Varias décadas han transcurrido desde que una mujer ocupara, por primera vez, la jerarquía más alta en el Ejecutivo de un país. Fue en 1960, en Sri Lanka, donde Sirimavo Ratwatte Bandaranaike (1916-2000) llegó a ser designada como primera ministra, luego que su partido obtuviera la mayoría de los votos en el Parlamento. Esa misma década, dos mujeres más ocuparían este cargo: Indira Gandhi (1917-1984), en India, en 1966, y Golda Meir (1898-1978), en Israel, en 1969.
Cabe destacar que, las mujeres que han ocupado estos puestos, lo han logrado pese a la persistencia de los roles de género y a los prejuicios basados en la idea de que los espacios públicos, de toma de decisiones y ejercicio del poder político, no les pertenecen. Además, la ruptura del techo de cristal muestra que los obstáculos no son absolutos y que se va dando una transformación en el imaginario social, en la opinión pública, sobre las capacidades de las mujeres que, aunque parece que va a un ritmo muy lento, resulta imparable.
La llegada de las mujeres a los niveles más altos del Ejecutivo tiene efecto en la representación simbólica, incluso más que el de las mujeres parlamentarias debido a la visibilidad del cargo que ocupan. Así lo ha reconocido Michelle Bachelet, dos veces presidenta de Chile (2006-2010 y 2014-2018), y la mujer política latinoamericana más reconocida en el escenario mundial: “si antes las niñas me decían que querían ser doctoras, ahora me dicen que quieren ser presidentas. Eso le hace bien al país”.
Pero la ruptura del techo de cristal no implica que las mujeres en el Ejecutivo no se enfrenten a otras barreras en el ejercicio de su liderazgo político, entre las que destaca el laberinto de cristal, que se vincula con los giros, vueltas, encuentros y desencuentros por los que transitan en su mandato. Supone superar una mayor cantidad de obstáculos que los que se les presentan a los hombres políticos, algunos específicos, vinculados con el hecho de ser mujer.
Aunque quizás el mayor obstáculo que deben enfrentar las mujeres políticas es el acantilado o precipicio de cristal. Consiste, por un lado, en que se presente a mujeres a cargos de elección popular en circunscripciones donde sus partidos tienen pocas posibilidades de ganar un escaño (en no pocas ocasiones para cumplir con la cuota de género) y, por el otro, que se designen mujeres en el Ejecutivo en momentos de crisis políticas muy graves, donde se deben tomar decisiones impopulares que ponen en riesgo su liderazgo y pueden llevar a caídas abruptas.
La primera ministra británica Margaret Thatcher (1925-2013) tuvo experiencias vinculadas con el primer caso: el Partido Conservador la presentó dos veces como candidata en una circunscripción dominada por el Partido Laborista y en ambos casos perdió. Todo esto antes de ocupar el cargo de primera ministra. En relación con el segundo caso, a varias presidentas latinoamericanas designadas y no electas popularmente, les ha tocado enfrentarse a momentos particularmente convulsos desde el punto de vista político; sus actuaciones han generado rechazo del electorado y un fuerte cuestionamiento, donde se entremezclan las malas decisiones políticas (o incluso las denuncias por corrupción) y el hecho de ser mujer (Jeanine Áñez en Bolivia, Dina Boluarte en Perú por nombrar dos casos recientes).
Lo indicado en los párrafos precedentes lleva a señalar que el camino de las mujeres políticas al Ejecutivo está lleno de espinas, piedras, baches y trochas que no impiden que cada vez haya más lideresas dispuestas a superar las barreras que deben enfrentar.
¿Qué dicen las cifras?
Desde la lejana década del sesenta hasta la actualidad, poco más de 70 países (de un total de 193) han tenido a una mujer como presidenta, primera ministra, jefa de estado o de gobierno, de acuerdo con los distintos diseños institucionales existentes. En definitiva, a una mujer en los niveles más altos de toma de decisiones del Ejecutivo.
En la década de los setenta, seis mujeres lideraron los Ejecutivos en el mundo. En la década de los ochenta fueron siete. En la de los noventa se dio un salto significativo cuando veintiséis mujeres ocuparon estos cargos. La entrada del siglo XXI trajo un aumento en esta cifra que llegó a ser de treinta y siete mujeres entre 2000 y 2009, según datos de Farida Jalalzai y Mona Lena Krook de 2010. Para el año 2023, se contabilizaron un total de treinta y seis mujeres entre presidentas, primeras ministras, jefas de estado o de gobierno.
Según el mapa “Mujeres en la política: 2023” realizado por la Unión Interparlamentaria y ONU Mujeres, para el 1 de enero de 2023, solo 17 países, de un total de 151, tenían a una mujer como jefa de estado, lo que representa un 11,3%. En el caso de las jefas de gobierno, el mismo informe indica que hay 19 mujeres de un total de 193, lo que supone un 9,8%. Estos datos muestran que las mujeres en estos cargos constituyen un grupo minoritario y que llegar a estos niveles para las mujeres sigue siendo un hecho excepcional.
