Desde hace mucho ya, el Estado argentino se caracteriza por su debilidad. Este rasgo básico de nuestro Estado nadie lo ignora, pero pocos extraen de ello las debidas conclusiones de política.
Afirmar que es necesario reconstruir el Estado está muy bien, pero no nos lleva lejos; eso, indispensable, insume tiempo, hay que empezar ya, sí, pero mientras tanto los gobiernos y los grupos sociales que se interesen debemos encarar los problemas con los recursos disponibles, por pobres que sean, y no con los que desearíamos tener.
Los ejemplos de fragilidad del Estado son muchos, pero podemos dar aquí cuatro: el Estado está permanentemente expuesto a las tensiones de la dolarización económica argentina y no cuenta con medios adecuados para superarla; sus capacidades extractivas son elevadas, pero descansan sobre una base notoriamente defectuosa en lo asignativo y notoriamente inequitativa; el cuadro fiscal, que ha mejorado en años recientes, está afectado por bombas de tiempo que todos conocen, como la financiación futura del régimen provisional. Su poder de encarrilamiento y disciplinamiento de las conductas colectivas, en especial de lograr que actores organizados respalden cambios estructurales o presten apoyo tangible a políticas de modernización, es muy bajo.
Por fin, nuestro Estado está afectado por otra debilidad, que no es propiamente estatal pero que repercute brutalmente sobre él: una baja capacidad de cooperación política y un muy escaso capital de confianza entre los actores y de los ciudadanos hacia los políticos.
Resultante de la labilidad estatal es la espiralización de los grandes precios (tipo de cambio, salarios, servicios, etc.), que se expresa emblemáticamente en nuestra inflación crónica. Inflación que tiene un impacto a su vez arrasador sobre el propio Estado, sobre la inversión y sobre la distribución del ingreso. Cuando los gobiernos están en una fase macroeconómica de presunto control de las variables, las voces críticas, es lógico, tienen un alcance reducido. Tampoco es que los que advierten que todo acabará mal digan nada demasiado nuevo, porque los problemas no son, a su vez, demasiado nuevos.
cuando la gestión macroeconómica atraviesa por enormes turbulencias, como es el caso desde hace ya un año, entonces proliferan propuestas
Pero, cuando la gestión macroeconómica atraviesa por enormes turbulencias, como es el caso desde hace ya un año, entonces proliferan propuestas de políticos y economistas que también parece calcadas en gran medida de experiencias pasadas y que alimentan ilusiones sobre el modo de salir de la crisis y colocar al estado y la economía en un sendero sustentable.
Reaparece así el léxico de los consensos, los acuerdos, los planes y las grandes reformas. Grandes, todos: grandes consensos, grandes acuerdos, grandes planes y grandes reformas estructurales. De derecha, centro o izquierda, no importa. Para reconstituir el Estado, para desenvolver una productividad genuina, para administrar adecuadamente el tipo de cambio, etc. Se apela así a la “buena voluntad” (hablar con el corazón, preguntar cuánto está dispuesto cada uno a poner, ya no a pedir, a arreglar el país entre todos); y se termina dando paso a comportamientos defensivos y conservadores.
El problema de todas estas promesas y propuestas es que son falaces, circulares, porque adolecen del mismo defecto: dan por supuesta la existencia de aquello que prometerían crear; un Estado fuerte y un capital de confianza y capacidad de cooperación política (interpartidaria o de otra índole).
Esta suerte de petición de principios política (me dispongo a construir un Estado fuerte asumiendo que ya cuento para esa tarea con él) puede ser ilustrada con simples ejemplos: decimos que son necesarias tres grandes reformas estructurales: provisional, laboral y tributaria.
Muy bien; ¿para qué? Para sacar al Estado y a la economía de la trampa estratégica en que están. Pero, contrario sensu, si no disponemos de los activos políticos y económicos que traería aparejados poner al Estado de pie, ¿de dónde extraeremos las energías necesarias para tales reformas? Todas cuestan dinero (los ajustes son carísimos) y todas requieren de una dosis elevada de cooperación y confianza, y no tenemos nada de eso. ¿Qué se desprende de todo esto?
El consejo que me doy a mí mismo es ponerme cera en los oídos porque, a diferencia de Ulises, no tengo las manos atadas, y en los próximos meses deberé usarlas para introducir sobres en urnas.
Mejor desconfiar de las promesas de grandes acuerdos, de los macroeconomistas que seducen con la magia de los planes (y si creen en ella, desconfiar más aún) o de violentos paquetes de reforma (estos últimos son los peores), y disponerse a exigir que los gobiernos, a lo Albert Hirschman, avancen todo lo que puedan con reformas parciales, poco a poco, que contribuyan a colocar mejor los incentivos estatales, económicos y políticos, y vayan construyendo confianza y capacidad de cooperación, a pesar de que no resuelvan de inmediato ninguno de los grandes problemas, y que estos, por lo tanto, continúen golpeándonos la puerta. Hagamos política, y política económica, con lo que está, no con lo que nos gustaría que estuviera. Asumamos la penuria, tratemos de gestionarla con la mayor equidad posible, soportemos los sofocones de las crisis, y tratemos de ir construyendo las condiciones necesarias para los cambios estatales y económicos de mayor envergadura.
Autor
Cientista político y ensayista. Licenciado en Sociología por la Universidad de Buenos Aires (UBA). Fundador del Club Político Argentino. Obtuvo el Premio Nacional de Cultura en 2012 y el Premio Konex de Platino en 2016.