En julio de 2022, en la ciudad brasileña de Foz do Iguaçu fue asesinado Marcelo Arruda. Según las investigaciones, Arruda, que estaba vinculado al Partido de los Trabajadores (PT), fue asesinado por un partidario de Bolsonaro, lo que podría considerarse un crimen por motivos políticos. Este hecho fue puesto de manifiesto posteriormente por el Ministerio Público, que presentó la denuncia por un delito de motivación política.
No es nuevo que Brasil sufra con casos de violencia política. Según la encuesta realizada por las organizaciones Justicia Global y Terra de Direitos, se mapearon 327 casos ilustrativos de violencia política desde el 1 de enero de 2016 hasta el 1 de septiembre de 2020. En este periodo se registraron 125 asesinatos y atentados, 85 amenazas, 33 agresiones, 59 delitos, 21 invasiones y 4 casos de detención o intento de detención de agentes políticos, siendo la violencia una práctica que alcanzó a representantes de diferentes siglas y en todas las regiones de Brasil.
El problema de la violencia política también es internacional. En Colombia, según datos del MOE Colombia, entre el 13 de marzo de 2021 y el 13 de junio de 2022, se registraron 751 casos de violencia contra líderes políticos, sociales y comunitarios en el país. El estudio evidencia el aumento de casos letales en un 3,8% en comparación con las elecciones de 2018.
En México, de acuerdo con una encuesta realizada por la organización Data Cívica a través del proyecto «votos entre balas«, de 2018 a 2022 se registraron 749 ataques, atentados y amenazas contra personas activas en el ámbito político y gubernamental, así como contra instalaciones gubernamentales o partidistas. En Estados Unidos, el escenario es similar. En los últimos años, el país ha experimentado índices crecientes de violencia política, que alcanzaron su punto álgido con la invasión del Capitolio en enero de 2021.
Lejos de ser, por tanto, un problema aislado de un solo país, es natural cuestionar este panorama. ¿Por qué aumenta la violencia política? Para reflexionar sobre la respuesta, sugiero que el punto de partida sea otro problema, el de la disminución del apoyo a la democracia.
Según los datos del Latinobarómetro no es una novedad que las democracias estén siendo cuestionadas. El descontento social, unido a otros factores como la pobreza y la falta de respuestas políticas eficaces a los males públicos, hace que los ciudadanos se pregunten si el sistema democrático -tal y como lo conocen- es realmente el mejor modelo. Es notoria la fatiga democrática que cuestiona incluso la permanencia y el reconocimiento de los derechos políticos, ya que hasta el derecho al voto se considera una carga.
Lo que se observa en este contexto es que el aumento de la violencia política es una clara señal, en mi opinión, de la falta e incluso del abandono de los valores democráticos actuales, como el derecho a la disidencia y la tolerancia. En una época en la que la libertad de expresión, símbolo de las democracias liberales, se ha utilizado precisamente para atacar los sistemas democráticos, muestra que muchas cosas están fuera de lugar.
Así, los crecientes niveles de violencia reflejan la necesidad de una acción urgente en favor de la democracia. Es un grito de auxilio que vemos ante nosotros y que, por desgracia, aún no tratamos con la seriedad que deberíamos.
Sin embargo, el registro de casos de violencia política no está al margen de los intentos de justificar su ocurrencia, como si existiera algún tipo de «provocación» a la parte contraria que impidiera la convivencia de posiciones antagónicas en el mismo tiempo y espacio. A menudo vemos el intercambio de acusaciones entre los bandos afectados, siempre uno acusando al otro de los hechos que, al final, comprometen las libertades más básicas. En cada agresión, asesinato o amenaza, no hay sólo una víctima, sino un grupo de personas que se ven afectadas por los hechos.
La violencia política se vuelve aún más difícil cuando se dirige a las mujeres, a los negros, a los indígenas, a las personas LGTBQIA+, etc. Aquí, la agresión viene con la carga de la discriminación, de un discurso opresivo que muestra que estas personas no deben estar en política y que, por su atrevimiento a participar directamente, deben arriesgar sus cuerpos y su salud mental. Nada más lejos del ideal democrático que se ha construido en las últimas décadas.
La actitud de las instituciones tampoco parece estar a la altura de la gravedad de los hechos. En algunos casos, vemos que los mecanismos institucionales de protección simplemente no funcionan, ya sea por falta de capacidad institucional, o incluso porque la ideología violenta puede haberlos contaminado también. Sus ocupantes suelen ser partidarios de prácticas violentas, lo que hace que las instituciones puedan convertirse también en un importante agresor.
Así, las democracias que tratan de resistir los ataques que vienen sufriendo deben también lidiar con sociedades cada vez más fracturadas, incapaces de dialogar, que reniegan de la política y se dejan encantar por los cantos simplistas de las promesas populistas, que indican milagros para problemas esencialmente complejos.
¿Hay alguna solución para este cuadro negativo? Tal vez el comienzo de esa salida esté también en el ámbito de la democracia, más concretamente en la celebración de elecciones. Algunos ejemplos contemporáneos muestran que las sociedades, cansadas de la violencia, buscan en la democracia y en las elecciones, una forma de pacificación social.
De hecho, los procesos electorales fueron concebidos en este contexto. Lo que se vota se elige, no se impone, proporcionando una relación -al menos en apariencia- más horizontal entre todos. Al fin y al cabo, cada persona tiene derecho a un solo voto, y en este momento podemos decir que todos tenemos «el mismo peso», incluso con todas las diferencias existentes en esta expresión.
Las últimas elecciones celebradas en América Latina pueden dar una pista sobre este razonamiento. En procesos muy polarizados y envueltos en un contexto violento, como ocurrió en Chile (2021); Honduras (2021); y Colombia (2022), parece haber prevalecido un amplio acuerdo social en torno a la democracia y las elecciones, que culminó en un momento postelectoral de pacificación. Esta pacificación fue duradera sólo en algunos casos, porque de ello depende el cumplimiento de las expectativas del electorado para la opción ganadora. Sin embargo, el clima de tensión preelectoral que existía fue refutado por la propia sociedad, que quería celebrar elecciones y decir a través de las urnas lo que quería que prevaleciera en ese momento.
Puede que sea una visión romántica de las elecciones, pero creo que son el antídoto más poderoso para alimentar la democracia y hacer frente a la violencia. La violencia busca que la gente no vote, que tenga miedo, que no participe. Las elecciones predican lo contrario.
La estrategia para salvaguardar la democracia puede comenzar con la celebración de elecciones. Elecciones periódicas, libres y justas, basadas en el sufragio universal y secreto como expresión de la soberanía del pueblo, con un régimen plural de partidos y organizaciones políticas, así como la separación e independencia de poderes, tal y como establece la Carta Democrática Interamericana.
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Autor
Doctora en Ciencias Jurídicas y Políticas por la Univ. de Salamanca. Postdoctorado en la Univ. Externado (Colombia) y en la Pontifícia Univ. Católica do Paraná - PUCPR (Brasil). Coordinadora general de la organización Transparencia Electoral Brasil.