La acción política necesita ofertar futuros colectivamente deseables. Retrospectivamente, sin embargo, muchos proyectos de futuro son como las boletas de lotería ya jugadas: registros de una ilusión incumplida. El caso del Gobierno de Petro no es la excepción, pero eso no significa que todo siga igual en Colombia. El cambio llegó y no llegó.
En algunos aspectos, el Gobierno del cambio ha tenido, en realidad, un movimiento estacionario. Este es el caso, para comenzar, del tema de la corrupción. Desde el financiamiento de la campaña hasta la sospecha de dádivas concedidas a los congresistas para aprobar las reformas, pasando por los varios enredos del hijo del presidente, son múltiples los escándalos en los cuales se ha visto involucrado. En el índice de percepción de corrupción de Transparencia Internacional de 2024, Colombia descendió varias posiciones, aunque se mantiene en niveles semejantes a los de Brasil o Argentina y en los mismos niveles que tuvo, durante la mayor parte de su período, el presidente Duque.
En temas de paz y seguridad, y pese al cambio de estrategia, los resultados del gobierno son tan deficientes como los del gobierno pasado. La narrativa de la oposición de que la llegada de Petro tiene al país al borde del colapso en temas de seguridad es insostenible. Zonas rojas como el Catatumbo tienen un largo y complejo historial y el Clan del Golfo no se inventó ayer. No obstante, la Paz Total no pasará de ser un slogan grandilocuente cuyos resultados concretos son algunos éxitos locales como la desmovilización de una de las disidencias del ELN en Nariño y la tregua temporal entre las principales bandas de Buenaventura. El tema de la protección de los líderes sociales no ha tenido mejoras sustantivas (174 asesinatos en el 2024), la tasa de homicidios, pese a un ligero descenso, sigue siendo muy alta (25.4/100.000), delitos como la extorsión se han incrementado (18% más entre 2023 y 2024) y, para abril de 2025, van 21 policías muertos: 4 veces más que en el mismo período del año anterior.
A nivel macroeconómico este gobierno no ha sido la debacle que la oposición vaticinaba, pero, a grandes rasgos, también pertenece al movimiento estacionario del país. El presidente Petro se ha vanagloriado, por ejemplo, de los índices de inflación (5%) y la tasa de desempleo (8.2%). Sin embargo, el control de la inflación depende, en parte, de las medidas del Banco de la República y, aunque Petro recibió la inflación más alta en 23 años (13.1%), el promedio de la inflación en los gobiernos de Uribe, Santos y Duque es de 4.88.
Las cifras de desempleo de Petro son positivas, pero durante buena parte del segundo Gobierno de Santos tuvieron niveles comparables. La pobreza multidimensional ha continuado el declive que ha tenido, de manera ininterrumpida, en los últimos 14 años y, a nivel nacional, se ubica para el 2024 en 11.5% (0.6% menos que el año anterior). El crecimiento de la economía colombiana, durante Petro, ha sido bastante modesto (1.7% en 2024). El gobierno Duque tuvo un crecimiento promedio del 3% por año y las dos administraciones pasadas tuvieron promedios superiores. La expectativa de crecimiento para el 2025 no supera el 3%. En fin, no ha habido ni un colapso ni un despegue espectacular.
Un movimiento constante e inercial no es un cambio ¿Dónde está entonces? En términos de políticas públicas y prácticas de gobierno, puede mencionarse, en primer lugar, un replanteamiento de la relación del ejecutivo con los grandes empresarios y con la cúpula militar. El capitalismo colombiano no ha sido construido, en su gran mayoría, por heroicos empresarios schumpeterianos que innovan y arriesgan, sino es más bien una especie de ‘crony capitalism’ (capitalismo amiguista) basado en los favores recíprocos entre élites económicas y políticas y, como lo muestra emblemáticamente el caso de Odebrecht, de su capacidad de encubrimiento recíproco. La agria relación de Petro con Sarmiento Angulo es parte de ello. Que, según la oposición, Petro sea un ‘enemigo de los empresarios’ y sea denunciado como ‘comunista’, es la reacción natural ante un cambio en las relaciones habituales entre la presidencia y los grandes conglomerados empresariales.
