Más de 3,6 millones de ucranianos han huido de su patria desde el 24 de febrero (además de los 6,5 millones de desplazados que han sido calculados en su propio país), principalmente a Polonia, Bielorrusia, Rumanía, Moldavia, Hungría y Eslovaquia. La reacción internacional hacia los que huyen ha sido de un apoyo asombroso con la reducción de los controles fronterizos y requisitos de entrada, la gratuidad del transporte y las comunicaciones telefónicas, además de los voluntarios que les ofrecen comida, ropa, agua, medicinas e incluso cochecitos de bebé.
Algunos países les permiten entrar sin pasaporte y la Unión Europea les ha concedido un derecho general de estancia, trabajo y acceso a vivienda, tratamiento médico y educación en los 27 países miembros durante un máximo de tres años. El apoyo va más allá de Europa. Estados Unidos admitirá a 100.000 ucranianos. Por estas razones, estoy de acuerdo con el informe de Refugees International que califica la respuesta a la situación ucraniana de «generosa y sin precedentes».
Sin embargo, es difícil no observar los contrastes. Mientras que los ucranianos han sido acogidos, los residentes ucranianos, por ejemplo, de origen africano y de Medio Oriente, junto con los ucranianos negros y morenos, se enfrentan a la discriminación, la violencia y la obstrucción cuando intentan salir de Ucrania. Y hay una marcada diferencia entre cómo el mundo está tratando a los refugiados ucranianos y cómo ciertas naciones han respondido a otros grupos recientes de refugiados, como los de Siria o Afganistán. Sin embargo, me quiero centrar en el flagrante contraste con la respuesta a los más de seis millones de venezolanos desplazados que ilumina la opresión en el sistema global de refugiados.
El éxodo venezolano se ha convertido en el segundo mayor desplazamiento externo del mundo. La mayoría se ha ido a Colombia (se calcula que 1,8 millones), que está haciendo lo posible para ayudarles, ofreciéndoles el Estatuto de Protección Temporal durante un máximo de diez años. Pero Colombia no puede satisfacer sus necesidades por sí sola. La respuesta del mundo para ayudar a los venezolanos ha sido, en el mejor de los casos, tibia.
Los países vecinos, como Perú, Chile y Ecuador, han impuesto estrictos requisitos de entrada, que la mayoría de los venezolanos no pueden cumplir. Estados Unidos ha dificultado la llegada de los venezolanos, denegando la mitad de las 30.000 peticiones de asilo en 2018 y concediendo recientemente a los venezolanos un estatus de protección temporal por apenas 18 meses. Y, aunque la Unión Europea declara sistemáticamente que los países miembros deberían aceptar a los venezolanos desplazados, debido a la distancia y a los recursos necesarios para llegar a Europa desde América Latina, solo dicen haber recibido unas 18.400 solicitudes.
No obstante, los problemas no acaban ahí. Los países desarrollados han ofrecido una asistencia financiera lamentablemente inadecuada para ayudar a los venezolanos desplazados. De hecho, «solo una fracción de la asistencia internacional dedicada a otras grandes crisis se ha dedicado a ayudar a los venezolanos». Según la Brookings Institution, mientras los donantes han aportado una media de 1.500 dólares de ayuda por refugiado sirio, la cantidad destinada a cada venezolano es de apenas 125 dólares, lo que los lleva a tildarla de»la mayor y más infrafinanciada crisis de refugiados de la historia moderna». Y a pesar de que las Naciones Unidas estimó recientemente que se necesitan 1.790 millones de dólares, Europa ha prometido apenas 162 millones y EE. UU., 336 millones.
Hay varias razones por las que esta incongruencia debería preocuparnos. Una de ellas es el hecho de que esta discrepancia refleja la opresión global contra los venezolanos y las naciones de América Latina. La opresión global se refiere a un conjunto sistémico de estructuras, normas y políticas que se unen para colocar a las naciones y a sus miembros en un doble vínculo por el solo hecho de ser miembros de esa nación o sociedad. En consecuencia, sus víctimas no pueden emprender acciones en su favor.
