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Elección judicial mexicana, donde la oposición no tiene nada que reclamar

La justicia en México cruzó el umbral del voto popular sin brújula técnica ni respaldo ciudadano claro, marcando el inicio de una nueva etapa constitucional tan inédita como incierta.

México cruzó un umbral institucional el 1 de junio de 2025: por primera vez en su historia, los integrantes de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, el Tribunal Electoral, el Tribunal de Disciplina Judicial y otros órganos del sistema judicial fueron elegidos mediante voto popular. Esta reforma, de profundas implicaciones estructurales, no nació de un diagnóstico técnico consensuado ni de una presión ciudadana articulada. Fue el desenlace de una narrativa que, en medio del desgaste institucional acumulado, logró consolidar su legitimidad.

Durante años, el sistema de justicia cargó con el descrédito social: la percepción de impunidad, la opacidad de muchos jueces, el distanciamiento del Poder Judicial respecto a las causas ciudadanas y una imagen generalizada de elitismo. En ese contexto, la propuesta de “democratizar la justicia” a través del voto popular ganó terreno. Lo que en otro momento habría parecido inviable —elegir jueces y magistrados como si se tratara de diputados o alcaldes— se convirtió en una solución políticamente viable frente a una demanda difusa de cambio.

Esa narrativa prosperó en buena parte por la falta de oposición efectiva. Los partidos tradicionales, lejos de articular una defensa técnica del modelo republicano, arrastraban una corresponsabilidad evidente en la degradación del sistema judicial. Durante años fueron parte —por acción u omisión— de un diseño institucional que perdió legitimidad ante la ciudadanía.

Cuando llegó el momento de participar, optaron por el repliegue. No impulsaron candidaturas competitivas, no ofrecieron una narrativa alternativa, y tampoco defendieron públicamente la autonomía judicial desde una lógica ciudadana. Algunos actores limitaron su intervención a críticas en foros cerrados, sin capacidad de movilización ni propuestas concretas. Otros, simplemente, callaron. Esta omisión, más por impotencia que por estrategia, dejó el terreno libre a una elección sin competencia real, donde la contienda ocurrió casi exclusivamente entre candidaturas individuales, sin proyecto político que las respaldara.

Este abandono no puede explicarse sin revisar el deterioro interno de los partidos que, por décadas, dominaron el sistema político. El PAN comenzó a perder su identidad cuando dejó de ser una comunidad de principios para convertirse en una maquinaria pragmática de acceso al poder. El éxodo de figuras históricas como Pablo Emilio Madero, Bernardo Bátiz o Jesús González Schmal fue una advertencia temprana. En lugar de renovar su vocación republicana, el partido fue capturado por cacicazgos locales —como los Yunes en Veracruz o los Moreno Valle en Puebla— que lo vaciaron ideológicamente.

El PRI, por su parte, inició su declive tras perder la presidencia en el año 2000. Con el fin del presidencialismo hegemónico, también desapareció la disciplina interna que lo cohesionaba. Lo que siguió fue una lenta fragmentación territorial, pérdida de liderazgo y descomposición doctrinaria. Aunque recuperó el poder en 2012, el “nuevo PRI” pareció enfocado en ejecutar su propia ruta de extinción. En esta elección, su papel fue meramente testimonial.

El PRD, finalmente, no sobrevivió al liderazgo que ayudó a encumbrar: el de Andrés Manuel López Obrador. Desde 2012, su militancia y dirigencia migraron a Morena, y lo que alguna vez fue una izquierda con vocación crítica se redujo a una sigla sin contenido, sin estructura ni base social. En este proceso electoral, ni siquiera logró articular una posición reconocible.

Pero las carencias no fueron solo políticas. Desde el plano técnico, la reforma evidenció debilidades profundas producto de su implementación precipitada. Los requisitos de elegibilidad fueron laxos, y aunque la apertura de candidaturas se presentó como un gesto democratizador, la mayoría de los perfiles carecieron de evaluaciones objetivas que permitieran distinguir entre trayectorias sólidas y postulaciones improvisadas. A esto se sumó el desinterés de los partidos por elevar el estándar profesional del proceso.

El modelo de comunicación institucional tampoco cumplió su objetivo. La información fue confusa, mal calendarizada, dispersa y sin un enfoque pedagógico claro. No hubo debates públicos ni espacios estructurados para contrastar perfiles. La mayoría de la ciudadanía votó sin saber con claridad qué funciones tendría la persona que elegía. La autoridad electoral, sin tiempo ni herramientas suficientes, no logró traducir la relevancia constitucional del proceso en una narrativa comprensible.

La fiscalización también requiere ajustes profundos. No solo para garantizar transparencia y equidad, sino para establecer límites claros al financiamiento, y prevenir que el Poder Judicial se convierta en un nuevo espacio de clientelismo político. Un tema especialmente sensible fue el uso de “acordeones” o materiales de apoyo durante el voto. La falta de regulación específica generó dudas razonables sobre la validez del sufragio. Corresponde al INE definir, con claridad normativa, los alcances y las condiciones de estos instrumentos para futuros procesos.

Todo lo anterior se reflejó en una cifra contundente: solo el 13 % del padrón participó en la elección. Aunque jurídicamente válida, esa participación obliga a una revisión profunda del modelo: sus límites, sus carencias y sus posibilidades. Se necesita construir un marco normativo más transparente, más exigente y más funcional antes del siguiente ejercicio en 2027.

En este panorama emerge con fuerza un nombre que no puede pasarse por alto: Hugo Aguilar Ortiz, abogado mixteco, defensor de los pueblos originarios y próximo presidente de la Suprema Corte. Obtuvo alrededor de seis millones de votos —una cifra extraordinaria en una elección de baja participación—, lo que refleja no solo eficacia territorial, sino una conexión simbólica con sectores históricamente excluidos. Su candidatura encarnó una narrativa distinta: justicia desde el territorio, no desde el escritorio; justicia con rostro indígena. Y esa narrativa logró traspasar las fronteras del cálculo político convencional.

Más allá de las críticas sobre el uso de formatos prefabricados o apoyo visual, su votación revela el surgimiento de un nuevo actor en el ajedrez político nacional, con legitimidad social y una potencia simbólica difícil de ignorar.

La elección judicial de 2025 no debe entenderse solo como una anomalía, sino como el inicio de una nueva etapa constitucional. Si este modelo habrá de continuar —como establece ya la Carta Magna—, es imprescindible corregir sus fallas de origen: fortalecer los filtros de acceso, garantizar campañas sujetas al escrutinio público, fomentar una participación informada y asumir que los actores políticos tienen una responsabilidad histórica que no pueden seguir eludiendo.

La justicia se ha abierto al voto popular. Es una realidad constitucional. No será de otro modo. Toca revisarla, fortalecerla y evaluarla. Y, llegado el momento, volver a someterla al juicio de las urnas en 2027.

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Coordinador Nacional de Transparencia Electoral para México y Centroamérica. Posee un Master en Gobernanza, Marketing Político y Comunicación Estratégica por la Univ. Rey Juan Carlos (España). Profesor universitario.

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