También es importante destacar que algunas de las democracias occidentales más consolidadas, como Estados Unidos y Francia, nunca han tenido a una mujer presidenta. Mientras que, en Reino Unido, con dos mujeres que han sido primeras ministras, Margaret Thatcher (1979-1990) y Theresa May (2016-2019), el techo de cristal apenas se ha resquebrajado, lo que demuestran investigaciones que han concluido que, durante el mandato de May, los estereotipos de género se profundizaron si se comparan con los existentes durante el gobierno de Thatcher.
Ante esta realidad, los países nórdicos (Dinamarca, Finlandia, Islandia, Noruega y Suecia) se muestran como una rara avis. En estos, las mujeres en los parlamentos representan el 45,7% del total, porcentaje que está por encima del resto de los promedios de otras regiones del mundo. A ello se le suma que, todos han tenido –por lo menos una vez– una primera ministra y en el caso de Finlandia ha tenido tres, incluida la mujer más joven en ocupar este cargo a nivel mundial, Sanna Marin, quien lo hizo a los 34 años y destacó por su buena gestión del COVID-19, principalmente por el buen uso de las redes sociales para que su mensaje llegara a la población joven.
Con la llegada de las nórdicas se cayó uno de los supuestos más frecuentes en el estudio de las mujeres en el Ejecutivo que se fundamentaba en que llegaban a ocupar estos puestos porque tenían vínculos de parentesco con un hombre político, en países que salían de periodos políticos inestables, en democracias nuevas o en períodos posteriores a una transición. También en América Latina estas hipótesis comienzan a desmoronarse.
Las mujeres presidentas y primeras ministras en América Latina y el Caribe
En nuestra región y también en el mundo, la primera mujer que ocupó el cargo de presidenta fue María Estela Martínez de Perón, en 1974, en Argentina, después de la muerte de su esposo Juan Domingo Perón. Pero fue Violeta Barrios de Chamorro, en Nicaragua, la primera mujer del continente en ser electa presidenta en una votación popular.
En su momento, la candidatura de Violeta estuvo cargada de mucho simbolismo, no sólo por ser la viuda de Pedro Joaquín Chamorro Cardenal, asesinado por la dictadura de Somoza, sino por representar la figura de la madre que viene a unir a esos hermanos –sandinistas y contras– enfrascados en una lucha fratricida.
Hasta la fecha, ha habido catorce mujeres presidentas y tres primeras ministras (estas tres de países caribeños). De las catorce, ocho han llegado por votación popular: Cristina Fernández de Kirchner (Argentina), Sandra Mason (Barbados), Dilma Rousseff (Brasil), Michelle Bachelet (Chile), Laura Chinchilla (Costa Rica), Xiomara Castro de Zelaya (Honduras), Violeta Barrios de Chamorro (Nicaragua) y Mireya Moscoso (Panamá). Las otras seis han sido presidentas provisionales, interinas o les ha correspondido constitucionalmente ocupar el puesto ante la ausencia del hombre quien ejercía la presidencia.
No se puede negar que algunas de las mandatarias tienen vínculos de parentesco con hombres políticos, en la mayoría de los casos como esposas, pero algunas han consolidado liderazgos sin la presencia de estos vínculos, como es el caso de Michelle Bachelet. Otras, como Cristina Fernández de Kirchner, con un liderazgo propio y más antiguo que el desarrollado por su esposo quien también ocupó la presidencia.
México: la excepcionalidad en medio de la excepcionalidad
Ante este panorama donde ocupar el cargo de presidenta o primera ministra sigue siendo excepcional, y está muy lejos aún el día donde ser mujer política no implique notas periodísticas que resalten este hecho, se llega a las elecciones presidenciales de México, que se celebrarán hoy domingo y en las cuales hay pocas dudas que serán ganadas por una mujer.
Esto convierte al país azteca en una excepción en medio de la excepción. Por primera vez en un país de América Latina, las dos primeras candidaturas, aquellas con posibilidades reales de triunfo, están representadas por mujeres: Claudia Sheinbaum (Morena) y Xóchitl Gálvez (Fuerza y Corazón).
La próxima presidenta de México impulsará la representación simbólica de las mujeres, lo que resulta una buena noticia. Ya se verá cuáles son los avances en la representación sustantiva, aquella vinculada con los intereses de las mujeres y los avances en el ejercicio de sus derechos humanos, incluido el derecho a una vida libre de violencias.
Autor
Doctora en Ciencias Políticas. Profesora investigadora de la Universidad Central de Venezuela y de la Universidad Simón Bolívar (Colombia). Integrante de la Red HILA y de la Red de Politólogas #NoSinMujeres.