Pareciera que la guerra en el este de Europa, salvo en lo relacionado con el impacto de la crisis económica aneja y las expectativas de un “nuevo orden” mundial, es un asunto ajeno para América Latina. Sin embargo, ciertos rasgos en la configuración del régimen político del país agresor no resultan extraños a la región. En efecto, la deriva autoritaria de lo que en sus inicios configuró una democracia iliberal con un presidente elegido por el voto popular y una separación de poderes torcida se empareja con una pauta tristemente conocida.
Vitaly Mansky es un cineasta ruso, aunque nacido en Leópolis (Ucrania) en 1963, cuya obra “Los testigos de Putin” estrenada en 2018 es un documental excepcional para conocer a Vladímir Putin en su primer año de gobierno durante 2000. Rodado bajo la premisa de lo que debería ser un ejercicio laudatorio del proceso de transición de Yeltsin a Putin, hoy es un testimonio excepcional de cómo un aparente momento virginal está ya pertrechado de la semilla de la disrupción. Cuenta con imágenes de ambos políticos que muestran sus vidas cotidianas y da pie a espontáneas confesiones memorables que anticipan un futuro proceloso.
Sorprende un joven Putin, aparente firme converso en los valores de la democracia, que se debate entre la estimación del amor a la patria, que debe estar por encima de cualquier interés individual, a la que hay que servir sin tregua, y su conciencia de que la presidencia es algo temporal, preludio inequívoco de una etapa ulterior en que se vuelve a ser un ciudadano ordinario. Si Putin bromea con Mansky, a quien tacha de irónico, este no deja de traslucir una tenue desconfianza en el presidente, cuya ambición comienza a hacerse patente.
El cineasta, que reside en Riga desde 2014, en un momento de su vida toma conciencia de que su privilegiada posición inicial como testigo camarógrafo de los movimientos más privados del presidente le convierte en rehén de un régimen en el que pasará de ser un opositor a un exiliado. La avidez galopante por el poder en un entorno en el que los mecanismos institucionales de control son débiles, el escenario de inseguridad en las calles, debido al conflicto checheno que precipita la demanda popular en pro de un redentor y un pasado configurador de una identidad nacional casi quebrada, establecen el entramado sobre el que hoy se yergue parte del drama que vive Europa oriental.
Lo ocurrido en Rusia desde el comienzo del presente siglo tiene su correlato en el ámbito de algunos países de América Latina en donde confluyen aspectos de entre los recién citados. La combinación de la ambición personal, el manoseo de las instituciones para satisfacerla, un apoyo social que al principio fue relevante por parte de poblaciones que se encuentran afectadas por un trauma ―como pudiera ser la inseguridad ominosa, la corrupción o el deterioro económico― o incluso alienadas por la ausencia de reconocimiento de ciertos grupos constituyen un escenario de sobra conocido. A ello se suma el denominador común que hace de la alternancia una práctica en desuso.
Aquí el apoyo inicial en elecciones presidenciales de carácter plebiscitario sostenidas, según señalan los sondeos en la opinión pública de poblaciones que dan testimonio silente, es algo que, como en el caso ruso, se trastoca invariablemente en una situación en la que la gente termina siendo rehén, maniatada, por la ejecutoria del autócrata de turno. Auspiciado por su carácter mesiánico de una ambición ilimitada, se encuentra asimismo acompañado por un medio ambiente fiel, a la vez que interesado, que lo arropa.
Las Fuerzas Armadas y los aparatos de seguridad, la débil administración del Estado cooptada ―en la que se incluye el Poder Judicial―, un sector del empresariado y una hábil política de comunicación en clave publicitaria forman los instrumentos básicos del dominio. El resultado de todo ello es la perpetuación en el poder a cualquier precio.
Nicolás Maduro, siguiendo los pasos de su predecesor, Hugo Chávez, y Daniel Ortega son claros ejemplos de lo señalado. La evidencia estriba en la forma en que permanecen en el poder cercenando a la oposición y haciendo de las elecciones un juego truculento. Así, la población venezolana y nicaragüense ha pasado de ser espectadora a estar secuestrada en un marco de personalización del poder y de persecución de todo aquel que no apoya al líder bonapartista. Pero los riesgos de que se produzca algo similar en otros países de la región están presentes.
Si Vladímir Putin no ponía en duda hace 22 años ―en el documental de Vitaly Mansky― que dejar la presidencia era su destino natural por encontrarse bajo la regla de oro de la democracia del usufructo temporal y limitado del poder, ¿qué garantía existe hoy de que Nayib Bukele en El Salvador o Andrés Manuel López Obrador en México dejen el poder cuando culminen sus mandatos en 2024?
Los pasos dados por ambos para someter a instituciones que efectúan acciones independientes de control, o para cambiar las reglas del juego, representan un jalón en la conversión de las ciudadanías respectivas de testigos a rehenes. Si Bukele ha torcido el brazo al Poder Judicial destituyendo a jueces y a fiscales, y nombrando a una Corte Suprema a su medida, López Obrador sorprende con una iniciativa de reforma electoral en la que propone minar la independencia y desbaratar al Instituto Nacional Electoral, cuya ejecutoria en los últimos años era modélica, para contribuir a que sea cierto su vaticinio de “seguir ganando los juegos por paliza” incrementando el número de rehenes a su antojo.
Autor
Director de CIEPS - Centro Internacional de Estudios Políticos y Sociales, AIP-Panama. Profesor Emerito en la Universidad de Salamanca y UPB (Medellín). Últimos libros (2020): "El oficio de político" (Tecnos Madrid) y en co-edición "Dilemas de la representación democrática" (Tirant lo Blanch, Colombia).