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Entre la retórica “granacuerdista” y la política facciosa en Argentina

En Argentina la política se desenvuelve en un entorno faccioso. La desconfianza mutua entre sectores, y de todos en relación con el futuro, empeora las cosas, porque son muy pocos los que están dispuestos a cooperar, ya que sienten que lo harían por nada, y no como un precio por pagar por un futuro mejor.

Este drama cotidiano tiene su contracara en la retórica: la palabrería destinada a los grandes acuerdos nacionales. La evocación del proyecto nacional, que uniría a todos los argentinos detrás de grandes objetivos comunes, está un poco pasada de moda, pero los fuegos artificiales de los grandes acuerdos no lo están.

Es comprensible que la conciencia de nuestra propia facciosidad nos empuje en esa dirección. Es fácil asociar lo faccioso con el conflicto y el antagonismo destructivo. Pero ni el conflicto ni el antagonismo son necesariamente facciosos. El antagonismo, la contraposición, están en la naturaleza de la política tanto como lo están la composición y el acuerdo.

En la Argentina de hoy hay muchos, demasiados, que ya no tienen más qué perder, porque lo han perdido prácticamente todo»

La facciosidad no puede superarse por vías candorosas, creyendo que todos los intereses son conciliables. En la Argentina de hoy hay muchos, demasiados, que ya no tienen más qué perder, porque lo han perdido prácticamente todo. Pero los que tienen mucho, o bastante, para perder, si queremos encarrilar nuestro país hacia la prosperidad y la equidad, son numerosos, y no tiene sentido esperar de ellos un mero desprendimiento.

Desmontar las redes de privilegios de larguísima data con que se benefician es una tarea ardua que exige conflicto, no solamente cooperación. Y a veces la cooperación es engañosa, se vende bien, pero es reaccionaria. El senador Pichetto, que suele ser tan lúcido, sostiene que el futuro gobierno tendrá que “convocar a la unidad nacional y a instalar 6 o 7 políticas de Estado… no hay salida si no hay acuerdos nacionales importantes para poner el país en marcha… Es una tragedia, en algunos supermercados venden dulce de membrillo y dulce de leche importados de Chile. El ministro Sica, en lugar de proteger a la industria nacional, importa dulce de membrillo y cerdo. Una mentalidad nefasta” (La Nación, 8-1-19).

Parece que la mentalidad nefasta consiste en abrir una de las economías más protegidas del mundo a la competencia, y los acuerdos nacionales importantes estriban en proteger aún más a la industria. Y en estipular que los pobres paguen más caro el dulce de membrillo. Hay algo que no cierra en este granacuerdismo. Pero claro, se incurre en él mucho más desde la oposición.

Roberto Lavagna, tras reunirse con Miguel Lifschitz, nos explicó que “la conversación giró en torno a que hace falta una propuesta de unión nacional en este año electoral, y que ninguno de los candidatos más importantes representa esa propuesta”. Pregunto: ¿qué más pueden haber dicho sobre que hace falta una propuesta de unión nacional?

Me suena un cascarón dentro del cual hay solamente bochinche, no nueces. Fugar hacia el “granacuerdismo” exhibe las mejores intenciones y sale barato. Algunos intelectuales públicos también abogan por la discusión colectiva de todos nuestros problemas. No es raro que la figura de los Pactos de la Moncloa en España emerja entre las piezas de esta oratoria. Pero, seamos crudos, el generalísimo no había dejado un Estado destruido, que es lo que tenemos aquí.

Además de un Estado (prerrequisito básico para estructurar el espacio indispensable a los grandes acuerdos), existían líderes de fuerzas políticas organizadas, y una monarquía metagarante de la transición. Y dos grandes promesas de futuro: la consolidación de la democracia y Europa. Pero, si no se quiere decir nada comprometedor, se habla (como Sergio Massa lo hace) de la creación de un Consejo Económico y Social y de grandes políticas de Estado.

¿Y el Gobierno de Argentina? Abrumado, recurre menos a esos dispositivos retóricos, porque sufre en carne propia las crueldades del día a día, los dilemas de la toma de decisiones, las amarguras de pagar los costos de errores ajenos y propios. ¿De qué políticas de Estado me hablan si en Neuquén un candidato a gobernador se propone desbaratar Vaca Muerta? ¿O si hay sindicalistas que siguen tomando a los ciudadanos como rehenes? ¿O si la Legislatura porteña aprueba la construcción de un megaestadio en Villa Crespo con exención impositiva por cuarenta años? Así está difícil soñar.

Pero nosotros sí podemos soñar. Podemos bregar a favor de la virtud política republicana, que oponga al interés de minorías intensamente privilegiadas, el de los ciudadanos, y que genere fuerza política para dar batallas a través de acuerdos de mediano alcance, limitados, pero efectivos, que puedan ir creando una comunidad de intereses novedosa, y a largo plazo, entre actores diversos. El condicionante básico de esto es la opinión pública. La argumentación política debe dejar atrás los lugares comunes, tramposos y candorosos, del “granacuerdismo”, y dar paso a la politización crítica del privilegio.

Todos podemos soñar con nuestras visiones de la Argentina futura, pero lo que debemos discutir son los privilegios del poder judicial, de los empresarios que gozan de protecciones y promociones injustificables, del sesgo tributario contra la equidad, de aquellos sindicalistas que se enriquecen de modos alucinantes, de los Gobiernos provinciales que han moldeado las reglas de juego político para perpetuarse, de los senadores y diputados protegidos por fueros de actos de delincuencia, de la increíble lenidad con que se mantiene la injusticia de la coparticipación federal, de quiénes se benefician con los precios de los medicamentos que paga el Estado, y muchos etcéteras. Si no, de poco servirá que soñemos con una Argentina próspera y justa.

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Cientista político y ensayista. Licenciado en Sociología por la Universidad de Buenos Aires (UBA). Fundador del Club Político Argentino. Obtuvo el Premio Nacional de Cultura en 2012 y el Premio Konex de Platino en 2016.

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