El 5 de febrero de 2024 el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, presentó un conjunto de veinte iniciativas de reforma a la actual Constitución mexicana. Es casi improbable que puedan ser votadas e implementadas, pues no cuenta con las mayorías legislativas suficientes para lograrlo, lo hace en su último año de gobierno y en medio del inicio de las contiendas electorales de este año. Más allá de esta coyuntura, lo que es cierto es que López Obrador ha puesto sobre la mesa un tema que no ha sido tratado con la debida atención por la clase política y la ciudadanía desde que México transitó a la democracia en el año 2000: ¿es democrática la actual Constitución mexicana?
La sociedad mexicana puede ufanarse de contar con una de las Constituciones más longevas de América Latina y el mundo. Promulgada en 1917, producto de la Revolución Mexicana que estalló en 1910, en esa época se la consideró una de las Constituciones más avanzadas respecto a los derechos sociales. Empero, ya han pasado más de 100 años, ha sido modificada constantemente, hasta la fecha ha sufrido más de 700 reformas, de las cuales más de 230 se produjeron a partir del año 2000. Desde entonces las modificaciones constitucionales no se han detenido. Cada cambio de gobierno ha implicado introducir nuevas reformas; algunas son sustantivas, pero no al grado de modificar su diseño, que aún mantiene la impronta del siglo pasado.
A finales del siglo XX y principios del siglo XXI varios países de la región promulgaron nuevas Constituciones: Colombia en 1991, Perú en 1993, Venezuela en 1999, Ecuador en 2008 y Bolivia en 2009. En Argentina se llevó a cabo una profunda reforma en 1994, así como en Chile en 2005, donde además en los últimos años se han debatido dos proyectos constitucionales, uno en el 2022 y otro en el 2023, aunque sin éxito. No obstante su fracaso, los ensayos constitucionales han permitido a la sociedad chilena identificar las preocupaciones políticas y sociales del momento, pero también los horizontes que son necesarios plantearse para el siglo XXI. Comparándolo con estos ejercicios, cabe preguntarse: ¿son suficientes las continuas reformas a la Constitución mexicana para asumir que es plenamente democrática?
En estricto sentido no, la Constitución mexicana es muy elitista. Primero, cualquier intento de reforma depende de la correlación de fuerzas en los poderes ejecutivo y legislativo, y debe ser impulsada y aprobada por los líderes partidistas, un pequeño grupo que controla la agenda política, pues no cualquier miembro de una legislatura puede impulsar verdaderamente una reforma constitucional. Segundo, el proceso formal para modificarla implica que toda reforma debe ser votada por dos terceras partes de las cámaras de Diputados y Senadores, además de por la mitad de las treinta y dos legislaturas de los estados de la federación; si no se cumple uno de estos requisitos, no prospera. Tercero, la revisión del procedimiento queda en manos de otra élite, la Suprema Corte de Justicia de la Nación, compuesta solo por once personas. Cuarto, esas modificaciones no requieren ser ratificadas o rechazadas por la ciudadanía por la vía del referéndum, como sucede en muchas democracias avanzadas; es decir, la ciudadanía queda excluida de facto y de jure en la confección del principal documento político normativo que la rige.
La actual Constitución mexicana está sobrecargada de temas secundarios por sobre los sustanciales. La palabra “democracia” aparece solo una vez y no como parte central de un artículo (el tercero, que trata de la educación), sino en uno de sus incisos (el a), donde por primera vez se la define como un sistema de vida. “Democrático/a” aparece solo 16 veces como adjetivo y no como sustantivo. En cambio, “partidos políticos” aparece más de 70 veces, «Instituto Nacional Electoral» (INE) más de 60, “Presidente de la República” más de 50 y “elecciones” más de 40. La palabra “pueblo” solo tiene sentido cuando se refiere a las personas indígenas y afrodescendientes, pero si se observa con detenimiento se confunde conceptualmente con «comunidades»; en el resto del documento, la palabra “pueblo” termina por referir todo y nada a la vez.
Los artículos relativos a las facultades de los poderes ejecutivo, judicial y legislativo, así como las elecciones, abarcan más de la mitad de la Constitución, y en su mayoría se refieren a asuntos procedimentales, por lo que deberían estar en leyes secundarias, ya que solo unos cuantos son sustantivos. Todo ese andamiaje termina por favorecer a los partidos mayoritarios por sobre otras opciones representativas. Los partidos políticos son esencialmente organizaciones de ciudadanos libres que ejercen su derecho de asociación para hacer política, pero en México ese derecho está de facto vetado, pues se deben cumplir una serie de requisitos que en la práctica casi nadie logra.
Solo por ejemplificar, a principios del 2019 el INE recibió la notificación de 106 organizaciones que deseaban convertirse en partidos políticos. Después de más de un año, en septiembre de 2020, terminó otorgándole reconocimiento solo a un partido, casualmente, aliado del gobierno en turno. La figura de «candidatura independiente» se introdujo en el 2012 con el fin de “ciudadanizar” el sistema político, pero con requisitos tan complejos que apenas unos cuantos han logrado obtener un cargo de esa manera. Es tan ineficiente que en 2024 no existe ningún diputado nacional por esa figura. Técnicamente existe la “iniciativa ciudadana legislativa”, pero su puesta en marcha es tan compleja que en los hechos solo puede activarse por las élites de los partidos políticos y, si tiene éxito, su aprobación final queda en manos de los poderes legislativos.
No es casual que desde su introducción, en 2012, solo una iniciativa de ley ciudadana haya sido votada en el Congreso por el impulso de un movimiento elitista. En 2019 se introdujo la “consulta popular” y la “revocación de mandato”, pero ambos ejercicios llevados a cabo en 2021 y 2022 respectivamente fueron activados por el presidente en turno y su partido, no por la ciudadanía.
Como se puede notar, si bien pareciera que las reformas de las últimas décadas han democratizado la Constitución mexicana, lo cierto es que se ha privilegiado una perspectiva minimalista y conservadora de la democracia por sobre una más amplia y liberal.
En un mundo que ya ha cambiado y ante los actuales retos, ¿es conveniente mantener con una Constitución que ha sido remendada sistemáticamente pero sin una profunda reflexión sobre su democraticidad? Quizá no es el momento de cambiarla, pero tampoco se debiera aplazar una actualización profunda que realmente involucre a la ciudadanía.
Autor
Cientista político. Profesor Titular de la Universidad de Guanajuato (México). Doctor en Ciencia Política por la Universidad de Florencia (Italia). Sus áreas de interés son política y elecciones de América Latina y teoría política moderna.