En el complejo escenario de las relaciones internacionales en el siglo XXI, resulta fundamental reconsiderar estrategias frente a las tensiones interestatales. En este contexto, en una propuesta que puede levantar mucho polvo tanto entre internacionalistas como en la misma sociedad, existe una solución que se remonta a las prácticas de las Relaciones Internacionales de siglos pasados: la tolerancia hacia la creación de nuevos Estados. Como diferencia estructural, se propone la constante observancia y garantía de la ONU, aprovechando el principio de autodeterminación de los pueblos destacado en su carta fundacional.
Numerosos conflictos globales tienen su origen en disputas de soberanía sobre territorios, impulsadas por factores históricos, intereses económicos e ideológicos. La visión post-Segunda Guerra Mundial, que una vez fue efectiva, muestra signos de desgaste, al igual que el multilateralismo de la ONU, que ha caído en la burocratización en lugar de promover la armonización. La incapacidad de la ONU para frenar la invasión de Rusia a Ucrania; el grito en el cielo sin respuesta de la invocación del artículo 99 de la Carta de Naciones Unidas por el secretario general, Antonio Guterres frente al genocidio en Gaza; y las crecientes tensiones frente a Taiwán o incluso frente al Esequibo en Venezuela, son ecos de que hacen falta cambios estructurales en las capacidades de la ONU.
Nos hemos atorado en una visión que funcionó bien después de la Segunda Guerra Mundial, pero que se resquebraja continuamente. De la misma manera, el multilateralismo de la ONU está fallando y en lugar de apuntar a la armonización ha caído en la burocratización. En este sentido, ¿por qué no asignar a la ONU un papel adicional? Vale la pena sustituir su función descolonizadora, agotada a finales de los años 90, con fin de revitalizar la organización. Este nuevo rol implicaría supervisar la transición hacia la independencia de nuevos Estados, brindando a sus poblaciones la oportunidad legítima de determinar su propio futuro político.
Aunque pueda surgir la preocupación de que estos nuevos Estados puedan convertirse en «Estados títere» de sus vecinos más poderosos, la historia demuestra que las aspiraciones humanas evolucionan con el tiempo. Ejemplos del espacio postsoviético revelan que entidades consideradas inicialmente como “títeres” han ido construyendo sus propias identidades e incluso han emergido como aliados de Occidente y vehementes opositores a sus antiguos dominadores, llegando a romper hasta con los imaginarios que en algún momento los unían bajo un mismo Estado. Por otro lado, hay que profundizar en la idea de si es necesario continuar con las agendas bélicas como única forma de construcción de nuevos espacios de independencia, o si el ser humano puede llegar a una etapa más pragmática y funcional a su interés primordial de supervivencia y de calidad de vida.
Territorios como Cachemira, Kosovo, Nagorno Karabaj, el Sáhara Occidental, Ginebra, Taiwán, Transnitria, Crimea y el Donbas podrían beneficiarse de esta independencia supervisada. La lógica del siglo XXI exige soluciones administrativas y pragmáticas, sin imposiciones externas, permitiendo que la población tome decisiones cruciales. En este proceso, la ONU asumiría el papel de garante, apoyando al proceso con el enorme aparataje burocrático que ha llegado a construir. La implementación de un protocolo respaldado por misiones de la organización podría supervisar procesos electorales transparentes. En caso de rechazo por parte del Estado dominante, se identificaría la injerencia extranjera, activando el principio de seguridad colectiva y recurriendo a las misiones de paz. Si la independencia obtuviera respaldo, la ONU supervisaría la transición para asegurar el establecimiento sólido del nuevo Estado.
Esta propuesta reconocería la posibilidad de fragmentación de Estados como un ciclo normal de la evolución humana, reconociendo que la mutabilidad del ente estatal no debe descartarse, peor aún defenderse a través de la vía armada. La disolución de Checoslovaquia sirve como ejemplo jurídico inicial, proveyendo un marco para desarrollar procesos adaptados a circunstancias específicas y a las aspiraciones de las generaciones futuras. En última instancia, abogar por esta aproximación podría ofrecer una vía hacia una diplomacia más efectiva y sostenible en el escenario global actual. Claro que esta es una propuesta inicial, que merece un profundo análisis, y sobre todo de una comunidad que la respalde y transversalice.
La lucha por la paz es una agenda que filósofos han planteado desde hace siglos, y el ciudadano común ha mantenido en su corazón, probablemente desde antes de la escritura, aunque esto último es solo una corazonada. En cualquier caso, la humanidad debe encontrar las formas para que las siguientes páginas de su historia estén menos teñidas de sangre. Con nuevas herramientas esto sería más viable, pero el primer paso está en plantearles y comenzar un nuevo debate. La Organización de Naciones Unidas debe cambiar antes de que le ocurra lo que le pasó a la Sociedad de las Naciones, oxidarse y colapsar bajo su propio peso.
Autor
Máster en Política Pública y Desarrollo Humano con Especialización en Integración Regional y Gobernanza Multinivel. Coautor de los libros “El camino a la integración desde la identidad: Una aproximación suramericana”; “Inteligencia estratégica del futuro: Pensamiento crítico e interconectado en un mundo global”.