La reducción de la jornada laboral a cuatro días por semana o a un máximo de 32 horas manteniendo el salario ha sido recientemente objeto de experimentos exitosos en países como Islandia, Nueva Zelanda, Japón, Reino Unido y España. En Islandia, entre 2015 y 2019, un proyecto piloto que involucró a más de 2.500 trabajadores mostró que la reducción de horas mejoró la productividad y el bienestar y además fomentó una mejor conciliación entre vida laboral y personal (Haraldsson y Kellam, 2021).
La mayoría de los trabajos formales implican ocho o más horas diarias en la oficina —sin contar traslados—, lo que representa más de la mitad del tiempo activo del día. A esto se suma el hecho de que muchas personas pasan cinco o seis días a la semana trabajando, y solo uno o dos en tiempo familiar pleno. Así, se termina compartiendo más tiempo, conversaciones e incluso emociones con colegas que con nuestras parejas, hijos, padres o amistades. Ha sido parte de un modelo de vida que cada vez está siendo más cuestionado, sobre todo por las nuevas generaciones.
En 2021 la OMS y la OIT dieron a conocer que las jornadas laborales prolongadas provocan cerca de 745.000 muertes al año en el mundo, derivadas de accidentes cerebrovasculares y cardiopatías isquémicas, lo que representa un tercio de total de muertes relacionadas con el trabajo. Trabajar seis días por semana, con jornadas que a menudo superan las ocho horas, significa casi no tener tiempo para descansar, para estar con la familia, para el ocio o el cuidado personal.
Específicamente en América Latina el promedio de horas trabajadas supera las 44 horas semanales y en muchos casos las y los trabajadores cumplen ciclos de seis días, con todas las consecuencias físicas, psicológicas y sociales que tal carga genera.
Sin embargo, ya se están dando pasos para reducir la duración de las jornadas laborales en países como Chile (en 2023 se aprobó la reducción de 45 a 40 horas), Uruguay (aunque no ha reducido la jornada legalmente, existe un fuerte movimiento sindical que discute el tema como parte de una agenda laboral progresista), Colombia (en 2021 se aprobó una ley que reduce la jornada laboral de 48 a 42 horas semanales de manera gradual hasta 2026) y México (se discute una reforma constitucional para reducir de 48 a 40 horas semanales de trabajo, pero aún no ha sido aprobada aunque hay una fuerte presión social y sindical para lograrlo).
Aun cuando los avances no son homogéneos, en muchos países de América Latina la discusión sobre la disminución de la carga horaria laboral se está abriendo espacio en las agendas políticas, sobre todo cuando se la asocia a problemas como reducción de la natalidad y otros temas demográficos.
Por qué el enfoque de género en esta política de reducción de carga horaria es clave
La excesiva carga laboral está lejos de ser neutra al género, pues golpea con especial fuerza a las mujeres, quienes, además de enfrentar condiciones laborales adversas, cargan con la mayor parte del trabajo doméstico y de cuidados no remunerados.
Para muchas latinoamericanas, trabajar no termina en la puerta de la empresa o la fábrica; hay otro trabajo que comienza al llegar a casa, en una doble jornada agotadora e invisibilizada. Según datos de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), las mujeres en la región dedican en promedio 4 horas y 25 minutos diarios al trabajo doméstico y de cuidados, mientras que los hombres apenas 1 hora y 23 minutos. Esto significa que las mujeres hacen más del triple de ese trabajo. Y no es cualquier cosa: son tareas esenciales para la reproducción de la vida y el sostenimiento de las familias y comunidades, pero que el sistema económico tradicional ni siquiera contabiliza o entiende como trabajo.
Esta diferencia de casi tres horas diarias revela una desigualdad estructural que limita la autonomía económica y personal de las mujeres, pero sobre todo las expone a mayores niveles de estrés, agotamiento y exclusión social.
Reducir la jornada laboral a cuatro días por semana no debería ser simplemente una medida para descansar más o mejorar la productividad. Antes bien, podría ser una herramienta política que contribuya a redistribuir el tiempo y a romper con las cadenas que atan a las mujeres a la doble o triple jornada. Además, puede abrir espacios para la corresponsabilidad en los cuidados, un trabajo que apenas el pasado 7 agosto fue finalmente reconocido como derecho humano por la Corte Interamericana.
Reducir horas sin considerar la desigualdad puede replicar o incluso agravar las brechas de género
No se trata solo de ganar horas, sino de abrir espacio para que la corresponsabilidad en el cuidado sea real y efectiva. Si un trabajador utiliza el día libre para descanso o actividades personales y la trabajadora para realizar labores del hogar, la desigualdad se perpetúa. Sin un enfoque de género que reconozca las desigualdades estructurales, el día libre puede terminar siendo un día más de trabajo invisible para las mujeres.
Por eso, la reducción de la jornada laboral formal debe ir acompañada de políticas públicas robustas que reconozcan y redistribuyan el trabajo de cuidados: guarderías y centros de atención infantil universales y accesibles que permitan a las mujeres participar plenamente en el mercado laboral; licencias parentales iguales e intransferibles para mujeres y hombres, para fomentar que ambos compartan la responsabilidad del cuidado; campañas educativas y culturales para promover la corresponsabilidad en el hogar y desmontar los estereotipos patriarcales que naturalizan que las mujeres sean las cuidadoras exclusivas, entre otras.
No hacerlo incrementa el riesgo de que la reducción de jornadas termine reproduciendo la sobrecarga sobre las mujeres, porque ellas usarán ese tiempo para seguir haciendo el trabajo doméstico y de cuidado que el Estado y el mercado no proveen.
No podemos aceptar que, en pleno siglo XXI, millones de mujeres latinoamericanas sigan cargando con jornadas interminables que les impiden desarrollarse plenamente y que limitan grandemente su participación política y económica, sin poder acumular riqueza ni bienestar.
La transformación del tiempo de trabajo debe ser también una lucha contra la cultura patriarcal que naturaliza que las mujeres seamos las principales cuidadoras y que el trabajo doméstico sea invisible. Ojalá se den discusiones que nos permitan diseñar e imaginar nuevas formas de organización social donde el cuidado sea un asunto colectivo y valorado.
No es solo trabajar menos, sino trabajar mejor y vivir de forma más igualitaria y justa entre mujeres y hombres.