Brain rot fue la “palabra del año” para 2024, según la tradicional elección anual de Oxford University Press, la editorial universitaria más grande del mundo. Traducida como “podredumbre cerebral”, la brain rot se refiere al deterioro del estado mental o intelectual de una persona, visto especialmente como resultado del consumo excesivo de material considerado banal o poco desafiante. El aumento del 230% en la frecuencia de uso del término entre 2023 y 2024, según Oxford, refleja las preocupaciones de la sociedad sobre los posibles impactos del uso prolongado de la tecnología digital para consumir contenidos irrelevantes, acríticos y de baja calidad. Más concretamente, esta preocupación afecta a los padres y tutores de niños y adolescentes que acceden a las redes sociales digitales a edades cada vez más tempranas y de forma cada vez más adictiva.
Un síntoma de ese sufrimiento parental es el fenómeno de ventas, en Brasil y en el exterior, del libro “La generación ansiosa: cómo la infancia hiperconectada está causando una epidemia de trastornos mentales”, de Jonathan Haidt. La psicóloga social forma parte de un grupo de investigadores que han destacado la estrecha relación entre la explotación comercial de las plataformas de comunicación digital y el aumento de las tasas de depresión, ansiedad y otros trastornos mentales durante los últimos 15 años, precisamente el período en el que se ha producido un desarrollo acelerado de la inteligencia artificial, las redes sociales y el aprendizaje automático. Estas técnicas avanzadas que generan la producción y circulación de información en formato digital han sido utilizadas por los principales conglomerados tecnológicos para estimular la producción intermitente de datos personales por parte de los usuarios de sus servicios.
Como ya es sabido, en prácticamente todos los modelos de negocio estructurados en torno a plataformas digitales, los datos producidos por los internautas representan hoy un input indispensable, ya sean datos de geolocalización (fundamentales para plataformas de transporte como Uber o de reparto como iFood), gustos y preferencias (como las que utilizan Amazon, YouTube y Netflix para sugerir productos y recomendar contenidos audiovisuales), o todo ello junto y mezclado con datos de likes, comentarios y shares, como es habitual en redes sociales como Facebook, X, Instagram y Tik Tok. Cuanto más tiempo pase un usuario interactuando en una plataforma, más datos personales producirá.
En un esfuerzo por captar la atención, los contenidos presentados en redes sociales y páginas de noticias apelan muchas veces a la reacción emocional, no mediada por la racionalidad, que comunica con el inconsciente y lo no domesticado, para captar la mirada, dilatar las pupilas y movilizar pulgares e índices, aunque sea por un momento fugaz.
La arquitectura de las plataformas también está diseñada con este objetivo, como se puede comprobar en el scroll infinito de las redes sociales, un tipo de gamificación inspirada en las máquinas tragamonedas de casinos y bares, que estimula los dedos nerviosos en la adictiva búsqueda de monedas informativas.
La desventaja de la economía de la atención, como lo expresó el economista Herbert Alexander Simon, es que la riqueza de información resulta en pobreza de atención. Esta es la condición actual de hiperinformación que provoca falta de atención, incapacidad de concentración, compulsión y ansiedad en los individuos. A medida que las personas reciben recordatorios, notificaciones y empujoncitos constantes mediante dispositivos electrónicos que entregan información en masa y a menudo cortada en pequeños espasmos de texto, video o meme, se vuelve cada vez más difícil mantenerse concentrado en actividades que requieren concentración, como leer un libro o incluso ver una película o un programa musical.
Siendo la cultura una dimensión que presupone la posibilidad de una atención profunda y contemplativa por parte de los seres humanos, el filósofo Byung-Chul Han sostiene que el exceso de estímulos, informaciones e impulsos provenientes de las tecnologías de la inf
ormación, combinado con la exigencia de rendimiento (tanto en el trabajo como en la vida personal que se comparte en las redes sociales), tiende a desplazar la atención profunda hacia una forma de “hiperatención”, es decir, una atención dispersa que cambia rápidamente el foco entre diferentes actividades y fuentes de información.
Además de afectar la salud mental y la capacidad de concentración de las personas, la circulación libre y no regulada de desinformación y negacionismo científico y ambiental en las redes digitales alimenta el extremismo fascista, alimenta los movimientos antivacunas y crea un entorno de contaminación informativa que perjudica la lucha contra el calentamiento global, aliment el discurso de odio contra grupos vulnerables. El uso político de lo que Marco Schneider llama desinformación digital en red, con la persecución a gran escala de noticias falsas con el objetivo de manipular la opinión pública e interferir en las contiendas electorales, se pudo ver en las acciones de la empresa Cambridge Analytica durante las campañas de Trump en Estados Unidos, y el Brexit, en el Reino Unido, ambos en 2016.
Revelado en 2018 por el ex empleado Christopher Wylie, el escándalo de Cambridge Analytica implicó la extracción de datos personales de más de 80 millones de usuarios de Facebook, lo que obligó al propietario de la plataforma, Mark Zuckerberg, a comparecer en un interrogatorio de cinco horas ante el Senado estadounidense. El caso fue tan grave que el interrogatorio del multimillonario fue transmitido en vivo por televisión, y se le pidió a Zuckerberg un mayor esfuerzo e inversión en combatir la desinformación y moderar el discurso de odio en el ecosistema digital –su empresa, Meta, ahora controla cuatro grandes plataformas de comunicación. Facebook, Instagram, Whatsapp y Threads), y solo Facebook tiene más de 3 mil millones de accesos diarios.
Durante la administración Trump, cuya cuenta de Facebook fue bloqueada por Zuckerberg a raíz de la invasión del Capitolio, el magnate de las redes sociales se jactó de trabajar con más de 100 organizaciones en 60 idiomas para combatir la desinformación en sus plataformas. Ahora, con Trump de regreso en el poder, el dueño de Meta sale públicamente -exactamente cuatro años después de prohibir al extremista republicano de la red azul- diciendo que «trabajará con el presidente Trump para combatir a los gobiernos de todo el mundo que están atacando a las empresas estadounidenses y presionándolos para que haya más censura”, y declara que se deshará de los verificadores de hechos y relajará los filtros que moderan el contenido en Facebook, Instagram y Threads, para “garantizar que las personas puedan expresar sus creencias y experiencias”.
Para Zuckerberg y los accionistas de Meta, la medida significa no solo un ahorro inmediato de miles de millones de dólares que ya no se gastarán en moderación de contenidos, sino también un potencial aumento de las ganancias a través de la intensificación de los enfrentamientos políticos que generan “engagement” en las redes sociales. El efecto previsible de esta medida es una mayor permeabilidad de la red a la circulación de desinformación y discursos de odio, especialmente dirigidos a la comunidad LGBTQIAPN+, como se evidencia en la autorización a los usuarios, en función de sus creencias políticas o religiosas, de compartir denuncias de enfermedad mental o anormalidad cuando se basa en el género o la orientación sexual.
Y para los miles de millones de individuos que utilizan las redes sociales de Zuckerberg, la consecuencia esperada es un aumento de la podredumbre cerebral de la que habla este texto, acompañada de trastornos obsesivo-compulsivos, agitación, depresión, irritabilidad, insensibilidad empática y todo tipo de trastornos psicosomáticos. Queda por ver si la gente y los gobiernos de todo el mundo están de acuerdo con esa meta.
Autor
Investigador del Instituto Brasileño de Ciencia y Tecnología de la Información (IBICT) y profesor del Programa de Posgrado en Ciencia de la Información del IBICT/UFRJ.