El 3 de septiembre, Estados Unidos lanzó un ataque naval frente a la costa de Venezuela, matando a once individuos que Washington identificó como narcotraficantes. Inmediatamente, el presidente Donald Trump anunció una recompensa de 50 millones de dólares por el presidente Nicolás Maduro y ordenó una oleada naval adicional en la región, presentando la medida como parte de una campaña antinarcóticos. Pero este encuadre oculta una realidad mucho más profunda: esta es la demostración más dramática hasta ahora del retorno de Washington a la coerción militar unilateral, lo cual ocurre en un momento en que el orden internacional liberal yace en desorden.
Este ataque no es un episodio aislado; representa la culminación de varias tendencias superpuestas: el colapso interno de Venezuela, la erosión de las restricciones multilaterales sobre el poder estadounidense, y el resurgimiento de una cosmovisión que equipara la fuerza con la razón. En efecto, señala que las normas que moldearon la política internacional posterior a 1945 ahora cuelgan de un hilo.
Una crisis creada por Venezuela
La situación de Venezuela es en gran medida autoinfligida. Otrora escaparate de la prosperidad latinoamericana, el país se convirtió en víctima de su propia dependencia de los hidrocarburos. Cuando los precios del petróleo se desplomaron durante la década de 2010 y la producción flaqueó bajo una grave mala gestión, los fundamentos económicos se desmoronaron. La hiperinflación alcanzó niveles astronómicos y los bienes esenciales desaparecieron.
Las consecuencias humanitarias han sido catastróficas. Más de siete millones de venezolanos han huido desde 2015 y hoy, Venezuela no es ni un estado fallido ni uno funcional: es un petroestado en caída libre, atrapado entre rivalidades de grandes potencias y redes criminales.
Por qué la fuerza es un espejismo
En este contexto, el recurso de Trump a la acción militar puede parecer decisivo, pero la historia advierte lo contrario. El cambio de régimen por la fuerza es una ilusión peligrosa. Desde Irak en 2003 hasta Libia en 2011, las intervenciones lanzadas con promesas de éxito rápido terminaron en colapso estatal y caos prolongado. La lección es inequívoca: desmantelar regímenes es mucho más fácil que reconstruir estados.
Venezuela no es una excepción. Sus densos bosques, terreno accidentado y fronteras porosas son terreno ideal para la guerra de guerrillas. Los grupos armados, desde remanentes rebeldes colombianos hasta milicias alineadas con el régimen, prosperarían en una insurgencia, evocando la analogía vietnamita: un poder tecnológicamente superior ahogándose en los pantanos del conflicto asimétrico.
Más allá de los riesgos del campo de batalla yacen vacíos estructurales. La burocracia venezolana está destruida; tecnócratas y funcionarios públicos han huido. La oposición, fragmentada y desacreditada, carece tanto de credibilidad como de capacidad. Remover a Maduro sin un plan de gobernanza encendería una guerra civil, profundizaría la anarquía y necesitaría una ocupación extranjera prolongada, probablemente financiada por las reservas petroleras de Venezuela, perpetuando la maldición de los recursos bajo una nueva apariencia.
Esta es precisamente la pesadilla esbozada por analistas como Sean Burges y Fabrício Bastos, quienes advirtieron ya en 2018 que la intervención “desperdiciaría tiempo valioso” mientras empeoraría la fragilidad institucional. Enfatizaron que la supervivencia de Maduro descansa en pactos élite-militares; alterar estos podría hundir a Venezuela en violencia aún más profunda. E incluso si el cambio de régimen tuviera éxito, la ausencia de instituciones implica que la reconstrucción demandaría décadas de control externo sostenido.
El tabú de la soberanía y la reacción regional
El ADN diplomático de América Latina está impregnado del principio de no intervención. No se trata de un ideal abstracto, sino que refleja una memoria histórica colectiva de ocupaciones estadounidenses, desde las intervenciones caribeñas de principios del siglo XX hasta las operaciones encubiertas durante la Guerra Fría. La Organización de Estados Americanos (OEA) ha rechazado en repetidas ocasiones respaldar cambios de régimen promovidos desde el exterior, con el fin de evitar que, en el futuro, ello pueda justificar injerencias en otros lugares.
Incluso si Washington buscara proyectar una fachada de liderazgo regional, la realidad es clara: ningún Estado latinoamericano posee la profundidad logística ni la experiencia estratégica necesarias para encabezar una misión de esa magnitud. Estados Unidos mantendría el control operacional y cargaría con la responsabilidad del inevitable atolladero.
El paralelo Putin y la contradicción de Trump
Aquí, la hipocresía es flagrante. Washington condenó la invasión de Ucrania por parte de Vladímir Putin en 2022 como una violación de la soberanía, pero ahora reproduce la misma lógica. Los paralelismos retóricos son escalofriantes: Trump presenta a Venezuela como una amenaza existencial “narcoterrorista”, un lenguaje inquietantemente similar al discurso de Putin en 2022, que calificó a Ucrania como una entidad artificial y un peligro para la seguridad rusa. Ambas narrativas visten el poder crudo y el neo-imperialismo con el ropaje de la necesidad.
La ironía se profundiza con el reciente encuentro entre Trump y Putin en Alaska. Lejos de expresar una postura de firmeza frente al revanchismo autoritario, la cumbre proyectó una señal de acomodación hacia Moscú en el ámbito internacional, incluso mientras Washington recurre a la agresión en su propio hemisferio. Así como el coqueteo de Trump con Putin en su primer mandato, junto con los ataques a la OTAN y el retraso en la ayuda militar, debilitó a Ucrania, hoy arriesga imponerle una paz dictada por el Kremlin e intervenir violentamente en Venezuela (y, posiblemente, como ha insinuado ominosamente en meses recientes, en Panamá).
El gran desmantelamiento
Pero este ataque beligerante ejemplifica el desmantelamiento sistemático, por parte de Trump, del internacionalismo liberal. A lo largo de dos mandatos, las asociaciones multilaterales han sido destruidas, las oficinas de derechos humanos cerradas y gobernar se ha convertido en una herramienta contundente de coerción. La diplomacia ha cedido ante los tratos y aranceles; la persuasión, ante la coerción abierta.
Lo que emerge es un mundo desatado de los anclajes normativos del orden posterior a 1945, un mundo donde la soberanía es negociable, la ley maleable y la fuerza razón. En este sentido, Venezuela puede erigirse hoy como la lápida de ese viejo orden: una era en la que Estados Unidos, otrora su arquitecto principal, abraza el ethos del revisionismo al que antes decía oponerse. El futuro no es anarquía, sino jerarquía: un sistema de esferas de influencia gobernado por la fuerza bruta, negociaciones transaccionales e ideales desvanecientes de derechos humanos y seguridad colectiva. ¿El arte del trato? No: una era de impunidad.