El ataque no provocado del gobierno ruso a Ucrania es una amenaza a la comunidad internacional. Más allá de las diferencias teórico-metodológicas en el estudio de las Relaciones Internacionales o de las preferencias político-ideológicas, no cabe duda de que se trata de un uso injustificado de la fuerza militar, de una agresiva tentativa de reconfiguración de un área de influencia hegemónica y de la imposición de un “nuevo Tordesillas” global que beneficia a unos pocos. Se trata de una renovación de la antigua política del “gran garrote”, una manifestación de imperialismo ilegitima que, ciertamente, no ha sido una práctica exclusiva del Estado ruso, pero con la que no se puede transigir.
Desde la perspectiva del derecho internacional, el ataque a Ucrania viola casi todos los principios, valores y fundamentos sobre los que se asientan las relaciones entre Estados soberanos. Ello incluye una tentativa de relativización de criterios esenciales de las Relaciones Internacionales tales como la no intervención en los asuntos internos de otros Estados, el respeto por la soberanía, independencia e integridad territorial, la resolución pacífica de las controversias, la abstención del uso de la fuerza, la autodeterminación de los pueblos, la credibilidad de los tratados y la igualdad jurídica.
Para los países latinoamericanos, que durante mucho tiempo fueron objeto de abusos imperialistas estadounidenses y europeos, mantener y reivindicar tales criterios es absolutamente crucial, inestimable e incuestionable. He aquí un desafío claro y directo contra el esfuerzo orientado a construir un orden internacional de pueblos libres. Reconocer y apoyar al pueblo de Ucrania en su lucha para defenderse de una agresión externa y en un momento decisivo de su historia sería, desde una perspectiva latinoamericana, lo correcto, justo y necesario.
Por el lado de los estudios en seguridad internacional y cuestiones estratégicas contemporáneas es evidente que en el cálculo estratégico de Moscú aparecen consideraciones que van más allá de lo estrictamente bilateral con su vecino. Otros actores estatales y no estatales inciden en este conflicto como los separatistas prorrusos en el este de Ucrania, la ampliación de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), las relaciones euroasiáticas con China, y hasta tópicos etnopolíticos y civilizacionales. Nada de ello autorizaría, sin embargo, implementar en pleno siglo XXI una agresión imperialista, expansionista y militarista como la observada.
Desdeñar este ataque contra el pueblo y gobierno ucraniano incentivará conductas igualmente agresivas de otras grandes potencias regionales o mundiales. Por tanto, teniendo en consideración la experiencia latinoamericana, en la que no faltaron abusivas intervenciones imperialistas de carácter semejantes, bien como las correspondientes reacciones antiimperialistas, se entiende que una postura progresista y republicana debería implementarse contra las ambiciones geopolíticas del gobierno del presidente Vladimir Putin, los oligarcas rusos y colaboradores –como el gobierno de Bielorusia.
Además, mientras que el gobierno ucraniano fue electo democráticamente, no se puede afirmar lo mismo de Rusia, que es considerada como un caso de autoritarismo competitivo. He aquí el riesgo de una erosión democrática y de autocratización derivada directamente del asunto en cuestión.
América Latina tiene una larga tradición de lucha antiimperialista, contrahegemónica y de cooperación Sur-Sur. Por lo tanto, denunciar la agresión contra Ucrania no significa, en modo alguno, ser subordinado o complaciente con potencias occidentales como Estados Unidos que también han tenido pretensiones igualmente abusivas. En el fondo, se trata de ser coherente, mantener una política de principio antiimperialista y seguir la senda abierta por los Libertadores del siglo XIX.
Después de una semana de operaciones militares contra Ucrania que han sido condenadas por casi todos los actores de la comunidad internacional, especialmente en el sistema de Naciones Unidas, la salida más constructiva seria la negociación directa y de buena fe entre las partes. El gobierno de Moscú debería tomar nota de que su agresión no será reconocida ni aceptada pasivamente, incluso dentro de la propia Rusia. Una negociación sin precondiciones, con agenda abierta y en pie de igualdad ayudaría a resolver sus divergencias con el gobierno de Kiev y reduciría las crecientes tensiones globales.
Una eventual victoria político-militar rusa en Ucrania implicaría, entre muchas otras cosas, retroceder a la era de la política de la barbarie, de las cañoneras o de las “guerras bananeras”. Sería un error y una tragedia para la inserción internacional de seguridad de los países menores y medianos.
Asimismo, otras potencias regionales envalentonadas por el precedente del ataque ruso a Ucrania podrían sentirse legitimadas a invadir otros países por discordar de sus preferencias, prioridades y conductas. Por tanto, la amenaza del uso de la fuerza en la política y seguridad internacional no puede ser tolerada pasiva, ingenua o cándidamente, sea en el este de Europa, en América Latina u otras regiones del planeta.
La agresión contra Ucrania merece una profunda y detallada reflexión, principalmente de las fuerzas progresistas latinoamericanas. El pueblo de aquel país necesita y reivindica nuestro apoyo, solidaridad y fraternidad. Como afirmaron algunos filósofos: “Donde hay agresor y víctima, la neutralidad beneficia siempre al agresor”.
Los gobiernos del planeta, la emergente sociedad civil transnacional y el mundo académico deben alzar su voz. Llegados a este punto, solamente así se podrá avanzar en la constitución de un orden mundial de pueblos libres.
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Autor
Investigador-colaborador del Centro de Estudios Multidisciplinarios de la Universidad de Brasilia (UnB). Doctor en Historia. Especializado en temas sobre calidad de la democracia, política internacional, derechos humanos, ciudadanía y violencia.