Coautor Pablo Montaño
El Tren Maya, como se conoce al proyecto impulsado por el gobierno de la denominada Cuarta Transformación (4T) de Andrés Manuel López Obrador, se presenta como una alternativa para avanzar hacia un supuesto desarrollo sustentable. Sin embargo, no es otra cosa que una profundización del modelo capitalista extractivo, que reproduce la misma lógica colonial que busca llevar el desarrollo a aquellos que han sido históricamente excluidos del “progreso” y la modernidad. La reconfiguración del territorio del sur de México es una vuelta de tuerca a la profundización de una crisis civilizatoria.
A finales del mes pasado el Panel Intergubernamental de Cambio Climático (IPCC) publicó la más reciente y sombría advertencia sobre el estado del clima. El reporte indica que las emisiones a nivel global deben alcanzar un pico a más tardar en 2025, de lo contrario los efectos del colapso climático serán catastróficos. En plena encrucijada civilizatoria, es decir, en un momento en el que la adicción al crecimiento económico y a la producción de combustibles fósiles deberían decrecer, el Tren Maya va en dirección contraria.
Se trata de un megaproyecto turístico y de transporte de mercancías que, según el gobierno, busca “mejorar la calidad de vida de las personas, cuidar el ambiente y detonar el desarrollo sustentable”. El proyecto, –que como dicen las comunidades mayas, es más que un tren y no tiene nada de maya– , consta de 1,525 km de vía y consiste en la creación de infraestructura ferroviaria con desarrollos turísticos, habitacionales y de traslado, almacenamiento y comercio de mercancías en cinco estados del sureste de México, convirtiéndolo en el proyecto de desarrollo más grande en América Latina.
Bajo la lógica del desarrollo sustentable, el tren apela al turismo como la forma más efectiva de proveer crecimiento económico y proteger a la naturaleza. Sin embargo, no se ha realizado una Evaluación de Impacto Ambiental que permita mitigar de forma efectiva los impactos acumulativos del proyecto. A la fecha, únicamente se han realizado algunas Manifestaciones de Impacto Ambiental (MIA) de ciertos tramos, mientras que otros no han sido analizados a pesar de que amenazan ecosistemas altamente vulnerables como la zona de cenotes y acuíferos subterráneos de la Península de Yucatán.
El proyecto en realidad es un reordenamiento territorial ya que busca crear, junto con el tren transístmico, que cruzará de Salina Cruz en Oaxaca a Coatzacoalcos en Veracruz, una nueva ruta de comercio interoceánico y una integración del territorio al comercio mundial. Siguiendo la argumentación de que el sureste de México es un espacio abandonado o ignorado por el modelo de desarrollo, estos trenes buscan integrar la región al capitalismo global al facilitar el tránsito de mercancías, combustibles y el turismo, abriendo el territorio al extractivismo, integrando así nuevos territorios a la lógica capitalista.
El gobierno ha rechazado las críticas tachándolas de conservadoras o neoliberales. Pero el modelo de desarrollo al que apuesta no es ni puede ser sustentable. El tren es una pieza del gran proyecto de transformación territorial de la región sur-sureste de México. Y en la península muchos saben que no es sino un proyecto reciclado de administraciones anteriores que beneficiará a empresas transnacionales y que servirá para articular los megaproyectos que ya existen en el territorio como los monocultivos de soya transgénica, las mega-granjas porcícolas o los grandes proyectos de generación de energía renovable. Así, el gobierno de López Obrador está redefiniendo y reorganizando el territorio como un espacio legible a la inversión capitalista a partir de una dialéctica entre la idea de productividad y lo que es considerado como desperdicio. Este modelo implica marginar otras formas de ser, existir y habitar estos espacios.
El tren tiene otros aspectos problemáticos como la creación de un hub para el comercio internacional, así como, contribuir a la captura de migrantes en el flujo hacia Estados Unidos. Esto último, ocurre en parte, por la transformación turística de las rutas del tren que por décadas han utilizado las personas migrantes (La Bestia), obligándolas a caminos cada vez más peligrosos. Pero tal vez su aspecto más controversial es la forma en la que utiliza la cultura y la identidad indígena maya para justificar la imposición del “desarrollo sustentable”.
Vale la pena recordar el supuesto “error” de la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales que reveló la forma en la que el gobierno busca perpetrar un etnocidio en nombre de su propio desarrollo. Según la Secretaría: “El etnocidio puede tener un giro positivo, el etnodesarrollo. Este puede ser posible si se involucra en el proceso de desarrollo y en la administración de beneficios a las poblaciones indígenas”.
Pese a las críticas y aunque el gobierno reconoció que se trataba de un error, hasta ahora no ha realizado ninguna consulta indígena que se apegue a los marcos internacionales del Convenio 169 de la OIT y que permita apuntalar hacia el supuesto etnodesarrollo. En repetidas ocasiones el proyecto se ha presentado como una decisión tomada y que dichas consultas no cambiarían el proyecto.
Este plan contribuye, además, a perpetuar el orden colonial. Ya decía la destacada intelectual mixe, Yásnaya Aguilar que “la independencia de México no fue un rompimiento con el orden colonial, sino que implicó su perfeccionamiento”. Podríamos agregar que el desarrollo de megaproyectos como este son una profundización de ese orden colonial, en donde la identidad maya se reduce a un servicio turístico, transformándola en una experiencia o mercancía que puede ser aprovechada y extraída.
El modelo impulsado por la 4T perpetúa la violencia colonial ya que consiste en eliminar la posibilidad de que lo otro exista de acuerdo a sus propias formas de ser, conocer y entender. A cambio de ello, el uso de lo indígena como decía Guillermo Bonfil Batalla, sirve para perpetuar el México Imaginario (del desarrollo y progreso) pero condena a la identidad indígena al pasado (el México Profundo).
Bajo la visión de “desarrollo” y “progreso”, las formas tradicionales de siembra, de subsistencia, de relacionarse con el territorio y, por ende, de la misma cosmovisión maya suelen ser descontadas o inclusive vistas como obstáculos para desarrollar la región. El proyecto Sembrando Vida, que busca recuperar la deforestación provocada por el tren, ilustra el rechazo al patrimonio biocultural, al sustituirlo por especies de ‘valor’ y ‘servicios’ que pueden ser mercantilizados.
Es difícil hablar de un etnodesarrollo o de un desarrollo sustentable en la región. Más aún si entendemos este proyecto como la continuación del modelo colonial y capitalista que ha sido impulsado en México en los últimos 500 años, que vuelve a imponer una sola visión del futuro.
Apostar por un proyecto así, incluso teniendo en cuenta los posibles beneficios económicos en el corto plazo, es perpetuar la lógica que ha conducido a la crisis civilizatoria y al colapso del clima que enfrentamos. Impulsar un verdadero etnodesarrollo implicaría aprender a escuchar las alternativas al desarrollo que ya existen en el territorio.
Pablo Montaño es politólogo y máster en medio ambiente y desarrollo sustentable por la Universidad de Londres. Está especializado en comunicación climática y es coordinador de la organización Conexiones Climáticas y productor y guionista de la serie documental El Tema.
Autor
Candidato a doctor e investigador en la Universidad de Durham (Inglaterra). Sus líneas de investigación son la justicia climática y la transición energética más allá del capitalismo.