Las próximas elecciones presidenciales en Colombia pondrán fin a cuatro años de involución democrática e inacción del presidente Iván Duque, que deja un país en peor situación que la que heredó. Esto resulta inasumible cuando, precisamente, su predecesor, Juan Manuel Santos, había conseguido, a lo largo de sus ocho años de presidencia, mejorar todos los indicadores sociales y económicos del país, además de cerrar un proceso de paz con las FARC-EP con el que se ponía fin al conflicto armado más longevo y violento del continente.
Durante los cuatro años de Iván Duque la imagen exterior del país ha perdido enteros. A pesar de que éste ha tratado de proyectar su imagen ante los principales organismos internacionales como la de un presidente comprometido con la paz y la prosperidad social, existe una clara disonancia entre su plano discursivo y la realidad de los hechos.
Indudablemente, su condición de uribista, que es con la que llega a la presidencia, le obligó de partida a renunciar a muchos de los hitos obtenidos durante el período 2010-2018. Primero, y por razones obvias, su gobierno cuestionó la esencia del Acuerdo de Paz. Es por ello que su máxima gubernamental fue la “paz con legalidad”, a la vez que cuestionaba la integralidad jurídica del Acuerdo.
El gobierno de Duque ejerció un saboteo institucional de baja intensidad hacia aquellos puntos del Acuerdo que más chirriaban al conservatismo y al uribismo en particular como la justicia transicional, la comisión de la verdad o la participación política de los excombatientes. De hecho, según el Instituto Kroc de la Universidad de Notre Dame, encargado de hacer seguimiento a la implementación de la paz, el nivel de cumplimiento íntegro de este gobierno ha sido de un 2% anual.
Por otro lado, en materia de seguridad y orden público, el país es considerablemente más violento que hace cuatro años. La aparente respuesta amparada en la militarización de la seguridad, que intenta exhibir falazmente las capacidades de un Estado “fuerte”, más bien dejan entrever la falta de una hoja de ruta adaptada a las exigencias del post-Acuerdo.
La experiencia nos dice que, tras la firma de un Acuerdo de Paz, lo habitual es que aumente la violencia. El control del territorio, la atomización de la disputa por los recursos ilícitos entre los actores y la desideologización de los grupos disidentes, sumado a la precariedad institucional terminan siendo prioridades y urgencias desatendidas.
Pero el gobierno actuó como si nada hubiera cambiado, y en lugar de aprovechar el Acuerdo para impulsar nuevas políticas públicas en favor de fortalecer la descentralización territorial, la democracia local y la recomposición del tejido social, optó por un discurso simplista que no se corresponde con una realidad que reclama mayores y mejores mecanismos de respuesta.
Así, a la proliferación de disidencias de las otrora FARC-EP, grupos criminales de impronta local y un aumento de la geografía de la violencia y de las capacidades operativas de algunos grupos, como el ELN o el Clan del Golfo, se suma la inoperancia en los esquemas de protección. De hecho, desde la firma de la paz, en noviembre de 2016, han sido asesinados casi 2.000 líderes sociales y más de 300 exintegrantes de las FARC-EP.
Por otra parte, ha aumentado el descontento social hasta el punto de alimentar dos paros nacionales, en 2019 y 2021, además de multitud de episodios de protestas ciudadanas y altercados callejeros que han mostrado la incapacidad para el diálogo de un gobierno que sigue entendiendo que los derechos son patrimonio de la concesión y que el conflicto social es sinónimo de violencia.
Todo esto, con el fin de evitar reconocer mecanismos de diálogo y reconocimiento con la sociedad civil y, más bien, reivindicar la necesidad de mayores necesidades de militarización, con la correspondiente criminalización de la protesta.
Pero, la realidad es otra. El Acuerdo de Paz, más allá de poner fin al conflicto con las FARC-EP, ha servido para abrir un nuevo escenario de reclamos sociales y políticos que durante décadas han sido opacados por la violencia. De la misma forma, ofrece a la ciudadanía la disposición de nuevos repertorios de movilización, desprovistos de la presencia de actores armados, a la vez que libera un espacio para la izquierda que, en inicio, debe servir para mejorar la calidad de la democracia en el país.
No obstante, todo lo anterior no van más allá del plano de la suposición en tanto que, de acuerdo con varios medidores de calidad democrática y electoral, la premisa de entender que la democracia mejora tras la firma de un Acuerdo de Paz, en el caso de Colombia, arroja resultados más que cuestionables.
La pandemia ha servido igualmente para mostrar las contradicciones y debilidades de uno de los Estados más desiguales del mundo. El índice de pobreza multidimensional es de los peores del planeta y los umbrales de población por debajo de la línea de pobreza han retrocedido casi dos décadas, superando el 40%. Por supuesto, no ayuda un Estado profundamente (re)centralizado, en donde la informalidad laboral afecta a casi dos terceras partes y cuya estructura tributaria es una de las más regresivas del continente.
Este intrincado escenario es el que deberá asumir el futuro presidente. Pero antes deberá dirimirse la disputa electoral, la cual, en primera vuelta, todo invita a pensar en que será el otrora alcalde de Bogotá, Gustavo Petro, quien resulte la fuerza más votada. Sin embargo, es improbable que obtenga más del 50%, de manera que el resultado final se resolverá en la segunda vuelta prevista para el 19 de junio.
Por otro lado, las encuestas más fiables dan como segundo candidato más votado al conservador Federico Gutiérrez. Esto era impensable hace unos meses, cuando parecía que la presidencia de Colombia la disputarían Gustavo Petro y Sergio Fajardo. Sin embargo, la tendencia a la baja de Fajardo ha sido inversamente proporcional al respaldo que Gutiérrez ha obtenido de medios como Semana o RCN, de los partidos tradicionales, como el Partido Liberal y el Partido Conservador, así como de los expresidentes César Gaviria o Andrés Pastrana.
Es como si durante estos últimos dos meses la máxima de “todos contra Petro” hubiera permitido cerrar filas sobre un candidato capaz de imbricar extremos disímiles.
Tres factores que decidirán la elección
Hay tres factores que decidirán la elección. Primero, la capacidad de movilización, favorable, pero también desfavorable, que acompaña a Gustavo Petro. Sus errores de campaña y la apuesta por Francia Márquez como vicepresidenta, si bien han consolidado su posición de izquierdas, han lastrado cualquier viraje al centro.
Segundo, ha de verse qué sucede con el comportamiento del votante más moderado, inicialmente alineado con la Coalición Centro Esperanza de Sergio Fajardo, y que ha de moverse sobre un continuum profundamente centrífugo y altamente polarizado. Tercero, y como contrapeso, estaría la escasísima favorabilidad que despierta Iván Duque y cuyo sucesor natural sería Gutiérrez.
En conclusión, vista la herencia que ha de recibir el próximo presidente, lo que se juega en las próximas elecciones parece gravitar entre el continuismo y la ruptura. El continuismo de Federico Gutiérrez, alineado con la desregulación del mercado, el Estado de mínimos, la política securitaria más tradicional y la proximidad geopolítica con Estados Unidos. O la ruptura de Gustavo Petro, favorable a recuperar la senda del Acuerdo de Paz, fortalecer la dimensión territorial e institucional del Estado, y promover una política pública que apueste por mayor cohesión social y mayor gasto público. En unas semanas saldremos de dudas.
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Autor
Cientista político. Profesor de la Universidad Complutense de Madrid. Doctor en Ciencia Política y Máster en Estudios Contemporáneos de América Latina por la Univ. Complutense de Madrid.