Una región, todas las voces

L21

|

|

 

La urgente necesidad de reinventar la democracia

Si a través de las elecciones se pudiera erradicar la corrupción y solucionar los problemas políticos y sociales más urgentes, casi todos los países de América Latina serían desarrollados.

El final del primer cuarto del siglo XXI signa también el fracaso de la democracia minimalista. Seguir al pie de la letra los procedimientos democráticos al parecer no necesariamente nos vacuna en contra del autoritarismo. Los resultados del proceso electoral en México para elegir jueces y magistrados del pasado 1 de junio no solo mostraron que la mayoría de la ciudadanía rechazó de facto, como en Bolivia desde 2011, la idea de que el voto puede servir para todo. El abstencionismo llegó a más del 85%, el voto nulo fue de más del 10%, el más alto de la historia de México desde 1982. La votación total efectiva fue de apenas el 9%, y sin embargo nuevas personas asumirán cargos en los poderes judiciales legalmente, pero prácticamente sin legitimidad y sometidos al partido en el poder. 

El voto ayuda a configurar gobiernos, pero no puede crear mejores sociedades. Si a través de las elecciones se pudiera erradicar la corrupción y solucionar los problemas políticos y sociales más urgentes, casi todos los países de América Latina serían desarrollados. Desde hace ya más de cuarenta años en la región se llevan a cabo elecciones con periodicidad y con criterios de integridad electoral aceptables, salvo excepciones bien conocidas como los casos de Venezuela, Guatemala o El Salvador, y algunas elecciones específicas como en Honduras en 2017 y Bolivia en 2019. Hoy por hoy incluso los gobernantes con mayores inclinaciones autoritarias saben que deben someter su permanencia a las elecciones. Entonces, ¿por qué la democracia en la región está en crisis?

El fracaso de la democracia minimalista

En los años ochenta del siglo XX primaba una concepción minimalista de la democracia en América Latina sustentada en tres condiciones clave. La primera condición necesaria para transitar a la democracia era alejar a los militares y a los actores no democráticos. La segunda era consolidarla por medio de un eficiente anclaje de instituciones de control horizontal del poder. Y, tercera condición y más importante, la instauración de elecciones libres, limpias y periódicas para lograr democracias plenas. También se agregó la necesidad de más medios de comunicación, para generar mejor información y no estar sometidos al imperio de las versiones unívocas de los gobiernos.

En la primera década del siglo XXI, nos dimos cuenta de que las transiciones a la democracia en la región eran procesos incompletos e inconclusos, y que la democracia plena solo se alcanzaría profundizando en aquellas condiciones. Se observó que los procesos políticos que terminaron con los regímenes autoritarios no habían logrado crear democracias plenas sino “regímenes híbridos”, y solo algunos países como Costa Rica, Chile y Uruguay cumplían los estándares mínimos para ser considerados democráticos. Bajo tales términos, casi el 80% de la población latinoamericana no habría conocido lo que es una democracia plena. Estas evaluaciones encontraron “evidencia empírica” en diversos índices que refuerzan la idea de que la democracia en la región nunca llegó o se malogró. 

Ya entrando al segundo cuarto del siglo XXI, prácticamente todas las condiciones de la democracia mínima están presentes, y sin embargo la región no es democrática y la ciudadanía está insatisfecha con los gobiernos surgidos de las elecciones. Los militares se alejaron del poder, y ya no tutelan a los gobernantes. Ahora son los presidentes democráticamente electos quienes los han reincorporado a las tareas civiles. Existen instituciones de control, pero están capturadas o se someten motu proprio y participan activamente en las dinámicas no democráticas. Existen poderes legislativos que solo funcionan como oficinas de recepción y votan las iniciativas presidenciales sin deliberación, y una parte de los poderes judiciales se han dedicado sistemáticamente a revestir de legalidad las decisiones de los líderes autoritarios. La gente vota, pero su voto solo es instrumental. Lo que mueve a los electores son los discursos llenos de falsedades y transfigurados por las imágenes. Los candidatos más sensatos y con mejores propuestas no son elegidos. Los gobernantes son votados, pero no son responsables. Existen “representantes”, pero ni representan ni son cercanos al pueblo, solo actúan por sus intereses personales y de facciones. Existen muchos medios de comunicación, y con las redes sociales contamos con mucha más información a la mano y de forma inmediata, pero de nada sirve, pues las mentiras de quienes gobiernan son más efectivas que la verdad. A la gente, como decía Maquiavelo en su obra La mandrágora, “le gusta ser engañada”.  

Salir del hoyo del fracaso

La democracia siempre es un proceso inacabado (work in progress), por lo que el problema de la concepción minimalista fue (y es) suponer que cumplir con aquellas condiciones era suficiente para evitar retrocesos. Se trabajó en los anclajes institucionales, como la creación de órganos constitucionales autónomos, pero no se puso atención en los factores sociales y en la cultura política. Se pensó que los gobiernos democráticamente electos por sí solos atenderían los déficits económicos y sociales que también son elementales para el sostenimiento de la democracia. Tampoco se puso mucha atención en la cultura política democrática, que requiere una ciudadanía atenta e interesada, pero el mejor indicador no es la participación electoral, sino el compromiso con la democracia, y este es más difícil de observar. Esto no solo es un fracaso de la democracia sino también del pensamiento liberal, que, como señaló Octavio Paz, no crea comunidad ni fraternidad sino que deja todo a la consciencia individual, pero sin fomentar la educación cívica.

El minimalismo democrático se olvidó de aspectos clave de las democracias eficientes: los roles del Estado y del mercado. Ambos pueden convivir independientemente del tipo de régimen; los casos de China, Singapur y los Emiratos Árabes son ejemplos contemporáneos de Estados eficientes que conviven adecuadamente con las dinámicas del mercado, pero no son democráticos. En cambio, las democracias eficientes, como las de Europa del norte, sí han tomado en cuenta los alcances de esta dinámica para mantenerse. En América Latina no se ha logrado crear una relación eficaz entre Estado y mercado. Si bien muchas críticas a los autoritarismos se centran en sus fracasos económicos e ineficiencia estatal, también muchas democracias son igualmente ineficientes. El minimalismo no permite hacer diagnósticos amplios de la democracia y ha orillado al pensamiento político, y de manera específica a la ciencia política, a ver la democracia solo como el cumplimiento de indicadores igualmente minimalistas. América Latina no necesita recuperar la democracia, sino reinventarla. Ello implica abandonar los minimalismos, pero también los maximalismos. Una tarea del futuro inmediato, para no lamentarnos más.

Autor

Otros artículos del autor

Cientista político. Profesor Titular de la Universidad de Guanajuato (México). Doctor en Ciencia Política por la Universidad de Florencia (Italia). Sus áreas de interés son política y elecciones de América Latina y teoría política moderna.

spot_img

Artículos relacionados

¿Quieres colaborar con L21?

Creemos en el libre flujo de información

Republique nuestros artículos libremente, en impreso o digital, bajo la licencia Creative Commons.

Etiquetado en:

Etiquetado en:

COMPARTÍR
ESTE ARTÍCULO

Más artículos relacionados