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Los nuevos bárbaros

Desde la izquierda, los dos últimos presidentes mexicanos han elevado al inmigrante al estatus de héroe, al nivel del viejo luchador o guerrillero antimperialista de décadas pasadas.

La disputa de Inglaterra y Francia por el dominio de los mares, durante todo el siglo XVIII, es uno de los epígrafes imprescindibles en toda Historia Universal escrita, según el discurso hegemónico de los centros de poder global, incontrastables hasta hace muy poco. Según tal discurso, ese diferendo centenario, que venía desde las postrimerías del siglo XVII, terminó con la derrota definitiva de Napoleón en Waterloo, su posterior confinamiento en la Isla de Santa Elena y la conversión de los océanos y mares del planeta en un mare nostrum británico, durante todo el siglo XIX y hasta bien entrado el XX. Sin embargo, si se es respetuoso con la verdad histórica y no solo nos dejamos llevar por la narrativa del vencedor, se debe admitir que ese dominio británico de los mares se consiguió una década antes, en Trafalgar, donde no solo se enfrentaron las marinas francesa e inglesa, sino también la del Imperio Español, la cual en la segunda mitad del siglo XVIII, y hasta Trafalgar, fue comparable a la francesa y solo cedía a la inglesa a nivel global.

En verdad la disputa anglo-francesa por el control de los mares, y consecuentemente del mundo, desde fines del siglo XVII, se superpuso a una anterior, que la precedía un siglo, entre Londres y el Imperio Español. No puedo aquí abundar en detalles, dadas las características del lugar desde donde escribo este trabajo, pero la realidad histórica es que el dominio anglosajón del mundo, desde principios del siglo XIX hasta todavía hoy, no se consiguió solo al derrotar a Francia, en la llamada Segunda Guerra de los Cien Años, sino sobre todo al lograr desintegrar al Imperio Español en un conglomerado de entidades políticas en teoría independientes (aquí incluyo a España misma), altamente inestables, que Londres y más tarde Washington convirtieron en dependencias económicas suyas, o, como se decía hace algunos años, en neocolonias. Fue en gran medida sobre esas dependencias que el mundo anglosajón pudo reordenar el Sistema Mundo a su favor, y convertirse en su Centro indisputado, al acarrear tras de sí a los restos del Imperio Español, y aportarlos como Periferia.

Hoy, por cierto, somos todavía dependencias de ese mundo anglosajón, incluso en casos extremos como Cuba, que se ha propuesto dejar de serlo, pero al precio de renunciar a vivir como una nación de su tiempo según los estándares de vida del mismo. En un final no puede interpretarse de otro modo el continuo lamento del régimen cubano de que sin relaciones económicas normales con los Estados Unidos (a pesar de mantenerlas con todo el resto del planeta) el país no podrá acceder al desarrollo, y su destino es necesariamente el presente proceso de haitianización en que vivimos.

No obstante, hay que reconocer que los tiempos han cambiado, sobre todo a partir del salto al desarrollo de China en los últimos 40 años. Aunque el mundo hispano, sobre todo el de este lado del Atlántico, continúa en el papel de dependencia, de periferia del Sistema Mundo nacido en las ciudades italianas del Renacimiento, el resurgimiento de China ha permitido cierta libertad de movimientos a las naciones hispanas, al poder aprovechar a su favor las diferencias entre las grandes potencias que se diputan la hegemonía del mundo. Pero esa mínima ventaja solo existirá mientras la disputa se mantenga. Los hispanos debemos preguntarnos qué sucederá con nosotros, y nuestro lugar en el mundo, si, como parece, China termina por desplazar a EE. UU. como hegemón global.

Lo ocurrido desde la primera década de este siglo, cuando el boom de las materias primas trajo a América Latina una era de relativa prosperidad, hasta la actualidad, con industrias como la acerera latinoamericana a punto de desaparecer ante su incapacidad de competir con las gigantescas capacidades industriales chinas, nos da una visión poco favorable. En sus relaciones con China, las naciones hispanas han retomado su viejo papel de dependencias económicas, de suministradoras de productos de bajo valor agregado.

Algo más ha cambiado: la demografía. Si en la época en la que se escribió el ensayo Nuestra América al sur del Río Bravo habitaban menos personas que en la Francia de entonces, y mucho menos de la mitad de la población de los Estados Unidos contemporáneos de José Martí, hoy el potencial humano de los remanentes del Imperio Español es claramente superior al de los anglosajones en nuestro hemisferio. Si hacia 1889 la población de los EE. UU., casi diez veces superior a la mexicana, hacía creíble la posibilidad de que los anglosajones desplazaran de México al tipo hispano al inundar a la antigua “Nueva España” con “viejos americanos” e inmigrantes europeos anglicanizados, hoy, si pretendiéramos representar al humano típico del Hemisferio Occidental, el tipo humano más habitual en él, la selección justa y apegada a la realidad sería producto del primer melting pot de la modernidad, esa mezcla de indígena, africano y europeo, sobre todo meridional, que nació en las tierras americanas, y hasta españolas del Imperio Español. Tierras virreinales, o de Capitanías Generales y Presidios, en las que, a diferencia del mundo colonial anglosajón o francés, la mezcla fue la norma.

