La primera vez que escuché el término derechos humanos, en la década de los 80, cursaba octavo grado en la escuela secundaria básica Guerrilleros de América, en La Habana. Lo escuché clandestinamente, a través de la señal de onda corta de Radio Martí, en las voces de Gustavo y Sebastián Arcos Vergnes, fundadores del Comité Cubano de Derechos Humanos. Aquella poderosa idea cambió el curso de mi vida. Moldeó mi conciencia política, alimentó mis preguntas sobre el sistema totalitario que me rodeaba y me impulsó a cuestionar los pilares del marxismo que el régimen exigía aceptar sin vacilación.
Ese descubrimiento tuvo un precio. Para cuando terminé la secundaria, mi “expediente acumulativo” —el registro usado para medir la “combatividad” ideológica y la lealtad de un estudiante— ya contenía más de dieciséis actas por “diversionismo ideológico”. El régimen utilizaba esa etiqueta para castigar cualquier comportamiento, preferencia o actitud considerados contrarios a los valores oficiales. Bastaba mencionar un artículo de la Declaración Universal de Derechos Humanos para recibir un señalamiento. Ese expediente, convertido en arma política, me vetó de manera permanente el acceso a la universidad. Fue entonces cuando comprendí una verdad fundamental: la indefensión en Cuba comienza en el aula, donde el Estado controla la educación para impedir la aparición de ciudadanos libres.

Lo que más me impresionó del concepto de derechos humanos fue su premisa esencial: que poseemos dignidad inherente y derechos inalienables por el simple hecho de ser humanos, unos derechos superiores a cualquier ideología o narrativa de soberanía nacional. Esta visión contrastaba radicalmente con la del régimen cubano, cuyo diseño político reduce a los ciudadanos a una masa sin voz, destinada únicamente a obedecer los intereses del Partido Comunista. El ideal del “Hombre Nuevo” exigía disolver al individuo en lo colectivo y renunciar al propio juicio. Este diseño ideológico no es accidental: es la primera piedra angular de la indefensión estructural.
Al conmemorar el Día Internacional de los Derechos Humanos, cabe recordar que esta indefensión deliberadamente construida —y perfeccionada durante más de seis décadas— ha permitido algunas de las peores violaciones documentadas en el hemisferio. Paradójicamente, fue la delegación cubana encabezada por el diplomático Guy Pérez-Cisneros —embajador ante la ONU de 1948 a 1951, durante el breve periodo democrático constitucional de Cuba— la que ayudó a redactar el preámbulo de la Declaración Universal que afirma que los derechos humanos solo pueden ejercerse plenamente bajo el imperio de la ley. Hoy, Cuba encarna exactamente aquello contra lo que una vez advirtió.
Tras las protestas prodemocracia del 11 de julio de 2021, los niveles de vigilancia y control social alcanzaron niveles inéditos en décadas. En 2025, el Observatorio Cubano de Derechos Humanos documentó más de 200 actos represivos en un solo mes, y datos verificados por Prisoners Defenders basados en hallazgos de un grupo de trabajo de la ONU mostraron que Cuba ha tenido más detenciones arbitrarias confirmadas que cualquier otro país del mundo desde 2019. La represión masiva no es un accidente: es la consecuencia previsible de un sistema donde la indefensión judicial es absoluta.
Los cubanos viven bajo un sistema en el que el Estado actúa simultáneamente como juez, policía y verdugo. La ausencia de un poder judicial independiente elimina el debido proceso y normaliza la arbitrariedad. Cuando no hay justicia, el abuso deja de ser la excepción y se convierte en la norma.
El informe Tortura en Cuba (2022), elaborado por catorce organizaciones de la sociedad civil, muestra que los funcionarios del Ministerio del Interior —incluyendo a agentes de la Seguridad del Estado— gozan de total impunidad. Los tribunales militares cierran habitualmente investigaciones mediante sobreseimientos definitivos, blindando a quienes emplean violencia arbitraria. El caso del teniente Yoennis Pelegrín Hernández—cuya bala mató al joven Diubis Laurencio Tejeda e hirió a otros cinco manifestantes en La Güinera—es emblemático: fue absuelto por “legítima defensa” y, según un activista cubano, simplemente trasladado a otra unidad.
