Mucho se ha escrito desde 2016 sobre la llamada posverdad. Dada la novedad de lo que pueden hacer las nuevas tecnologías en la manipulación y distorsión de la realidad, de crear mentiras a escala global y creíbles, de las fake news y su viralización, específicamente en la política, parecería como si estuviéramos ante alguna nueva forma de acceso a la verdad, a mejores y más poderosas formas de mentir y distorsionar los hechos.
Pero el problema no es que se mienta a esa escala, sino que no hay referencia común a la búsqueda de la verdad. Se ha perdido la fe en los hechos, en la facticidad, porque la información circula desconectada de la realidad y la verdad se puede construir y deconstruir sin un mundo común que compartir.
El problema no es que se mienta, porque es algo que siempre existió en la política, sino que no haya distinción entre verdad y mentira. Asistimos a una nueva ceguera ante los hechos, porque la verdad se reduce a la impresión subjetiva de cada uno y se constituye en verdad suprema para cada uno, sin necesidad de confrontarla con la facticidad.
El verdadero problema de fondo es que se deja de creer en la verdad, y la realidad queda desconectada de toda la información que circula. El verdadero problema son individuos que no pueden ver a los otros, sino solo a sí mismos encerrados en un subjetivismo ensordecedor que los incapacita para escuchar a los otros.
El problema más grave al que se enfrentan las democracias actuales, cautivadas y sumergidas en el tsunami informativo y el manejo de datos, es algo más profundo y complejo que el impacto de las nuevas tecnologías y del indigerible caudal de información que se produce continuamente. El problema es la desintegración de una cultura común, de una conciencia común de lo real y de mínimos éticos compartidos, todo ello sostenido en un individualismo cada vez menos capaz de comprender la vida junto a otros.
En uno de sus últimos ensayos, el filósofo Byung Chul Han (Infocracia. La digitalización y la crisis de la democracia, Taurus, 2022) analiza el impacto de la digitalización sobre la esfera política y los trastornos que se generan en los procesos democráticos. Tal vez una de las cuestiones más significativas de su análisis, que no aparece tan clara en analistas contemporáneos, es el cambio estructural de la esfera pública y el final de la acción comunicativa, debido al encierro narcisista de nuestro tiempo.
Cuando el smartphone se convierte en un «Parlamento móvil con el que se debate en todas partes y a todas horas», se crean enjambres digitales que publican permanentemente información privada, acelerando la desintegración de la esfera pública: «Produce zombies del consumo y la comunicación, en lugar de ciudadanos capacitados».
La crisis de la democracia es una crisis del escuchar
En un trabajo anterior, el filósofo describe la cultura narcisista en la que vivimos (La expulsión de lo distinto, 2019), enferma de igualitarismo y de un hiperindividualismo subjetivista que es incapaz de escuchar la voz de los otros. Asistimos al fin del discurso, porque el discurso es un movimiento de ida y vuelta. Cuando solo importa mi realidad, mi experiencia, mi visión y nada más, el otro desaparece y, con él, lo fundamental del discurso público.
«La expulsión del otro refuerza la compulsión autopropagandística de adoctrinarse con las propias ideas. Este autoadoctrinamiento produce infoburbujas autistas que dificultan la acción comunicativa». Y a medida que aumenta la autopropaganda, solo crece la escucha de uno mismo y nada más.
Un problema creciente en nuestros días es la incapacidad para separar mis opiniones de mi identidad. Al no poder distinguir a las personas de sus ideas, las personas «se aferran desesperadamente a sus opiniones porque, de lo contrario, su identidad se ve amenazada». En esta situación, Han entiende que cualquier intento de hacer cambiar de opinión a alguien está condenado al fracaso: «No oyen al otro o no lo escuchan… La crisis de la democracia es ante todo una crisis del escuchar».
Aunque la palabra empatía se ha puesto de moda, se la echa en falta, porque el culto al yo nos hace cada vez más sordos a la voz de los demás.
La crisis de la memoria individual y colectiva
Una crisis en la que poco se repara es la ruptura de las tradiciones y la fractura de la memoria individual y colectiva a la que asistimos. Una sociedad que corta y olvida sus raíces pierde sus relatos de sentido, su orientación y significado. La socialización de las nuevas generaciones no las conecta con sus raíces, sino con un caudal de información fugaz y atomizada. No solo hay un desprestigio de la historia, de la tradición y de las raíces culturales, sino que se vive de la novedad y de lo efímero, perdiendo la conexión con una cultura común y por lo tanto con mínimos valores compartidos.
Todos los que han hecho meritorias deconstrucciones, transformaciones y renovaciones de la herencia recibida, conocían muy bien el pasado y sabían sacar de él lo mejor para impulsarse hacia el futuro. Pero cuando se confunde deconstrucción con demolición y renuncia al propio suelo, se queda uno flotando en la nada, a merced de cualquier viento y sin orientación.
No es casual que el gran drama de nuestro tiempo sea la falta de sentido de la vida y el resurgir de manifestaciones fundamentalistas e identitarias que buscan compensar esa pérdida, que buscan atender esa nostalgia de un tiempo perdido y tal vez desconocido.
Se necesita reflexión, profundidad de análisis del pasado y del presente, y recuperar la memoria para no quedar a la deriva. A su vez, la vida humana solo es posible con otros y para ello es necesario volver a verlos, reencontrarse, escuchar y salir del encierro narcisista para que la política sea de verdad búsqueda del bien común y no un espectáculo frívolo de las miserias humanas.
La crisis de la política actual es simplemente un reflejo de la crisis de la cultura occidental que viene hace tiempo olvidando sus raíces y sus valores fundamentales.
*Este texto fue publicado originalmente en Diálogo Político
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Autor
Profesor del Departamento de Humanidades y Comunicación de la Universidad Católica del Uruguay. Doctor en Filosofía por la Universidad Católica Argentina y Magíster en Dirección de Comunicación por la Universidad de Montevideo.