El 15 de septiembre, Día Internacional de la Democracia, nos obliga a poner sobre la mesa la necesidad de reflexionar sobre los retos que aún se nos presentan a escala global y, por supuesto, regional. Un claro ejemplo de ello son los casos de Cuba, Venezuela y Nicaragua, en donde, pese a la sistemática violación de derechos humanos (DD. HH.) y de la aniquilación, en la práctica, de la oposición política, Gobiernos como el colombiano presentan aún declaraciones como las de su canciller Álvaro Leyva, quien señaló que no es él la autoridad competente para decir si en Venezuela se cometen violaciones de derechos humanos. Tal vez valdría la pena recordarle al canciller Leyva que la responsabilidad no solo recae sobre los perpetradores, sino también sobre quienes avalan de forma tácita la violación a la dignidad de las personas.
Cabe mencionar que, pese a que el contexto histórico de creación de la Organización de Naciones Unidas no facilitaba establecer de forma expresa la democracia como un ideal universal, con el paso del tiempo, basándose en la Carta Internacional de los Derechos Humanos, la organización ha señalado que la democracia es precisamente la condición que facilita el ejercicio efectivo de los derechos humanos.
Décadas más tarde de la creación de la ONU, la entonces Comisión de Derechos Humanos señaló los puntos esenciales de la democracia: el respeto de los derechos humanos y las libertades; la libertad de asociación, la libertad de expresión, el acceso al poder y su ejercicio de conformidad con el imperio de la ley; la celebración de elecciones periódicas, libres y justas por sufragio universal y voto secreto, un sistema pluralista de partidos y organizaciones políticas, la separación de poderes, la independencia del poder judicial, la transparencia en la administración pública, y medios de comunicación libres e independientes.
Más adelante, el Consejo de Derechos Humanos, como sucesor de la comisión, hizo lo propio y adoptó diferentes resoluciones sobre la estrecha relación entre la protección de los derechos humanos y la democracia. Entre ellas se encuentran resoluciones como la 19/36 y la 28/14 sobre «los derechos humanos, la democracia y el Estado de Derecho». En la primera se señala la relación entre la consolidación de la democracia y el respeto de los DD. HH., y, en la segunda, se decide la creación de un foro acerca de derechos humanos, democracia y Estado de derecho para fomentar el diálogo y la cooperación (Cuba se abstuvo en la votación para la aprobación de ambas resoluciones).
A escala regional, la Organización de Estados Americanos (OEA) trazó un camino similar y estableció de forma expresa que la democracia se entendía como una piedra angular de la organización y que buena parte de sus tareas estarían dirigidas hacia el fortalecimiento de las instituciones y la promoción de la buena gobernabilidad. Esto se encuentra consignado en la Carta de la Organización de los Estados Americanos y en instrumentos posteriores.
Con el paso del tiempo, la OEA estableció ciertas posturas unificadas como organización a través de doctrinas, instrumentos y órganos específicos que buscaban generar presión ante posibles rupturas de la democracia y de complementar el ejercicio del Estado. Ejemplo de ello, la Doctrina Betancourt (paradójicamente promovida por Venezuela); la Carta Democrática Interamericana y, por supuesto, el Sistema Interamericano de Protección de Derechos Humanos conformado por la Comisión y la Corte Interamericana.
Es innegable la relación que existe entre democracia y derechos humanos. Es imposible imaginar un contexto en donde, a pesar de la falta de instituciones democráticas, se garanticen los DD. HH. y mucho menos de forma universal e interdependiente. Por ello, el 8 de noviembre de 2007, la Asamblea General de Naciones Unidas declaró el 15 de septiembre como el Día Internacional de la Democracia como una forma de encaminar a la comunidad internacional en esta causa como valor común.
En este marco, resulta relevante poner sobre la mesa que, pese a todos estos esfuerzos, aún nos encontramos con el peligro de relativizar la democracia por intereses políticos particulares, sancionando, así, algunas rupturas del orden constitucional y otras no. Y es que el discurso basado en el principio de la no intervención en asuntos internos ha sido utilizado con intereses ideológicos e instrumentalizado para evitar que países democráticos se pronuncien acerca de aquellas violaciones que se producen en países amigos. Parece que no aprendimos las lecciones de décadas anteriores, cuando bajo este mismo argumento se permitió, a escala regional, las atrocidades de las dictaduras militares del Cono Sur. Es posible que sea hora de reevaluar los límites que allí se invocan.
Este es posiblemente uno de los grandes impedimentos en el manejo de Cuba, Nicaragua y Venezuela. Sobre estos países, a pesar de los avances de la OEA en décadas anteriores, ahora resulta imposible consolidar una sola voz en pro de la transición a la democracia y en rechazar de forma unánime, sin reparos, la violación sistemática de derechos humanos, aun cuando existen claros registros, documentaciones sustantivas y testimonios numerosos. Pese a existir sanciones de organizaciones regionales de menor tamaño como las de Mercosur en 2017, nos encontramos aún lejos de contar con mecanismos que, más que aislar como medida de presión, generen una transición hacia la democracia.
Ya sea por intereses de sus propios proyectos políticos o por intereses económicos, a buena parte de los países de la región les cuesta reconocer que poco o nada queda de democracia en estos casos. Parece no ser suficientemente significativo los más de mil presos políticos en Cuba y los más de doscientos detenidos en Venezuela y Nicaragua; las más de dieciocho mil ejecuciones extrajudiciales en Venezuela; el cierre de medios de comunicación y el exilio de más de noventa periodistas en Nicaragua; los destierros forzosos de opositores en Cuba; entre una larga lista de violaciones a la dignidad humana en cada uno de estos países.
Aunque pueda parecer una posición polémica, cuando se trata de defender los derechos humanos y la democracia no es posible ubicarse en zonas grises, los valores no se negocian. Es menester revisar y renovar los instrumentos ideados para la protección y promoción de la democracia, así como de los sistemas de protección y su funcionalidad ante regímenes autoritarios. Es necesario tener presente que las dictaduras no cambian su vocación y que sobre quienes avalan de forma tácita o expresa las acciones de estos regímenes recae también parte de la responsabilidad.
En memoria de la democracia en América Latina.
Autor
Profesora de la Pontificia Universidad Javeriana (Bogotá) y candidata a Doctora en Derecho por la Universidad Nacional de Colombia. Especializada en movimentos migratórios, estudios de género y política venezolana.