A once años de la muerte de Roberto Gómez Bolaños, creador de El Chavo del Ocho, a través de la plataforma MAX se lanza una serie biográfica sobre su vida. En este contexto, no deja de ser sorprendente que, desde su lanzamiento en 1973, haya superado su condición de simple comedia para convertirse en un referente cultural que atraviesa generaciones y fronteras, retratando la vida en una vecindad marcada por la pobreza, la violencia y la exclusión, problemáticas compartidas por amplios sectores de Latinoamérica.
Personajes que se relacionan mediante golpes, gritos y humillaciones forman parte de una narrativa que, aunque humorística, refleja una realidad social persistente. No sorprende, entonces, que este ícono televisivo haya sido objeto de múltiples apropiaciones culturales y comerciales: desde estatuas y homenajes hasta su uso en grandes campañas publicitarias.
La presencia del Chavo en restaurantes, tiendas o anuncios de marcas transnacionales confirma su permanencia simbólica. Que en los últimos cinco años siga vigente no solo es testimonio de su valor cultural, sino también un indicio de cuánto (o cuán poco) han cambiado las condiciones sociales en la región.
La violencia entre pares, la burla constante hacia el más débil y la precariedad económica donde pagar o cobrar la renta define la vida cotidiana siguen siendo parte de nuestra realidad. Asimismo, los modelos familiares alternativos representados en la serie —madres y padres solteros, adultos mayores solos, y un chico que viven en situación de calle— rompen con la idealización tradicional de la familia nuclear.
Estos elementos además de no perder actualidad, se actualizan en la memoria colectiva porque El Chavo comunica en un código afectivo e identitario con el que muchos latinoamericanos aún se reconocen.
En años recientes, la incorporación de tecnologías como el deepfake ha permitido resignificar la serie para conectarla con nuevas audiencias, pues como enfatizó Roland Barthes, los símbolos culturales se transforman en mitos cuando adquieren significados emocionales que rebasan lo literal.
Así, El Chavo del Ocho, concebido como una crítica humorística a las desigualdades, se convierte en símbolo de nostalgia compartida para los latinoamericanos y en plataforma de conexión emocional para productos y marcas que explotan nuestra conexión con el programa.
Un ejemplo notable es la marca brasileña Ypê, que lanzó una campaña en la que recreó con gran fidelidad a los personajes y escenarios originales. La estrategia, que apeló a la emoción, activó un proceso simbólico donde los personajes no solo evocan la infancia, sino que legitimaron su producto como aspiracional.
Otro caso es el de Dish Latino, que empleó deepfake para integrar a Eugenio Derbez en una narrativa compartida con El Chavo, generando un diálogo emocional entre pasado y presente. Esta operación ilustra cómo la imagen sustituye a la realidad y se convierte en su propia verdad. Sin embargo, la calidad técnica fue cuestionada, lo que limitó el impacto simbólico de la campaña.
En contraste, Sabritas Switch presentó un uso más refinado del deepfake, recreando un sketch clásico del Chavo para promocionar el cambio creativo de sabores. Esta campaña representa una lectura “oblicua” del mito, en la que los consumidores resignifican el contenido según su contexto cultural. Aunque la técnica fue mejor ejecutada, también recibió críticas por alterar una figura que posee un alto capital cultural y emocional.
Un cuarto caso es el de Samsung, que reconstruyó la vecindad —incluido el interior del departamento de La Bruja del 71, inédito hasta entonces— para promocionar electrodomésticos inteligentes. Esta puesta en escena potencia el “efecto de realidad” al reforzar la conexión emocional a través de los detalles del entorno. La marca logra así resignificar la narrativa del programa y presentar la tecnología como deseable y cercana.
La reciente decisión de los herederos de Gómez Bolaños de licenciar los derechos de la serie a diversas marcas confirma su enorme valor comercial. A pesar de que dejó de retransmitirse en México en 2020 por conflictos legales, el programa sigue vivo, sobre todo en Brasil, donde ha sido plenamente adoptado como parte de su cultura popular. Esta capacidad de adaptación, sin perder el núcleo emocional, responde a lo que se ha definido como una mitología cultural.
Sin embargo, estas estrategias también plantean interrogantes éticos. Si bien las campañas aprovechan la nostalgia y los (anti)valores del Chavo, corren el riesgo de banalizar problemáticas estructurales. Los objetos, al convertirse en fetiches ideológicos, trivializan realidades como la pobreza o la exclusión al transformarlas en mercancía. De este modo, el mensaje original del programa —una crítica social disfrazada de comedia— corre el riesgo de diluirse por completo, reducido a instrumento de consumo.