Luisa trabaja de cajera en un almacén. Rosa es maestra en una escuela de educación básica. Maribel tiene diez años como enfermera. Lucía es ama de llaves en un hotel 5 estrellas. Andrea es recepcionista en una gran empresa, junto a Martha, la secretaria. Kathy es manicurista, y su hija Alicia cocina en un restaurante de la localidad. Clara cuida niños en una guardería. Antonia vende flores en el supermercado en la mañana y en la tarde cose ropa en una tintorería. Maricarmen hace labores de relacionista pública en el gobierno, mientras se prepara como administradora para buscar trabajo en un banco.
¿Qué tienen en común todas ellas? Sí, todas son mujeres. Y sí, se trata de posiciones que no es extraño que ocupe una mujer. Son puestos de sectores económicos asociados a servicios sociales, comercio minorista, turismo, cosmetología; están usualmente hiperfeminizados, mal remunerados y poco reconocidos como roles esenciales. Son los llamados trabajos de cuello rosa.
Desde las oficinas corporativas hasta los pequeños emprendimientos, estas mujeres sostienen sectores clave con su trabajo y sin embargo enfrentan una realidad oculta: la discriminación que limita sus oportunidades y perpetúa desigualdades profundamente arraigadas. En este artículo analizo qué es, cómo opera y cuáles son las causas y consecuencias de este fenómeno del cuello rosa en América Latina, y sugiero acciones para mitigar sus negativos efectos en la economía.
El cuello rosa discrimina
Desde 1930, en los Estados Unidos se comenzó a popularizar la clasificación de los trabajadores por el color del cuello de su uniforme en el ambiente laboral. En ese momento se hizo la distinción entre trabajadores de cuello azul (los que realizan labores físicas y de manufactura) y los de cuello blanco (aquellos que desempeñan trabajos de oficina más administrativos y profesionales, considerados más productivos, capacitados y receptores de mejores salarios).
Más recientemente surgieron otras clasificaciones, como el trabajo de cuello dorado (altamente calificados como emprendedores y científicos), de cuello verde (especialistas en producir bienes y servicios para el medio ambiente), de cuello negro (dedicados a la industria minera y extracción de petróleo, pero también al trabajo ilegal) y de cuello rosa (dedicados a la industria de servicios).
Un trabajo de cuello rosa es uno que tradicionalmente se ha reservado solo para mujeres. El término fue acuñado a finales de la década de los 70 por la escritora y crítica social Louise Kapp Howe para denotar a las mujeres que trabajaban como enfermeras, secretarias y maestras de escuela primaria. Estos puestos no eran trabajos administrativos, pero tampoco eran trabajos manuales.
Se les llama también “gueto rosa” (pink ghetto) como una manera de describir los límites que tienen las mujeres para avanzar en sus carreras, ya que estos trabajos suelen ser un callejón sin salida. Es un mecanismo de exclusión institucionalizado, una suerte de segregación ocupacional, que impide el ascenso a posiciones de poder real en las empresas y encasilla a las mujeres en labores asociadas a ser mujer. Se trata de un fenómeno por el cual las trabajadoras acceden al mercado de trabajo de manera diferenciada, tendiendo a concentrarse en diferentes sectores u ocupaciones en función de su sexo y no de sus capacidades.
Disparidades laborales por sexo en LA
Aun cuando los esfuerzos feministas por vencer los estereotipos y roles asignados al sexo han dejado frutos positivos y abierto caminos a muchas mujeres para desempeñarse en espacios históricamente hipermasculinizados, se sigue reproduciendo el modelo que las relega a funciones de servicio y apoyo.
Según un reporte de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), el 70% de las mujeres tienen puestos de trabajo en el campo del cuello rosa, como la industria de servicios de alimentos y cosméticos. Específicamente, las economías de América Latina presentan importantes disparidades en sus mercados laborales, frenando su crecimiento productivo al limitar el potencial productivo de las mujeres.
Un estudio de la OIT, que abarca países como Brasil, Colombia, Costa Rica, Ecuador, El Salvador, Guatemala, México y Uruguay, revela que la segregación ocupacional de género, marcada por la prevalencia de ocupaciones predominantemente femeninas o masculinas, persiste a niveles significativos en América Latina. La segregación de género conlleva efectos negativos perpetuando estereotipos, influyendo en decisiones educativas y afectando el desarrollo del capital humano. Además, contribuye a incrementar las brechas salariales de género y desajustar la relación entre habilidades y puestos, lo que impacta en la eficiencia de los mercados laborales.
Las mujeres están sobrerrepresentadas en los servicios no comerciales en América Latina, los cuales incluyen el sector de cuidados y de turismo, con bajos salarios y altas tasas de informalidad laboral. Por otro lado, en los sectores de minería y energía solamente 2 de cada 10 empleados son mujeres.
Las mujeres de América Latina tienen empleos de peor calidad que los hombres, con una brecha de 16 puntos en el Índice de Mejores Trabajos del Banco Interamericano de Desarrollo (BID): “De 2010 a 2022, el Índice de Mejores Trabajos para las mujeres creció a una tasa del 0,8% anual. A ese ritmo, el índice para las mujeres tardaría más de 47 años en alcanzar el nivel de calidad y cantidad del empleo que tienen los hombres”, afirma el BID. Esta situación conlleva una significativa disminución del potencial productivo que representan las mujeres en la región.
Eliminar el género en las ocupaciones
En América Latina, varios países han diseñado y puesto en práctica políticas para promover la igualdad de género en el mercado laboral y mejorar las condiciones de trabajo de las mujeres en sectores tradicionalmente femeninos. Entre ellas están las leyes de igualdad salarial, el establecimiento de cuotas de género, medidas de conciliación laboral y familiar, así como programas de empoderamiento económico y capacitación de mujeres en carreras científicas e informáticas. También ofrecen servicios de orientación, certificación de competencias y la creación de condiciones igualitarias en la información y contrataciones laborales más justas.
Pero nada de esto funcionará si los sesgos que sostienen la idea del color rosa como identificador de las vocaciones y dedicación de las mujeres continúan definiendo la cultura laboral, porque envuelven creencias asignadas al sexo que son arbitrarias e injustas. Todo lo que refuerce estereotipos basados en prejuicios es dañino para la economía y la sociedad en su conjunto.
Los cuidados, la salud o la educación son sectores esenciales para la sociedad, pero en nuestros países emplearse en ellos está devaluado y sus puestos ofrecen pocas oportunidades para avanzar en la carrera. El camino entonces es más sensibilización y educación para desmontar aquellos sesgos que hacen ver como “natural” el que una mujer se dedique a este tipo de labores de soporte y apoyo, y lograr que más hombres se involucren en estas tareas. Pero también revalorizarlas porque son funciones que agregan valor económico y, por lo tanto, sus actividades y perfiles ocupacionales pueden y deben estar mejor considerados y remunerados.
Autor
Psicóloga. Master en Políticas Públicas con enfoque de género. Especialista en Transformación Cultural y Coaching Ontológico. Directora de FeminismoINC. Autora de "Incomodar para Transformar" y "Atrevidas: Manual de trabajo personal por el activismo feminista".