América Latina, que ya se enfrenta a muchas dificultades desde el final del ciclo de las commodities, está atravesando una dura crisis en estos años 2020 post-pandémicos. Lo que se calificó como un «giro a la izquierda» en la década de 2000 se ha agotado y la izquierda ha vivido momentos difíciles, siendo desplazada del poder en general, salvo en los países donde ha adoptado regímenes abiertamente autoritarios (Venezuela y Nicaragua). Hoy muchos hablan del retorno de la izquierda, como si se iniciara un nuevo giro. La situación, sin embargo, es más complicada.
El giro a la izquierda a finales de los años 90 y 2000 fue parcial. No todos los países de la región formaron parte del mismo. Sin embargo, con la llegada al poder de muchos partidos de izquierda, se produjo una tendencia más o menos clara y sin precedentes en la región. Aunque su discurso rozaba a menudo el revolucionarismo, había mucho jacobinismo y la perspectiva de perpetuarse en el poder, eran muy moderados en sus propuestas concretas, con la pobreza en el centro de sus políticas sociales y un limitado desarrollismo. Si hay continuidades entre ese ciclo y el período actual, también hay muchas diferencias. Es sobre todo una izquierda diferente, especialmente en Chile y Colombia, emergiendo en Ecuador (a diferencia de Perú, donde su conquista de la presidencia parece más bien fortuita, a pesar de una cierta base social).
Limitaciones
Las limitaciones de la democracia liberal están en el centro de lo que ha ocurrido en Chile. Sin duda, el tema del neoliberalismo y la restricción de las políticas sociales tiene centralidad en el estallido político que comenzó en 2019 con el aumento de las tarifas del metro.
La propia estructura del sistema político se ha puesto en tela de juicio. Los partidos y políticos profesionales han entrado en el punto de mira de las movilizaciones populares, los partidos distintos han ganado protagonismo y han surgido listas de candidatos independientes para las elecciones constituyentes, aunque la nueva Constitución no incorpora modificaciones institucionales significativas.
En Colombia, renovada con el fin del conflicto armado, y en parte en el Ecuador post-Correa, las enormes movilizaciones sociales, con el tema de la democracia de nuevo en la agenda, apuntan a un enfoque diferente de la política, con movimientos sociales descentralizados y autónomos de los partidos. El tema de la naturaleza gana protagonismo como sólo lo logró en los mejores momentos de los gobiernos de Lula da Silva en Brasil, mientras que el «vivir sabroso» colombiano, siguiendo el ejemplo del «buen vivir» andino, no apunta a soluciones para los problemas de las grandes masas.
Si es incluso probable, al menos en este momento, que Lula gane contra el actual presidente de extrema derecha, Jair Bolsonaro, esto difícilmente puede clasificarse como el regreso de la izquierda al poder. La coyuntura es muy diferente a la de los años 2000 y, de producirse esta victoria, será más el resultado de la unidad contra el abierto autoritarismo de Bolsonaro que el apoyo real a Lula y al Partido de los Trabajadores (PT), aunque no se haya constituido un frente democrático consistente y se hayan descartado las movilizaciones de masas (por lo menos hasta el día 11 de agosto, con la lectura de la carta por la democracia y las manifestaciones).
En Argentina, la situación del gobierno de Alberto Fernández es muy mala, con la vicepresidenta Cristina Kirchner como casi principal opositora, y el riesgo de una derrota electoral en el horizonte para el próximo año. En Bolivia, a pesar del dominio del MAS, el afán de Evo Morales por volver al poder, como siempre por cualquier medio, puede desembocar en una nueva crisis política, ahora con su propio partido. En Uruguay gobierna el centro-derecha.
Las amenazas a la democracia liberal
En definitiva, el panorama político latinoamericano parece hoy mucho más cercano a la situación de alternancia de partidos en la democracia liberal estabilizada en gran parte del mundo. Los problemas son muy diferentes de los supuestos de una izquierda para la que el leninismo sigue apareciendo como vector estratégico. Lo que salta a la vista es la separación entre las oligarquías -políticas, económicas y financieras- y los comunes -los que están y se sienten excluidos del ejercicio del poder político-.
La democracia liberal se democratizó a lo largo del siglo XX a través de la aparición de organizaciones de masas, como los partidos y los sindicatos, con el paradójico control y cierre de sus principales escalones a la participación popular. Rara vez se utilizaron mecanismos de participación directa, como los consejos y los referendos, o el clásico sorteo griego, que permitía a cualquiera participar en el poder (por no hablar de que el carácter popular del poder pronto se convirtió en un mero simulacro en el «socialismo real»).
Los procesos de finales del siglo XX y principios del XXI han posicionado a América Latina en la contemporaneidad, junto a la parte del mundo con la que tiene más similitudes y conexiones políticas: Europa y Estados Unidos. Comparte los mismos problemas, sin soluciones claras, además de tener poco dinero. Sin embargo, debemos estar especialmente atentos a las cuestiones políticas, abordándolas activamente, sobre todo en lo que respecta a la democratización de la democracia.
Si hay que operar en los sistemas políticos estatales (ejecutivo y legislativo), los sistemas políticos societarios, donde de hecho se mueven los ciudadanos plebeyos de la modernidad, deben encontrar nuevos canales de influencia, injerencia y veto en relación con aquellos. Según los republicanos clásicos, la corrupción corresponde a la propia decadencia de las instituciones. Esto es lo que ocurre con la democracia liberal actual.
El reto de las elecciones en Brasil
En este horizonte hay que situar las elecciones brasileñas de 2022. Derrotar a Bolsonaro y la amenaza del fascismo adaptado al siglo XXI es crucial, una prioridad absoluta. Pero esta extrema derecha no gana apoyo de la nada. Si hay en las sociedades contemporáneas quienes sostienen valores intrínsecamente reaccionarios, es debido a la insatisfacción de la población, sobre todo cuando no ve en la izquierda una alternativa transformadora.
Esto es lo que ha ocurrido en Brasil, desde las manifestaciones de 2013, rechazadas por las fuerzas dominantes de la izquierda. Los errores de Lula y el PT fueron enormes en el gobierno, incluyendo la corrupción, la cerrazón a la sociedad y el muy mal período de Dilma Rousseff, así como un estelionato electoral en 2014. El partido sobrevivió en parte gracias a la propia destitución de la presidenta. Al defenderse, el PT parece haber llegado a creer en su total inocencia. Pero esto es falso, y no es así como lo ve la población. Además, el neopatrimonialismo que asola radicalmente el sistema político en Brasil -y que muchos tratan ridículamente de negar- le hará la vida muy difícil a Lula o a cualquier otro comprometido con la democracia. La tentación de cometer los mismos errores siempre estará presente.
Un gobierno democrático a partir de enero de 2023 sólo puede ser de transición. Pero no debemos imaginar que la recuperación de la democracia puede reducirse a retomar fórmulas políticas desmoralizadas, complementadas con políticas sociales para los pobres. Hay que despejar el terreno para una vuelta a la democracia que la profundice a largo plazo. De lo contrario, la crisis y la extrema derecha siempre estarán al acecho.
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Autor
Doctor en Sociología por London School of Economics and Political Science. Co-coordinador del Núcleo de Estudios en Teoría Social y A. Latina. Miembro del Observatorio Interdisciplinar de Cambio Climático de la Univ. Estatal de Río de Janeiro/UERJ.