Al presente el “americano”, el emigrante o descendiente de los emigrantes anglosajones originales, y el emigrante europeo continental convertido a los valores y a la cultura anglosajona, no representan un peligro real para el mundo hispano, y es ya poco creíble que lleguen alguna vez a desplazar de Quito, Ciudad de México o incluso Buenos Aires al hispano, como era potencialmente posible en tiempos de José Martí. Es el hispano quien amenaza con desplazar a aquel de la parte norteña de nuestro hemisferio, sobre todo de los EE. UU., en donde se ha convertido nada menos que en la primera minoría nacional.

Si la pervivencia de alguna cultura está hoy amenazada en el Hemisferio Occidental no es la hispana, sino la anglosajona. Los intentos actuales de los EE. UU. de regresar al aislacionismo decimonónico, para mantener la pureza de lo anglosajón fronteras adentro, y con el fin de evitar en lo concreto la creciente influencia de lo hispano, están condenados al fracaso. Al menos si no ocurriese un giro dramático de las circunstancias presentes, o mediatas, como por ejemplo un inesperado incremento de los índices de natalidad entre la comunidad “blanca” de los EE. UU.

Esa constatación de la irrealidad de regresar al aislacionismo decimonónico ha motivado que dentro del republicanismo estadounidense hayan surgido otras visiones del asunto, que proponen no la exclusión de los hispanos, sino más bien ganarlos a su cultura y valores, por lo menos en cuanto al minarquismo y al conservadurismo. Propuesta no tan irreal en lo segundo, dada la natural tendencia de nosotros los hispanos a lo conservador, aunque un tanto más difícil en lo del minarquismo, dada nuestra inclinación más bien hacia el paternalismo y el clientelismo político. En todo caso, el avance de las Iglesias protestantes en el tradicionalmente católico mundo hispano, durante los últimos cien años, demuestra que la transculturación de lo hispano hacia lo anglosajón no es imposible. Difícil, sin duda, pero no irreal.

Pero independientemente de que sea posible, o no, convertir al hispano a los valores de la libertad de los anglosajones, en el mundo presente, a menos que se dé un cambio radical de las circunstancias presentes, los aislacionismos y la pretensión a mantener la pureza étnica no llevan a ninguna parte. El mundo de hoy, aunque no abandone del todo la anterior tendencia globalizadora, se dirige, en el contexto de la lucha por la hegemonía del mundo, hacia la integración de bloques económicos supranacionales y el mantenimiento de zonas de influencia bastante exclusivas por las tres o cuatro grandes potencias que se disputan la hegemonía global (China y EE. UU.), o por lo menos pretenden mantener su soberanía al mayor nivel posible (Rusia).

A esta imposibilidad de los EE. UU. de replegarse sobre sí mismos, y de conservar la pureza étnico-cultural anglosajona, se suma la imposibilidad de los pueblos hispanos de alcanzar una unión política o económica mínimamente efectiva. Ni los sueños de hacer resurgir al Imperio Español, desde la derecha, sin sentido después de que España prefiriera hacerse europea, y muchísimo menos los de la izquierda, de unir a la América Latina en el bolivariano, tienen realidad en el presente y en el futuro inmediato.

Como más de un observador atento de la realidad ha escrito desde fines del siglo XIX, existen “Américas Latinas”, pero no algo como una América Latina. Desengañémonos, lo que unía al mundo hispano era su pertenencia al Imperio Español. Originado el mundo hispanoamericano en la voluntad de un lugar ajeno, la España de Isabel y de Fernando, y establecido sobre una variedad de realidades geográficas y culturales previas, tras su separación de España el mundo hispano solo podía avanzar hacia la disgregación, y en general hacia una evolución divergente. Concebido como unidad económica el Imperio Español, a sus partes, convertidas de la noche a la mañana en unidades “independientes”, solo les quedaba buscarse otro supra sistema nacional al cual integrarse y subordinarse, al llegar de últimas y sin mucho que ofrecer.

Incluso hoy no hay mucho de común entre un boliviano del altiplano, un uruguayo o un dominicano. Lo que hay de común entre ellos procede de su pertenencia previa al Imperio Español, pero también, por qué negarlo, de la influencia uniformadora del mundo anglosajón, en especial de los EE. UU., sobre todo a partir de los años 50 del pasado siglo.

