El domingo 2 de junio, Morena tuvo una victoria aplastante en las urnas en las elecciones mexicanas. No solo ganó la presidencia con casi un 60% de votos a favor de Claudia Sheinbaum, sino también siete de las nueve entidades en competencia (entre ellas, la CDMX, en la que se recuperó terreno perdido en 2021), además de lograr sin problemas una mayoría calificada en la cámara de diputados —y en la de senadores casi se obtiene—. En definitiva, el triunfo de Morena le otorga un margen de maniobra amplio para desarrollar proyectos a diferentes niveles y para impulsar una serie de reformas que el presidente López Obrador no pudo llevar a cabo, a causa del cierre de filas de la oposición, que decidió votar en bloque en contra de las propuestas, incluso antes de que estas hubieran sido siquiera pensadas.
Los ideólogos de la oposición han salido a los medios de comunicación a proporcionar una serie de explicaciones ad hoc de su derrota. Las razones expuestas van desde la ridícula sospecha de un fraude electoral con inteligencia artificial cubana, pasando por la intervención del gobierno de López Obrador para favorecer a su candidata, hasta la culpabilización del “pueblo bueno” que, en su ignorancia y estulticia, decidió, en contra de “sus mejores intereses”, volver a ponerse las cadenas de las que una élite “ilustrada” los había liberado. Son principalmente estas últimas razones, cargadas de aporofobia y del clasismo racista mexicano, las que nos llevan a hacernos la pregunta que intitula esta columna: ¿qué es eso que la oposición no entiende que no entiende?
Para empezar, es necesario decir que es falso que el triunfo de Morena provenga del sector más pobre. Como se puede ver en un artículo del diario El País del 3 de junio, Claudia Sheinbaum obtiene un voto mayoritario entre los diferentes grupos de edad, entre hombres y mujeres, en los diferentes niveles de estudios (con excepción de educación superior, en que está en igualdad de circunstancias que Xóchitl Gálvez) y de ingresos, así como por situación laboral (con excepción de patrones o empleadores). ¿Qué sugiere esto? Que Sheinbaum (y Morena, en general) obtiene un mandato democrático mayoritario que la legítima entre los diferentes sectores sociales. Las explicaciones aporofóbicas y clasistas, entonces, no se logran sostener.
Para entender este aplastante triunfo, así, debemos tener en claro que Morena no solo es un partido político, sino que surge de un movimiento de formación y capacitación política de cuadros de acuerdo con un marco ideológico, el cual parte de la propuesta de un humanismo mexicano y de una República Amorosa fundada en el principio de justicia social y bienestar: “Por el bien de todos, primero los pobres”. Con esto puede trazarse una diferencia respecto a otras elecciones pasadas (hasta cierto punto, incluso la de López Obrador): los procesos de transición “democrática” se producían a través de un voto en contra del oficialismo, como castigo por su mal desempeño o evidente pero impune corrupción. El triunfo de Claudia Sheinbaum (y de Morena), entonces, no es una reelección velada de López Obrador, sino un voto de confianza en un proyecto de nación con miras transexenales (un referéndum del proyecto, no de AMLO), con una base ideológica clara, coherente y en general congruente (con sus muy preocupantes excepciones chapulinescas).
Ahora, más allá de la consistencia ideológica del proyecto, al parecer la gente ha visto una mejoría sustantiva en su calidad de vida. Más de 5 millones de mexicanos salieron de la pobreza en el sexenio de López Obrador, a pesar de las afectaciones de la pandemia de Covid-19, a consecuencia no solo de la ampliación y universalización de los programas sociales constitucionales (como la oposición ha sostenido, tachando a este gobierno de populista), sino también de: a) el aumento del salario mínimo a casi el doble, el triple en la frontera; b) la disminución histórica en las tasas de desempleo; c) los procesos de re-industrialización de México a través de lo que la oposición ha querido tachar de inútiles “obras faraónicas”, tendencia que corre en sentido contrario de las políticas neoliberales impuestas sobre países “en desarrollo”, a los cuales se les asigna una función subordinada y condicionada por los procesos productivos de una determinada región económica en una economía-mundo; d) el aumento de la inversión extranjera directa y el fortalecimiento del peso desde 2019, que es la moneda que más se ha apreciado. Y, todo ello, mediante políticas públicas acordes con los principios de fortalecimiento de la soberanía nacional y el mercado interno, fieles a los estatutos del Movimiento de Regeneración Nacional.
La oposición, mientras tanto, sigue pensando en los votantes como consumidores de mercaderías políticas, permanecen atorados en un modelo de democracia elitista derivado de las teorías de Walter Lippmann o de Joseph Schumpeter, en donde se concibe a los ciudadanos como rebaño atolondrado, como masas irracionales, como consumidores de estilos de vida (a la manera de la mercadotecnia de Starbucks, de Nike, de Tommy Hilfiger o, en México, del aspiracionismo clasista de El Palacio de Hierro), manipulable mediante propaganda mediática y campañas de miedo, estrategias utilizadas en las elecciones (fraudulentas) de 2006 y que quisieron reditar tanto en 2018 como en esta campaña. De acuerdo con esta lógica, si el ciudadano es un consumidor de mercaderías políticas, lo que se requiere es solamente una buena campaña publicitaria. Se puede prescindir de un proyecto de nación explícito —el implícito lo conocemos: el regreso a las políticas neoliberales de privatización de servicios, desregulación de la economía y flexibilización del trabajo, condonación de impuestos a las grandes inversiones y políticas de austeridad en programas y servicios sociales— y de una fundamentación ideológica clara y pública (el vaivén de las propuestas de Xóchitl Gálvez, del centroizquierda a la derecha y del conservadurismo al progresismo buenaondita, es un síntoma claro).
Ahí está aquello que no entienden que no entienden, eso que los mantiene insultando al electorado, como si un ciudadano no pudiera saber si su condición de vida ha mejorado, como si no fuera capaz de ver las incongruencias y la falsedad. El desprecio al electorado es lo que tiene a la oposición en la lona sin poder aceptar su contundente derrota, incapaces también de reestructurarse. La oposición, en definitiva, es necesaria. Pero merecemos una oposición más digna y no esta camarilla que no es capaz de entender que, de alguna forma, ha ocurrido aquello que buscan los cuadros de Morena: la revolución de las conciencias del pueblo de México.
Autor
Profesor de la Universidad Autónoma Nacional de México (UNAM). Doctor en Filosofía por la UNAM. Especialista evaluación axiológica de tecnologías y en filosofía política de la ciencia.