Tiene alguna ventaja haber retrasado un poco el análisis del balance del primer año del gobierno del presidente Milei, entre otras cosas, porque permite observar las críticas que se han hecho de este aniversario. Desde luego, la gran mayoría de esas críticas proceden de las filas del progresismo, incluyendo en este a la izquierda vieja y nueva. Pero es necesario ser selectivo al respecto. No interesan tanto las invectivas reiteradas o las admoniciones de la extrema izquierda utilizando el término fascismo a discreción, sino las de aquel sector progresista que ya viene de vuelta de aquella idea optimista de que el primer recorte importante de Milei provocaría tales movilizaciones que le sacarían asustado de la Casa Rosada. Ese progresismo más juicioso mira ahora con ansiedad las elecciones de 2025, no vaya a ser que las gane aquel outsider que hace un año llegó a la presidencia sin partido, sin respaldo parlamentario y sin alcaldes. Porque si eso llegara a suceder, el “loco” habría conquistado el Estado en buena medida y su proyecto se prolongaría en el tiempo.
En todo caso, Milei no ha dejado pasar la oportunidad de celebrar su primer año de gobierno. En un trimestre, logró transformar en superávit el inquietante déficit fiscal del país y en un semestre hizo que el IPC pasara del 25% mensual a menos de 3% en octubre; subieron los bonos de la deuda, bajó el nivel de riesgo crediticio y repuntaron las inversiones. Además, Milei está aprovechando los réditos del megarreservorio de gas Vaca Muerta. Todo ello aplicando “el programa de shock más radical de la historia de la humanidad” (la motosierra) sin tener que enfrentar una temida protesta social y con una popularidad bastante intacta (por encima del 50%), mientras la oposición se mantiene dividida, con una derecha tradicional (de Macri) subordinada y un peronismo en plena crisis. Cierto, la pobreza aumentó 11 puntos desde mediados del año anterior, pero ello no parece reflejarse en una disminución correspondiente de su popularidad.
Las criticas a este modelo de parte del progresismo mas juicioso presentan dos elementos sólidos: el mencionado aumento de la pobreza y la difícil sostenibilidad de ese programa económico radical. También se hace una lectura crítica en términos políticos. Pueden mencionarse dos ejemplos destacables de ese progresismo (hispanoparlante): el artículo de Pablo Stefanoni (“De Milei al Mileísmo”) aparecido en la revista Nueva Sociedad y el editorial del diario español El País titulado significativamente “El daño de Milei”.
El balance de Stefanoni pivota sobre la crisis política de la oposición. De hecho, la aprobación de la ambiciosa Ley de Bases de Milei, al menos parcialmente, contó con la totalidad del macronismo, así como con peronistas disidentes y radicales. Es decir, el superminoritario gobierno no ha tenido grandes tropiezos para aprobar la normativa que le favorece, evitando así un choque de trenes entre el Legislativo y el Ejecutivo. Por eso Stefanoni concluye: “Algunos, en la oposición, se preguntan: ¿Y si le sale bien?” Y a continuación responde: “Que le salga bien sería que mejoraran las cifras económicas y que eso se traduzca en un triunfo en las elecciones de medio término de 2025 y en el aumento de la representación en el Congreso”. Pero esto traslada el eje de su análisis: que le salga bien ya no depende de lo mal que lo haga la oposición, sino del conjunto de la sociedad argentina. Y, desafortunadamente, Stefanoni evita sondear en las entrañas de la ciudadanía y su cultura política.
El caso del editorial del diario El País tiene una referencia distinta. Su crítica es mucho más comprometida, porque este diario ha devenido en el apoyo cultural y político del modelo de gobernanza opuesto: el progresismo deificado. De hecho, el gobierno de Pedro Sánchez cumple con todos los supuestos que Milei gusta de caricaturizar: una economía expansiva y una fiscalidad a crédito, un modelo político basado en mayorías parlamentarias oportunistas y una cultura política convencida de su superioridad moral.
Sánchez repite que en un sistema parlamentario no gobierna quien gana las elecciones sino quien consigue obtener el apoyo de la mayoría en el Congreso. Pero eso tiene sus límites: obtener el apoyo de grupos que son contrarios al programa electoral que se ha presentado, obliga a modificar el contrato adquirido con el electorado. Recuerda bastante a la idea de Marx (Groucho): “Yo tengo mis principios, pero si no le gustan tengo otros”. Es decir, se trata de un modelo fraudulento de gobernanza. Algo que obliga a situarse en una perspectiva de permanente fuga hacia adelante. El modelo necesita profundizarse para resistir: más expansivo, más fenicista, mas autoreferente. “Somos un referente mundial” ha dicho Sánchez en el reciente congreso del PSOE.
Por eso la crítica al modelo opuesto del diario madrileño es absoluta: Milei produce un daño irreparable. Y puede que tenga razón. Pero aplicando esa misma lógica, habría que preguntarse si apoyar un modelo fraudulento de gobernanza no produce también un daño considerable. El editorial de El País concluye: “No todo vale a cambio de reducir la inflación”. Cierto, pero tampoco todo vale para mantenerse en el gobierno.
En realidad, ese es el drama de este tiempo: dos modelos radicales de gobernanza, opuestos pero que se retroalimentan. El uno es la reacción consecuente del otro. Puede que ninguno sea sostenible, pero mientras duren provocarán el sufrimiento y la división interna de los países.
Autor
Enrique Gomáriz Moraga ha sido investigador de FLACSO en Chile y otros países de la región. Fue consultor de agencias internacionales (PNUD, IDRC, BID). Estudió Sociología Política en la Univ. de Leeds (Inglaterra) con orientación de R. Miliband.