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El triunfo de Petro, entre la ruptura y el realismo

En los últimos veinte años, con excepción del segundo período de Juan Manuel Santos, los colombianos eligieron presidentes afiliados al uribismo. Santos, que se describe a sí mismo como un seguidor de la Tercera Vía, de Giddens y Blair, interrumpió esa continuidad y de ahí resultó la culminación del proceso de paz con las FARC. No obstante, en muchos otros aspectos, como su política económica y sus alianzas con partidos fuertemente clientelistas, sus políticas fueron una continuación de las de la derecha uribista. La elección de Gustavo Petro, como nuevo presidente de Colombia, sí encarna, en cambio, un giro sustancial.

Se trata de un giro en varios sentidos. En primer lugar, frente al núcleo del proyecto uribista: su anticomunismo. El uribismo convenció a muchos ciudadanos de que las guerrillas eran la causa de todos los males del país y que, si no hubiera sido por el deus ex machina de la llegada providencial de Álvaro Uribe, el país hubiese caído en sus manos. La difuminación del límite entre la izquierda legal e ilegal fue una de las consecuencias de esta eficaz narrativa. Todo proyecto asociado a la izquierda, y toda forma de protesta, fueron interpretados como una continuación de la actuación guerrillera. El triunfo del Pacto Histórico, la alianza de fuerzas en torno a Gustavo Petro, marca por eso una ruptura frente a ese esquema de interpretación de la realidad, pues ahora será la izquierda legal, encabezada por un exguerrillero, la que gobierne.

La retórica del “castrochavismo” se agotó y la derecha colombiana, cuya única singularidad es la oferta de protección frente al multifacético fantasma del comunismo, no tiene mucho más que ofrecer. Por eso, Petro refresca el escenario ideológico con su discurso ambientalista, favorable a la paz, la solidaridad y a la inclusión de minorías. Si los cambios políticos no se agotan en los cambios de gobierno, sino en los cambios ideológicos que animan las instituciones políticas y sociales, y estructuran los juicios de millones de ciudadanos, el 19 de junio los colombianos presenciamos un momento significativo. Se tratará de la institucionalización de una nueva narrativa.  

En segundo lugar, los presidentes colombianos de las últimas dos décadas no solo han gobernado con el apoyo de coaliciones partidistas, sino también con el apoyo del “establecimiento”. Un establecimiento constituido por dirigentes de los partidos tradicionales que, como César Gaviria, ajustan bruscamente su discurso, siempre y cuando esto les reporte cuotas burocráticas. Constituido por poderosas familias, como los Char en la costa Caribe, que ejercen control político y, a veces, económico, sobre regiones enteras. Un establecimiento constituido por grandes grupos económicos, como el de Sarmiento Angulo, que son propietarios de los grandes medios de comunicación y, también, por unas Fuerzas Armadas premiadas, tras medio siglo de conflicto armado, con una tajada amplia del presupuesto nacional y una mirada esquiva o condescendiente frente a sus abusos y sus altos niveles de corrupción.

El triunfo del Pacto Histórico se logró, justamente, en contravía de la dirigencia de los partidos que apoyaron a Duque, Santos y a Uribe; de medios de comunicación cuya hostilidad generalizada hacia el candidato Petro se evidenció de manera grotesca durante toda la campaña; de los clanes regionales que, en esta ocasión, no lograron volcar masivamente sus votantes en la dirección deseada y de unas Fuerzas Armadas que, encabezadas por el comandante del Ejército nacional, general Eduardo Zapateiro, atacaron a Petro durante la campaña a pesar de la prohibición legal de participar en política. La victoria del Pacto es una victoria electoral, pero es, sobre todo, una victoria contra el conjunto del ‘establecimiento’.

En tercer lugar, el triunfo del Pacto Histórico suspende la naturalización de un modelo de desarrollo basado en la exportación de carbón y petróleo, y en los beneficios, tributarios y no tributarios, concedidos a los grandes grupos empresariales. Tal como lo ha señalado el profesor de Harvard, James Robinson, Colombia es un “mar de monopolios y carteles donde las conexiones políticas y las barreras de entrada son el camino para hacer grandes fortunas”. Exportar materias primas y proteger a los más ricos con el supuesto de que hacerlo es la única garantía para obtener mayores niveles de empleo y crecimiento ha sido la fórmula mágica que ha empleado una larga serie de presidentes colombianos.

El triunfo de Petro no es, tal como la mentalidad dicotómica de la derecha lo sugiere, la llegada del comunismo, sino la desnaturalización de un tipo de modelo de desarrollo capitalista. Petro, que proviene de una guerrilla, el M-19, alejada de ortodoxias marxistas y con un discurso primordialmente nacionalista, lo dejó claro en sus palabras tras el triunfo: “Vamos a desarrollar el capitalismo en Colombia”. No se trata, así, de introducir una ruptura en el modo de producción, tal como lo auguran quienes ven a Petro, contra toda evidencia, como un neobolchevique. Se trata de repensar el modelo económico mediante coordenadas que implican un nuevo esquema de tributación, una economía no extractivista, la revisión de los tratados de libre comercio, el acceso a créditos para ciudadanos de bajos recursos, la inclusión de elementos, a escala local, de economía solidaria, y la búsqueda de desarrollo sostenible.

Que este giro haya sido posible se debe, sobre todo, a que Petro moderó su discurso frente a campañas pasadas e incluyó a figuras que, en otro momento, hubieran sido radicalmente disonantes. Desde el pastor cristiano Alfredo Saade hasta economistas de claras tendencias liberales como Alejandro Gaviria o Rudolf Hommes, ministro de Hacienda, de César Gaviria, y encargado directo de montar todo el programa, claramente neoliberal, de “apertura económica” a inicios de los años noventa.

La victoria se debe, también, a que Petro estableció alianzas con bases y sectores marginalizados de los partidos tradicionales, como el representado por Luis Fernando Velasco, del Partido Liberal, y con políticos disidentes, hábiles en el manejo de las redes clientelistas y en las intrigas de la política menuda, como Roy Barreras. Petro mismo intentó, de hecho, establecer una alianza con César Gaviria, director del Partido Liberal, que no se consumó pero que mostró su disposición a hacerle concesiones al establecimiento.

El reto de Petro, ahora, es articular esos elementos de moderación y craso realismo ―sin los cuales posiblemente no hubiera ganado las elecciones― con la voluntad de cambio que representa su elección y con el anhelo de la mayoría de los colombianos de cerrar un ciclo histórico. Como muchas veces sucede en la política, la cuestión es conseguir un balance entre la fidelidad a una causa y la atención a las consecuencias efectivas de la acción en un contexto lleno de constreñimientos. Ese equilibrio puede no llegar, pero sea cual sea el éxito de Petro, es innegable que los colombianos nos hallamos ante un momento histórico.


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Filósofo y cientista político. Profesor del Departamento de Ciencia Política de la Universidad de los Andes (Bogotá). Doctor en filosofía por la Ruprecht-Karls Heidelberg Universität (Alemania). Especializado en teoría política y teoría social.

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