Esa misma lógica impregna el Código Penal de 2022, que contiene 32 disposiciones que criminalizan derechos fundamentales como la expresión, la reunión y la asociación. Los decretos 35 y 370 asfixian las voces de los ciudadanos en las redes sociales. Sin libertades civiles, los cubanos están legalmente indefensos ante el Estado.
La indefensión también agrava la crisis humanitaria del país. Tras el huracán Melissa —que afectó a 45.000 viviendas y dejó a más de 700.000 personas necesitadas— el Estado impuso barreras, monopolizó donaciones y, como ha hecho durante décadas, siguió negándose a registrar a ONG independientes capaces de asistir a los más vulnerables. En Cuba, incluso el hambre tiene que pasar primero por el filtro del control político.
La represión también se manifiesta en la vida cotidiana, particularmente en el trabajo. Amnistía Internacional documentó en 2017 que hacer simples comentarios críticos o tener amistades con disidentes bastaban para que enfermeras, trabajadores sociales y guías turísticos fueran despedidos y vetados políticamente, impidiéndoles volver a trabajar. El resultado es el ostracismo o el exilio. Sin libertad económica, el ciudadano queda completamente sujeto al chantaje político del Estado, especialmente porque el Estado sigue siendo el principal empleador del país.
En el ámbito político, la indefensión es total. La Constitución declara el socialismo “irrevocable”, el Partido Comunista es el único partido legal y, durante veinticinco años, figuras de la oposición que intentaron postularse en elecciones municipales han sido hostigadas, detenidas o incluso asesinadas, como en el caso de Oswaldo Payá, fundador del Movimiento Cristiano Liberación y autor del Proyecto Varela, que buscaba introducir reformas democráticas en la Constitución. Sin mecanismos electorales genuinos, la indefensión se convierte en destino.
La indefensión estructural del pueblo cubano —legal, política, económica y social— es la raíz de todas las violaciones de derechos humanos que sufre el país. Cuando los ciudadanos carecen de tribunales independientes, prensa libre, sociedad civil autónoma y elecciones competitivas capaces de sustituir a quienes detentan el poder, quedan completamente expuestos a la arbitrariedad estatal. Esta indefensión no es incidental: es la piedra angular del control autoritario. Incluso ha influido en regímenes aliados como el de Venezuela, cuyas estructuras de seguridad han adoptado métodos de vigilancia y represión inspirados en el modelo cubano, como documentó la Misión Internacional Independiente de Determinación de los Hechos de la ONU (2022).
Aun en este contexto de control absoluto, la indefensión no ha extinguido la voluntad de cambio. Desde el 11 de julio de 2021 hasta el reciente llamado de José Daniel Ferrer, coordinador de la Unión Patriótica de Cuba, a organizar marchas y poner grafitis por el Día de los Derechos Humanos, el cubano ha demostrado que donde hay poder hay resistencia.
En este contexto, la reciente visita a Cuba de la relatora de la ONU Alena Douhan reveló un peligroso malentendido. Al atribuir las violaciones de derechos humanos sufridas por los cubanos a las sanciones de Estados Unidos, mientras aparentemente evitaba reunirse con activistas y víctimas, su valoración desvía la atención de la verdadera fuente de los abusos. El Informe sobre el estado de los derechos sociales en Cuba (2025) muestra que solo el 3 por ciento de los cubanos culpa al embargo de sus problemas, mientras que el rechazo al desempeño del gobierno ha alcanzado el 92%. No son las sanciones externas las que encarcelan a manifestantes, niegan visitas familiares, imponen aislamiento prolongado o someten a los presos políticos a torturas físicas y psicológicas: es el propio régimen.
Mientras que los ciudadanos en toda América Latina pueden movilizarse, formar partidos y elegir gobiernos, los cubanos siguen atrapados en un sistema diseñado para impedir cualquier forma de cambio. Y mientras ese sistema permanezca intacto —sin imperio de la ley, justicia independiente ni libertades civiles— la represión, la pobreza y la crisis humanitaria seguirán siendo inevitables.
La verdadera solución no reside en diagnósticos complacientes que repitan la narrativa del régimen, sino en devolver a los ciudadanos cubanos lo que les ha sido arrebatado: derechos, protección, libertad y la posibilidad genuina de construir su propio futuro. Apoyar la legítima aspiración del pueblo cubano a vivir en democracia no es un gesto político. Es un imperativo moral universal.











