El malestar social ha arrasado los Andes y ha causado tanto la brusca renuncia del presidente de Bolivia, Evo Morales, como huelgas y protestas en Ecuador y Chile por el incremento de los costos de los servicios básicos (y la reducción de los subsidios gubernamentales). Las alteraciones en el pacto social han llevado a Chile a retomar las discusiones sobre el retiro de su Constitución, residuo de la era del dictador Augusto Pinochet, en favor de un nuevo acuerdo, que presumiblemente será elaborado por el Congreso.
Si bien el momento es propicio y maduro para negociar una nueva Constitución para un Chile más democrático, lo que la expresidenta Michelle Bachelet intentó pero sin apoyo parlamentario, nuevas investigaciones muestran que, a menos que el más amplio rango posible de intereses sociales forme parte del proceso de negociación, las nuevas Constituciones pueden contribuir, en realidad, a perpetuar el autoritarismo (Eisenstadt y Maboudi 2019). Una razón principal, según Eisenstadt, Maboudi y Nadi (2020, próximamente), es que los Ejecutivos reforman las Constituciones para mantenerse en el poder.
Aunque ese motivo no parece ser parte de las razones del presidente Sebastián Piñera para la reforma, fue un elemento público de la agenda de Morales y una gran parte de la causa de su caída. Morales fue forzado a abandonar el cargo en noviembre mediante movilizaciones nacionales como las que a principios del siglo XXI obligaron a varios otros presidentes bolivianos a salir del poder..
Nuestro estudio de nuevas Constituciones en todo el mundo entre 1789 y 2015, mediante las técnicas estadísticas de «análisis de supervivencia» (usadas a menudo para medir la supervivencia de los organismos biológicos), muestra que cuando los autoritarios reforman las Constituciones, los líderes de Gobiernos autoritarios permanecen en el poder un promedio de casi once años, mientras que los líderes de Gobiernos democráticos duran cinco años. Chile es una democracia, y Bolivia es un régimen mixto («híbrido»), según las mediciones de Polity de la democracia. Las advertencias permanecen.
Los regímenes autoritarios se reconstituyen, en promedio, cada 10 años, mientras que las democracias lo hacen cada 20″
El ministro de Finanzas de Chile, Ignacio Briones, recientemente amonestó a los chilenos en El Mercurio: que se preocupen menos por la inestabilidad que plantea el cambio constitucional, «disminuyan el drama de un debate constitucional… Un buen número de naciones que admiramos cambian de Constituciones cada 40 o 50 años». En realidad, en nuestra muestra de más de 15.000 observaciones país-año, los países se reconstituyeron cada 14 años en promedio. Los regímenes autoritarios se reconstituyen, en promedio, cada 10 años, mientras que las democracias lo hacen cada 20.
Briones, cuya preocupación (en lo profesional) probablemente son las posibles reverberaciones en la economía de cualquier apariencia de inestabilidad política, puede tener razón al tratar de sofocar las preocupaciones sociales. Para que conste, el “crecimiento económico negativo” (aparte del impacto de las Constituciones) disminuyó la persistencia de los líderes en el poder.
No obstante, nuestros estudios de Constituciones ofrecen algunos puntos importantes. En primer lugar, sin una amplia participación de los sectores sociales en la etapa inicial de la redacción de la Constitución, la participación en las etapas posteriores no importará. Como se muestra en nuestro conjunto de datos mundiales probado por primera vez en un libro de 2017, esto es cierto sin importar cuántas personas voten en un plebiscito de ratificación. El Gobierno chileno debe organizar un proceso constituyente lo más amplio posible y que cuente con una participación significativa de cada sector.
En segundo lugar, como se evidenció en 2016 cuando Bachelet llevó un paquete de reforma constitucional al Congreso, pero con un apoyo partidista insuficiente, si no hay campeones de la reforma, no habrá una nueva Constitución. Es el caso de la mayoría de las reformas políticas, pero, como lo dijo el politólogo Nathan Brown: existe una tendencia a exaltar la reforma constitucional como «alta política», esto es, política por encima de la refriega de la política cotidiana. No es cierto.
En tercer lugar, el abuso de los bienes colectivos como las Constituciones, para el propio avance de los políticos, no es infrecuente, como nos mostró el “canto de cisne” (acto de despedida) presidencial de Morales. Reformar así las Constituciones o lanzar otras desde cero es un ejemplo negativo extremo, pero ciertamente no el único.
Una ligera mayoría de las nuevas Constituciones desde 1974 han sido mejoras o aumentos a la democracia. Pero desde mediados de la década de 1990, a finales de las transiciones de la Tercera Ola de dos décadas en Europa y América Latina, el número de Constituciones que hacen que los regímenes sean más autoritarios ha aumentado notablemente.
A medida que Chile avanza hacia el plebiscito de abril de 2020 para decidir si habrá una Asamblea Constituyente, la principal lección de nuestro trabajo es que, a menos que todos los grupos relevantes sean incluidos, las Constituciones tienden a reducir la calidad después de su implementación. Abundan las preguntas respecto a los medios propuestos para seleccionar a los delegados a esa Asamblea, e importantes líderes políticos y cívicos han declarado públicamente su oposición a la nueva Constitución sobre la base de esos medios de selección.
Estas amenazas son una parte normal del proceso de negociación. Sin embargo, si los grupos de interés significativos, sean de derecha o de izquierda, boicotean el proceso, las probabilidades de una Constitución que mejore la democracia disminuyen precipitadamente. Esto, porque la ausencia de grupos importantes de la mesa reducirá la relevancia del texto final o porque la ciudadanía verá que una Constitución negociada, sin inclusión de sectores importantes, sirve a intereses particularistas, en vez de al público.
La respuesta es complicada, pero obvia: diálogo y negociación. Los patriotas chilenos en todo el espectro político deberían embarcarse en su ambiciosa misión, pero tener cuidado con la hagiografía de 1789 (promovida por Estados Unidos) de que las fundaciones constitucionales siempre son normativamente buenas. Deben poner la Constitución por encima de sus propias preocupaciones partidistas, si no quieren encontrarse con que los esfuerzos para erradicar el legado de la hora más oscura del país han sido copados por otros políticos.
Los delegados a la Asamblea en Chile, y en otros países latinoamericanos, que deseen reconstituir el contrato social después de temporadas de disturbios, necesitan usar este momento de búsqueda y redefinición para reafirmar los intereses de la gente, en lugar de reconstruir sus propias bases de poder.
Foto de Nicolas Solop en TrendHype / CC BY-NC-SA
Autor
Cientista político. Profesor de la American University (Washington, D.C.) e Director de estudios para el Centro de Política Medioambiental de dicha universidad. Coautor del libro "Who Speaks for Nature?" (Oxford University Press 2019).