Cuando la presidenta Dilma Rousseff sufrió el golpe parlamentario en 2016, el plan de los principales actores implicados era claro: la presidencia saldría de las manos del Partido de los Trabajadores (PT), de izquierdas y ganador de las últimas cuatro elecciones, y caería en sus manos.
Inmediatamente, el Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB), hasta entonces parte de la base del PT, asumió la presidencia a través del vicepresidente Michel Temer. Era la tercera vez que el partido ocupaba el cargo, siempre a través de vicepresidentes. Mientras que el derechista Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB), principal opositor del PT, y quien había sido derrotado en segunda vuelta en cada una de las últimas cuatro contiendas, creyó que de esta manera finalmente ganaría las elecciones.
En contra de las previsiones, las críticas al PT y la posterior condena de Luiz Inácio Lula da Silva, líder del partido, favorecieron la llegada al poder de Jair Bolsonaro.
La búsqueda de la «tercera vía»
Tras el golpe, los grandes medios de comunicación persiguieron al PT de forma parcial, imaginando que la política tradicional, alineada con sus socios del empresariado volvería al modus operandi habitual. Se sumaron, además, a esa visión elitista y antidemocrática, los miembros vinculados al caso Lava Jato en el Poder Judicial y el Ministerio Público Federal.
La operación culminó con la detención de Lula en 2018 en un juicio repleto de irregularidades. A partir de entonces, el candidato que iba en segundo lugar, Jair Bolsonaro, pasó a liderar las encuestas. El político, que hasta entonces había sido irrelevante y era más conocido por defender la tortura y el autoritarismo, logró la hazaña de convertirse en presidente. Pero nunca lo habría logrado si no hubiese sido por el consorcio que sacó al PT del poder.
Quienes imaginaron que la salida del PT premiaría a algún sector más «equilibrado» de los defensores del mercado se equivocaron. La criminalización de la política no sólo afectó a la izquierda, sino también a la derecha que protagonizó el golpe en 2016 y trató de contraponerse como una «tercera vía» equilibrada.
Actualmente, el regreso de Lula como potencial candidato refuerza la tendencia del PT a ser el principal opositor del bolsonarismo. Sin embargo, la llamada «tercera vía», que incluye a varias figuras destacadas como algunos gobernadores del PSDB, busca repetir la narrativa antipetista.
Las Fuerzas Armadas y la consolidación de una cuarta vía
Mientras el «centro democrático» dice oponerse al autoritarismo de Bolsonaro que ayudó a hacer posible, se consolida una cuarta vía. Desde el golpe, se ha producido una militarización de la política brasileña, que se ha acelerado durante el período Bolsonaro.
Ya en las protestas contra Dilma Rousseff podían verse consignas reclamando el regreso de los militares. Tras la destitución y asumir como presidente, Michel Temer designó a diferentes comandantes en su gabinete, entre ellos el ministro de Defensa, algo que no había ocurrido en más de 15 años. Además, autorizó una intervención militar federal en la política de seguridad de Río de Janeiro con poderes sobre el propio gobernador.
Más tarde, Bolsonaro, un capitán retirado, eligió en su campaña al general Hamilton Mourão para ser su vicepresidente. Y una vez elegido nombró a militares para un número récord de puestos en el gobierno. Incluso colocó a un general como ministro en la cartera de Sanidad, tras despedir a los médicos que juzgaron que su política negacionista de la pandemia iba demasiado lejos.
Debido a la presión del partido gobernante en el Congreso, recientemente Bolsonaro tuvo que destituir a regañadientes al ministro de Asuntos Exteriores, Ernesto Araújo. El ministro se desgastó después de ofender repetidamente a China, pegarse a Donald Trump y obstaculizar la compra de vacunas, como quería Bolsonaro.
Poco después, el presidente hizo nuevos cambios en los ministerios para asegurar una lealtad incondicional. Nombró a un delegado de la Policía Federal como nuevo Ministro de Justicia con el fin de garantizar el apoyo de los policías. Y nombró a una diputada de primer mandato para que fuera su articuladora política, con la intención de facilitar acuerdos con sectores clientelistas del Congreso.
Sin embargo, la destitución del general que ocupaba el Ministerio de Defensa es el caso más complejo. Este había declarado que las Fuerzas Armadas son instituciones de Estado y no de gobierno y se negó a apoyar el estado de sitio que Bolsonaro estaba planeando. Poco después de su dimisión, los mandos de las tres Fuerzas Armadas también entregaron sus cargos, algo inédito en el país. Si Bolsonaro quería demostrar que mandaba, el resultado fue el contrario.
Sin embargo, hay generales que aún le son fieles, como el actual jefe del Gabinete de Seguridad Institucional y su asesor especial, ambos con antecedentes recientes de amenazas al Tribunal Supremo.
Como las Fuerzas Armadas actúan sin transparencia, es difícil prever lo que pasará. Pero es poco probable que esta ala más radical se retire de la política, como recomendarían sus deberes constitucionales. Aunque están atrincherados en las estructuras de gobierno, su movimiento para despegarse de la erosionada imagen de Bolsonaro como paria internacional, denominado “genocida” por sus compatriotas por contribuir activamente para una mortandad sin paralelos en esta pandemia. Este podría ser el camino para que las Fuerzas Armadas vuelvan a la presidencia, sin un torpe intermediario. La última vez que lo hicieron, permanecieron 21 años violando los derechos humanos.
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Foto de Palácio do Planalto em Foter.com
Autor
Profesor de la Escuela de Ciencia Política de la Univ. Federal del Estado de Rio de Janeiro (UNIRIO). Doctor en C. Política por IESP/UERJ. Coord. del Centro de Análisis de Instit., Políticas y Reflexiones de América, África y Asia (CAIPORA / UNIRIO).