Esto es precisamente lo que se revela en las diferentes respuestas a los ucranianos desplazados frente a los venezolanos; las diferentes respuestas revelan cómo el sistema internacional de refugiados funciona para colocar a las naciones y pueblos de ciertas partes del mundo (por ejemplo, América del Norte y Europa) en posiciones privilegiadas, y a otros (los de América Latina, África y Medio Oriente) en dobles vínculos perjudiciales solo porque provienen de esas naciones.
Por ejemplo, el primer ministro de Bulgaria, Kiril Petkov, dijo recientemente sobre las personas procedentes de Ucrania: «Estos no son los refugiados a los que estamos acostumbrados. (…) Estas personas son europeas. (…) Esta gente es inteligente, es gente educada. (…) Esta no es la oleada de refugiados a la que estábamos acostumbrados, gente de la que no estábamos seguros de su identidad, gente con pasados poco claros, que podrían haber sido incluso terroristas». Esto indica que muchas naciones europeas están respondiendo de esta manera, simplemente porque se les considera europeos, lo cual se ve reforzado por el hecho de que muchas de estas mismas naciones se han resistido a admitir a refugiados de otras naciones en el pasado.
Parece que vemos cuestiones similares en EE. UU., donde la administración Biden está dispuesta a levantar los topes de refugiados para acoger a ucranianos, pero no para acoger a centroamericanos y venezolanos. Más allá de esto, en lugar de reevaluar sus propias políticas, EE. UU. pone la mayor parte de sus esfuerzos en intentar que Colombia y las naciones vecinas acepten más ciudadanos venezolanos, y que México endurezca sus políticas para que los venezolanos no lleguen a la frontera sur de EE. UU., donde puedan pedir refugio.
Esto refleja problemas más amplios con el sistema global de refugiados. Tal como señala Serena Parekh (entre otros), la mayoría de los refugiados y desplazados, como los de Venezuela, se consideran inmediatamente «problemas» para el sistema. Y, aunque los Estados occidentales se pintan a sí mismos como los salvadores (potenciales) de los refugiados, contribuyen simultáneamente a un sistema de refugiados injusto, ya que «han tolerado, apoyado, financieramente e incluso fomentado una situación en la que la gran mayoría de los refugiados no pueden acceder efectivamente al refugio».
De hecho, los Estados occidentales mantienen activamente este sistema injusto mediante la aplicación de políticas para mantener a los refugiados lejos de sus costas a través de «regímenes de disuasión», acciones que en gran medida están respaldadas por diversos acuerdos internacionales, como la Convención de la ONU sobre los Refugiados de 1951. Esta exige a los Estados que sigan el principio de no devolución (no enviar a las personas a una nación donde corren peligro), pero no les exige que acojan a refugiados de otros lugares. Y lo que es peor, las opciones que ofrece la comunidad internacional para los refugiados ―campamentos, asentamientos urbanos y migración para buscar asilo en Occidente― son terribles y peligrosas.
La reacción ante los refugiados ucranianos nos muestra lo que es posible cuando el mundo tiene voluntad. Pero las respuestas dispares que vemos hacia los (blancos) que huyen de Ucrania y los venezolanos desplazados también nos muestran que la opresión global sigue operando en el sistema mundial de refugiados. Por ello, debemos tomar las circunstancias actuales de Europa del Este, no simplemente como un modelo de ayuda a los refugiados (en el caso de los ucranianos blancos), sino también como un llamamiento a cambiar el sistema global de refugiados para garantizar que todos los desplazados reciban la ayuda que necesitan.
Episodio relacionado de nuestro podcast:
Autor
Profesora asociada e investigadora del Centro de Estudios Migratorios de la Universidad de los Andes, Colombia. Doctora por Michigan State University. Autora de "Just Immigration in the Americas: A Feminist Account" (Rowman & Littlefield International, 2020).