No existe algo así como una “civilización latinoamericana”. Esa octava civilización, criatura de Huntington, solo cumple un objetivo: justificar la posición aislacionista del autor de Conflicto de civilizaciones, al menos con respecto al sur del hemisferio. De haber sido consecuente con su interpretación, Huntington, que reconoce la religión como factor fundamental al delimitar las civilizaciones, habría tenido que hablar de cristiandad, tal civilización incluiría a su Occidente, a su América Latina, y a la cristiandad ortodoxa, como no tiene problemas en hacer con el mundo islámico, en cuya civilización reúne sin escrúpulos a sunitas y chiitas. Es más que evidente la intención de Huntington de reservar a Occidente como una civilización hecha a la medida de los EE. UU., en la cual se ha incluido a las naciones que no representan un peligro migratorio para su país, no tanto a las que con ellos comparten (como afirma Huntington), desde hace mucho, ciertos valores y caracteres comunes. Si eso fuera cierto, si por ejemplo fuesen los valores comunes de gobierno democrático los que han trazado la delimitación de Occidente, Costa Rica, con más de 80 años sin autoritarismo, merecería pertenecer a él con mucha más razón que España, o Portugal, donde la democracia no alcanza todavía la media centuria. No hablemos de lo forzado de incluir en Occidente a los EE. UU. o Gran Bretaña, con siglos de tradición democrática establecida, junto a Alemania o Austria, donde todavía esta no llega al siglo, y de hecho fue impuesta desde afuera, tras la derrota de la Alemania Nacional Socialista en 1945.

Los EE. UU., sobre todo los conservadores, están obligados por la necesidad histórica a mirar hacia la América hispana, que a su vez lo está a mirar hacia los EE. UU. Estos últimos porque, en el “brave new world” que parece estar conformándose, ya no peligraría su idiosincrasia, su ser, a nivel más o menos superficial, como hoy ocurre ante el hispano, aunque tan cristiano como ellos, y con el cual comparte tantos otros valores, costumbres o interpretaciones de la realidad, como por ejemplo el conservadurismo o la escasa afinidad por el wokismo, sino de una manera fundamental, al amenazar con convertirlos en una potencia secundaria, y hasta penetrada de una manera radical por la muy diferente civilización extremo-oriental, hasta los niveles imaginados en Blade Runner o El hombre del castillo de la colina. Por su parte, la América hispana necesita mirar hacia EE. UU. porque solo al convertirse en los pueblos bárbaros del siglo XXI que vienen a traer sangre nueva al viejo Imperio “Americano” podrán aspirar con realismo a superar el estado de dependencia crónica, y consecuente limitación de sus capacidades, que les dejó su desconexión apresurada al sistema político y económico, en el cual en todo caso se constituyeron en unidades: el Imperio Español.

A los hispanoamericanos solo nos queda penetrar y fundirnos con la cultura estadounidense para crear un nuevo humano que con mayor propiedad merezca ser llamado “americano”, aunque con sus variaciones naturales según la latitud o el devenir histórico de su particular ubicación geográfica. Un americano cristiano, bilingüe, que adopte como suyas muchas de las virtudes y valores de lo anglosajón que a nosotros nos faltan, como ante la política o el trabajo, pero sin perder lo mejor y esencial de la cultura de nuestros mayores.

Ya ha sucedido: así fue como los germanos se situaron y ascendieron en las jerarquías de poder global, hasta incluso dominar el Sistema Mundo, siglos después de fundirse con los remanentes del Imperio Romano de Occidente. ¿Qué hubiera pasado con esa colección de tribus y hordas de humanos rubios y ojiclaros de no haber entrado en contacto con el Imperio en decadencia al sur, y con la religión en ascenso en él, el cristianismo? Muy difícil definirlo, pero en todo caso sus probabilidades de llegar a la posición que como europeos occidentales han llegado a disfrutar habrían sido definitivamente mucho menores.

La última guerra abierta entre anglosajones e hispanos, la de las Malvinas, o islas Falkland, terminó hace más de cuarenta años. Es cierto que se mantienen abiertos frentes de conflicto, de media o baja intensidad, como es el caso de Cuba, donde una casposa clase política se aferra al irredentismo, porque sabe que solo así puede sobrevivir, y que del lado estadunidense todavía es popular la vieja idea del aislacionismo. Mas los vientos soplan en dirección contraria a las pretensiones de las élites aislacionistas, bolivarianas y de quienes sueñan con restituir el Imperio Español. No en balde, desde la izquierda, los dos últimos presidentes mexicanos han elevado al inmigrante al estatus de héroe, al nivel del viejo luchador o guerrillero antimperialista de décadas pasadas, gracias a quien México recupera, para el tipo hispano, las tierras que los EE. UU. le arrebataron a ese país a mediados del siglo XIX.

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Graduado en Formación Literaria por el Centro Onelio Jorge Cardoso y en Educación Sociopolítica por el Instituto Superior de Ciencias Religiosas a Distancia San Agustín, de la Univ. Católica de Valencia San Vicente Mártir.

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