En su último libro, el matemático libanés Nassim Taleb distingue entre los eventos inesperados —los “cisnes negros”— y las dinámicas predecibles que siguen una lógica reconocible: las tendencias. Lo fascinante y perturbador de los cisnes negros es que su irrupción, imposible de prever, puede modificar abruptamente las tendencias existentes. El atentado a las Torres Gemelas en 2001, la crisis económica del 2007 o la pandemia del covid 19, entre otros eventos, irrumpieron y alteraron distintos procesos globales. En el ámbito electoral, la polarización política en América Latina no es un fenómeno sorpresivo ni aislado, sino una tendencia sostenida que ha marcado el pulso de las democracias en los últimos años.
Ejemplo de ello es lo que está atravesando Ecuador. En apenas dos semanas se celebrará la última instancia de su calendario electoral y un nuevo presidente será electo. La inesperada buena performance de Luisa González obstaculizó la posibilidad de que el actual presidente, Daniel Noboa, se impusiera en primera vuelta. El fallo de Noboa fue no lograr alcanzar el 50% de los votos, mientras que el acierto de González consistió en evitar que se generara una brecha de 10 puntos entre los dos. Una de las claves de este resultado fue, sin duda, la estrategia de polarización. Sin embargo, la serie histórica de resultados electorales en Ecuador muestra que el fenómeno de la polarización electoral no es nuevo. Si se suavizan los valores obtenidos por el índice de polarización electoral mediante una curva polinómica de cuarto grado, se aprecia un incremento constante desde mediados de la década de los 90. Esta tendencia ascendente también se refleja en el promedio sudamericano. Sin embargo, lo que distingue a Ecuador es la menor oscilación respecto a la región —donde se registran picos en 2006 y 2025, y descensos hacia 1994 y 2020—, así como niveles actuales de polarización más elevados en el país.
La polarización ha sido objeto de amplio debate en las ciencias sociales, especialmente en lo que respecta a sus efectos, tan diversos como controvertidos. Entre los más señalados destacan el deterioro del discurso democrático —marcado por una retórica agresiva e irrespetuosa entre los actores políticos— y el bloqueo en la formulación de políticas, especialmente en el ámbito legislativo. Más preocupante aún es su potencial para detonar conflictos sociales, particularmente en contextos donde dos grupos de tamaño similar compiten por el poder, configurando una peligrosa bimodalidad que incrementa la probabilidad de enfrentamientos.
No obstante, la literatura también documenta efectos positivos de la polarización, como el incremento de la participación política y electoral, el fortalecimiento de la identificación partidaria y la clarificación de las propuestas en competencia, lo cual facilita la rendición de cuentas y mejora la representación. A estos efectos puede sumarse un aspecto menos explorado pero igualmente relevante: la polarización, al organizar el espacio político en torno a posiciones claras y coherentes, puede contribuir a estabilizar la opinión pública, dotando de consistencia a las preferencias ciudadanas y facilitando procesos decisionales tanto en el ámbito electoral como en el gubernamental. Parafraseando aquella máxima de Milton Friedman sobre que la inflación es, en todo momento y lugar, un fenómeno monetario, podríamos decir que la opinión pública es, en todo momento y lugar, un fenómeno contingente. Lo único constante en ella es su contingencia. Sin embargo, factores como la polarización podrían generar mayor estabilidad.
Argentina no está exenta de este clima polarizado. En un estudio reciente, desde el equipo de DeepResearch realizamos grupos focales con centennials (18-25 años) residentes en el Área Metropolitana de Buenos Aires (AMBA), diferenciando tres segmentos electorales: votantes de Javier Milei, votantes del kirchnerismo y votantes indecisos. Al indagar sobre los atributos que estos jóvenes consideran deseables en un líder político, corroboramos que la polarización es un fenómeno vigente, aunque también advertimos la existencia de elementos tácticos que permiten suavizarla.
Existen distintos atributos que, según cada segmento, debería tener su líder ideal. Entre los votantes de Milei destacan la confianza, la relevancia internacional y la autenticidad. En el caso de los votantes kirchneristas, se valoran especialmente la capacidad oratoria, estar “deconstruido”, saber formar equipos y tener un trato cordial con otros políticos. Entre los indecisos, en cambio, se privilegian atributos como la transparencia, el profesionalismo, el dialogismo y la integridad (no corrupción). Evidentemente, estos atributos varían entre los segmentos y generan brechas difíciles de suturar. Sin embargo, como revela el diagrama de Venn, también existen puntos de coincidencia. Una de las claves para desactivar la polarización actual podría estar en centrar la comunicación política en aquellos atributos compartidos. Entre ellos destacan cinco que son altamente valorados por los tres grupos: capacidad para resolver problemas concretos, tener valores definidos, coherencia entre el decir y el hacer, habilidades comunicativas y capacidad de planificación estratégica.
Los cisnes negros son impredecibles y sus efectos pueden ser disruptivos. Sin embargo, Latinoamérica convive con una polarización que, lejos de ser una novedad, aparece como una tendencia consolidada. Deshacer lo que ha sido construido mediante estrategias electorales, amplificado por dinámicas mediáticas e internalizado por la sociedad puede ser uno de los grandes desafíos de nuestra época. Lo cierto es que no todo está dicho: existen elementos que permitirían reconstruir puentes, generar nuevas mayorías y modificar el escenario político.