Lo mismo podría decirse, en segundo lugar, de las críticas hacia el supuesto debilitamiento y ‘desmoralización’ de las Fuerzas armadas. Como lo probó el nombramiento inicial de Iván Velásquez como Ministro de Defensa, Petro ha insistido en la necesidad de rechazar la criminalización de la protesta social y las violaciones de Derechos Humanos que, por décadas, fueron legitimadas por el discurso contrainsurgente del ‘enemigo interno’. Las purgas de generales han sido parte de ese propósito. Las marchas de la oposición, además, han sido agresivas pero no se ha presentado asomo alguno de brutalidad policial. El contraste, en particular con los gobiernos de derecha de Uribe y Duque, con sus ejecuciones extrajudiciales y su represión del Estallido Social, no puede ser más evidente. Obviamente la derecha asocia el civilismo de Petro con malos resultados en seguridad. Duque, sin embargo, es su antítesis y los resultados no fueron mejores.
En tercer lugar, Petro ha desarrollado una política social ambiciosa y, como lo muestra el caso de la fallida reforma de salud, en cuyo destino confluyeron gestores farmacéuticos, políticos tradicionales y Entidades Prestadoras de Salud, dispuesta a desafiar grupos poderosos. En ese marco cabe la reforma pensional aprobada en el Congreso gracias a la cual se beneficiarán 2.8 millones de adultos mayores. De ahí también proviene también el fortalecimiento del campesinado a través de la creación de 13 nuevas Zonas de reserva campesina y la adquisición, formalización de tierras en volúmenes que superan considerablemente a los dos gobiernos anteriores. En esa misma línea cabe la reforma laboral, bloqueada en el Congreso, y cuyo contenido será objeto de una Consulta Popular. La reforma reestablece derechos de los trabajadores que fueron restringidos a lo largo de los últimos 20 años y empalma con el histórico incremento del 9.5% del salario mínimo. Aquí también cabe mencionar el desarrollo de 300 comunidades energéticas y la garantía de gratuidad en la educación superior en instituciones públicas. Adultos mayores, campesinos, trabajadores formales, comunidades étnicas y jóvenes son los beneficiarios directos de estas políticos y su protagonismo no había sido la regla en la historia de los gobiernos colombianos recientes.
Más allá, sin embargo, de prácticas o políticas concretas, la mayor transformación que ha traído el Gobierno del Cambio es una apertura cognitiva. Petro ha abierto controversias que han desnaturalizado ideas hegemónicas. Las reacciones virulentas en su contra se deben, en parte, a romper con el sentido común del establecimiento colombiano en muchos temas, esto es, a convertir en problemas públicos, requeridos de justificaciones y deliberación, aquello que valía como un consenso tácito, generalizado, dado por obvio. Ha sido un placer ver a políticos y periodistas teniendo que reaccionar a discusiones sobre el ‘decrecimiento’, la ‘transición energética’ o el ‘modelo extractivista’; viéndose conminados a justificar el mantra de que mejores condiciones laborales equivalen a más desempleo; reflexionando acerca de si los cultivos ilícitos se combaten efectivamente rociando glifosato; preguntándose, con perplejidad, si la sumisión habitual a los Estados Unidos es deseable o si una política exterior ‘pragmática’ permite hablar, con la claridad moral de Petro, sobre el genocidio en Gaza.
No todo lo dicho por el presidente, en este conjunto de temas, ha sido acertado, cierto, pero el punto es cómo la generación de estos debates contribuye al desarrollo, en Colombia, de una cultura política más plural, reflexiva y democrática. El impacto de un gobierno no se puede medir solo en términos del desempeño institucional del Estado, sino en términos de cambios en los hábitos mentales de los políticos profesionales, los funcionarios públicos y los ciudadanos. En ese sentido, mucho más que en otros, el Gobierno del cambio, sí le ha hecho honor a su nombre.