el Ecuador a fin de sostener los grandes intereses y reencuadrar una sociedad de mercado: sancionó la austeridad, redujo derechos laborales, facilitó una enorme apropiación de rentas a grupos económicos (perdonó 55% de sus deudas a los 50 mayores deudores tributarios) y, sobre todo, desmontó los instrumentos clave del Estado desarrollista-distributivo.
La firma del acuerdo con el FMI (inicios de 2019) fortaleció el giro ortodoxo. La medida, no obstante, solo fue discutida con el empresariado y no pasó los filtros del debate parlamentario ni tuvo el aval de la Corte Constitucional. El diálogo que Moreno había invocado al inicio de su mandato encontraba sus límites en la implementación del ajuste. Mientras la acumulación empresarial de poder se expandía, las instituciones democráticas quedaban canceladas para las mayorías.
El cierre democrático exacerba las condiciones para la política contenciosa. Así ocurrió en octubre 2019. Moreno decretó el fin del subsidio para los combustibles y desató una automática respuesta popular. Hasta entonces, el ajuste había avanzado con la sola oposición de la RC. En octubre, no obstante, se multiplicaron los frentes de oposición al régimen.
La presencia masiva del movimiento indígena en las calles fue particularmente llamativa. Algunos de sus dirigentes habían colaborado con Moreno. Aún así no hubo una sola señal de diálogo desde el oficialismo. Al contrario, apenas inciada la protesta se declaró un estado de excepción que anticipaba la violencia por venir. La más grande movilización social ecuatoriana del siglo XXI fue repelida con toda la fuerza (11 fallecidos, 1340 heridos, 1192 detenidos -80% de forma ilegal) en nombre del combate al enemigo interno y de un supuesto golpe. El gobierno desconoció así el derecho a la protesta, judicializó a líderes indígenas y apresó a la dirigencia correísta por delitos de sedición nunca probados. La derecha cerró filas con Moreno y exigió todo el rigor para preservar el orden y avanzar en su agenda.
La fase puramente violenta del neoliberalismo apenas arrancaba. La veloz expansión del COVID-19 no alteró las metas de la austeridad. Si Perú destinó 11,1% del PIB para encarar los efectos del virus, en Ecuador dicha cifra no llegó al 1%. La inercia fiscalista profundizó el desastre sanitario: el país registra una de las cifras más elevadas de muertes en exceso a nivel global.
No solo eso. Con una sociedad confinada, la pandemia fue utilizada por las élites para relanzar reformas atascadas en Octubre: se liberalizaron los precios de los combustibles y se aprobó la “Ley Humanitaria” (junio 2020). Ésta redobla el poder de los empleadores y profundiza la precarización laboral a pretexto de “cuidar el empleo” en pandemia.
Prosiguieron además los pagos de deuda externa, recortes presupuestarios, reducción de burocracia (incluso en el sector salud) y disminución salarial. Los escándalos de corrupción (reparto de hospitales por apoyo parlamentario, repartición de vacunas entre familiares de funcionarios, etc.) completaron el cuadro de devastación de los derechos de las mayorías. Nada detuvo a las elites en su procura de hundir el Estado social.
Entre el padecimiento colectivo por la crisis sanitaria y el descalabro económico, el conflicto ha quedado represado a la espera de las urnas. No cuesta pensar que dicho sufrimiento social se traduzca en un robusto voto-sanción al candidato de la continuidad. Tampoco es difícil imaginar que, en medio de su radicalización, la derecha -como en el Capitolio o en los últimos comicios bolivianos- desconozca la voluntad de las urnas. Después de todo, ya en 2017, Lasso movilizó a sus huestes por un supuesto fraude que no probó. El banquero nunca reconoció el triunfo de quien ha sido su gran aliado en este cuatrienio.
Foto de Agencia de Noticias ANDES
Autor
Sociólogo. Profesor e investigador del Departamento de Estudios Políticos de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO-Ecuador). Doctor en Ciencia Política por la Universidad Paris VIII-CSU.