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El incierto sentido de la alternancia

La democracia en el mundo según el recientemente publicado estudio de The Economist Intelligence Unit está en almoneda. Aunque el deterioro es generalizado a nivel mundial, los países latinoamericanos sufren un retroceso evidente. Cuando se comparan los valores relativos a 2021 con los de dos años atrás con el Índice Democrático que publica dicha institución, sólo Uruguay progresa. El retroceso es superior a 0,50 (en una escala de cero a diez) en siete países: Colombia, Perú, Ecuador, México, Guatemala, Nicaragua y Venezuela. En Paraguay y El Salvador el descenso es de 0,38 y de 0,43 respectivamente. Por consiguiente, la mitad de los países de la región han visto socavado el rendimiento de las dimensiones que configuran el referido índice relativas a elecciones y pluralismo, funcionamiento del gobierno, participación política, cultura política y libertades civiles.

Es bien sabido que la democracia representativa tiene una prueba de madurez en su capacidad de garantizar que la oposición tenga un nivel adecuado de certeza de ser gobierno en algún momento. En términos de probabilidades ello significa que idealmente esta situación se debería dar una de cada dos veces obteniendo entonces la probabilidad del 50%. Como se trata de una cuestión probabilística este nivel ideal se alcanzaría en la medida en que se dieran más ocasiones (elecciones). En los dieciocho países de América Latina que habitualmente se tienen en consideración, desde 1978 hasta hoy se han celebrado 150 elecciones presidenciales en las que el gobierno saliente podía revalidar su situación circunstancia que logró en 63, dicho de otro modo, en 87 procesos electorales se produjo un escenario de alternancia o lo que es igual la probabilidad fue del 0,58.

Esta circunstancia ha sido enfatizada para evidenciar el asentamiento de la democracia en la región a lo largo de las últimas cuatro décadas. No obstante, hay que señalar que el citado es un valor medio y que hay países que tienen un comportamiento extremo como Nicaragua, Paraguay y Venezuela, que poseen un nivel de alternancia muy bajo, y, en el lado opuesto, Guatemala y Panamá, con una alternancia permanente (1) y Ecuador y Perú con alternancia alta (0,75 y 0,78 respectivamente).

Este escenario ha cambiado drásticamente en los últimos cuatro años. En efecto, si se consideran los últimos comicios presidenciales celebrados en 16 países (dejo fuera de consideración a Nicaragua y Venezuela por haber celebrado elecciones no homologables en términos democráticos) solamente no ha habido alternancia en Bolivia, puesto que el MAS ganó las elecciones tras el gobierno interino, y en Paraguay donde volvió a ganar los comicios presidenciales el partido colorado.

El hecho de que las formaciones en el poder no lograran mantenerse en el mismo y que se abriera la puerta a las fuerzas opositoras, puede explicarse por el coste que los gobiernos han tenido que pagar por la gestión de la pandemia culpabilizados por poblaciones agotadas por el extendido deterioro económico que ha incrementado el empobrecimiento y la desigualdad, por el desgaste sicológico generado como consecuencia de la incertidumbre y por la a menudo mala política comunicativa acosada por una gigantesca ola de desinformación.

Sin embargo, hay factores gestados en el interior de cada país que han tenido un impacto nada desdeñable a la hora de provocar el cambio en contra del gobierno saliente. Estos tienen denominadores comunes equiparables que desde hace tiempo no dejan de evidenciar una clara situación de fatiga derivada de la combinación existente entre el malestar en la ciudadanía y la crisis de la representación política que no deja de profundizarse.

Hay sobradas evidencias para vincular el malestar con cuatro aspectos: la desigualdad, la corrupción y la violencia, que se han deteriorado enormemente, a lo que hay que añadir la frustración de las expectativas. En cuanto a la crisis de la representación esta se centra en el híper personalismo de la política al albur de los cambios sufridos en las sociedades en las dos últimas décadas.

La liza política, en marcos institucionales definidos por el presidencialismo, ha ido derivando a la potenciación de candidaturas arropadas por partidos que apenas son siglas con un bajísimo nivel de militancia, una propuesta programática que se articula en media docena de frases huecas y una estructura organizativa reducida a niveles mínimos que basa su estrategia en campañas electorales de naturaleza digital aupándose sobre procesos de inteligencia artificial para dirigirse a las redes sociales. En la mejor de las situaciones, las candidaturas trenzan alianzas con otras en una espiral confederal para obtener mayores réditos en la competición electoral.

En el momento presente hay tres casos que ameritan la atención como reflejos de lo señalado. En las elecciones presidenciales chilenas celebradas el pasado mes de noviembre, un candidato, Franco Parisi, obtuvo el 12,8% de los votos en la primera vuelta, lo que le valió la tercera posición, sin pisar el país con una formación política de apoyo de diseño y centrando su campaña completamente en modo virtual.

Por su parte, en Colombia el candidato Rodolfo Hernández, cuya formación que le sostiene ni siquiera se auto concibe como partido político, cuenta con el 14% de intención de voto lo que le proyecta en segunda posición y ha anunciado que su campaña será completamente virtual.

Por último, Rodrigo Chaves en Costa Rica ha logrado pasar a la segunda vuelta que se celebrará el próximo 3 de abril habiendo obtenido el segundo lugar en la primera con el 16,7% y de nuevo se trata de un candidato apoyado por un partido marginal que es el tercero en que milita en los últimos tres años.

El escenario existente valida cierta facilidad gracias a la que individuos pueden llegar al poder ajenos a la lógica tradicional de hacerlo aupados en partidos políticos institucionalizados y dotados de una capacidad mínima de cumplir ciertas funciones que se consideraban imprescindibles como la de articular preferencias o la de servir de canal de reclutamiento y de formación de quienes querían dedicarse a la política.

En esta guisa, la alternancia deja de tener el significado que una vez se le confirió, pues poco a poco se entra en un juego individualista tan extremo que deja de tener sentido. La representación, por consiguiente, se fragmenta hasta niveles extremos y las preferencias de la gente quedan al albur, cuanto menos del azar, si no de proyectos minuciosamente diseñados por expertos en comunicación que acompañan la pulsión personal por el poder.


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Director de CIEPS - Centro Internacional de Estudios Políticos y Sociales, AIP-Panama. Profesor Emerito en la Universidad de Salamanca y UPB (Medellín). Últimos libros (2020): "El oficio de político" (Tecnos Madrid) y en co-edición "Dilemas de la representación democrática" (Tirant lo Blanch, Colombia).

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