Como sociedad, no hemos estudiado bien los saberes a nuestro alcance, que están disponibles en cualquier biblioteca sobre política. No entendemos qué está pasando con la democracia, cuando bastaría la lectura de unas pocas obras para comprenderlo o, al menos, acercarnos un poco a ello.
Así es que llevamos alrededor de una década gastando océanos de tinta en denunciar el declive de la democracia. Y los hechos demuestran que no ha resultado provechoso: no solo no se ha detenido ese declive, sino que también se pronuncia con una intensidad cada vez mayor. En lugar de utilizar la tinta para señalar el camino de salida del atolladero, la hemos volcado en océanos sin ton ni son y ahora nos ahogamos en ellos. Limitemos esta columna a tres saberes a nuestro alcance a los que nadie parece prestar atención.
En primer lugar, las formas de gobierno. Los clásicos como Platón, Aristóteles o Polibio clasificaron las formas de gobierno existentes: gobierno recto de uno (realeza), de unos pocos (aristocracia), de la mayoría (democracia). Gobierno desviado de uno (tiranía), de unos pocos (oligarquía), de la mayoría (oclocracia o demagogia).
“Cuando se habla de ‘minorías selectas’, la habitual bellaquería suele tergiversar el sentido de esta expresión…”, decía José Ortega y Gasset. Del mismo modo, la habitual bellaquería suele olvidar activamente esta clasificación de formas de gobierno, tan válida hoy en día como hace 2.500 años. Lo hace porque resulta incómoda: incluye una versión desviada, corrupta, del gobierno de la mayoría. Y la demagogia reinante impide siquiera mencionar que el gobierno de la mayoría pueda ser desviado: si no es recto, no es de la mayoría. Democracia o dictadura. La oclocracia o demagogia resulta inconcebible (o, en honor de la verdad, impronunciable).
¿Cuál es el problema? Que acabamos reduciendo a autocracia todo aquello que no es democracia. Y lo hacemos sin siquiera sonrojarnos. Es decir, acabamos perdiendo de vista la diferencia entre Daniel Ortega y Jair Bolsonaro. Y no, la diferencia no es que uno se diga de izquierdas y el otro, de derechas. La diferencia es que uno proscribe a la oposición y de ese modo impide a su pueblo elegir realmente en las urnas. Eso sí es tiranía, autocracia. El otro, en cambio, le permite a su pueblo expresarse mediante elecciones mayormente libres y justas (al margen de intentos a pequeña escala, y en todo caso fallidos, de subvertir los resultados). Y resulta que prácticamente la mitad de la ciudadanía vuelve a votarlo. La mayoría se da a sí misma un gobierno que erosiona la democracia. Eso no es autocracia, no es tiranía: es un gobierno desviado de la mayoría. Es oclocracia, demagogia.
En segundo lugar, el gobierno mixto. Cuando se habla de democracia, la habitual bellaquería suele tergiversar esta expresión, simulando creer que vivimos en una democracia pura. Polibio, hace 2.000 años, explicó por qué la forma ideal de gobierno es la mixta: un componente monárquico, uno aristocrático y uno democrático. En la Roma republicana en la que vivía, los cónsules constituían el elemento monárquico; el Senado, el elemento aristocrático; y los tribunos de la plebe, el democrático. Quien crea que esto son antiguallas, sepa que hace apenas doscientos años, cuando la América hispánica se independizó, algunas Asambleas Constituyentes propusieron un gobierno mixto como sistema político óptimo: un presidente como elemento monárquico, una Cámara Alta como componente aristocrático, una Cámara Baja como elemento democrático.
Si leemos con un mínimo de honestidad intelectual nuestra realidad de ahora, veremos algo similar. El Gobierno, el Legislativo, los medios de comunicación, las grandes empresas y la ciudadanía con su capacidad de votar y de manifestarse conforman un equilibrio de poderes. En otras palabras, un gobierno mixto. Estamos lejos de vivir en una democracia pura, y más lejos aún, de saber lo afortunados que somos por ello.
En tercer lugar, la anaciclosis, la sucesión cíclica de regímenes políticos. Polibio, una vez más, explicaba que la vida política es cíclica. Un monarca virtuoso (monarquía) lega el poder a sus hijos, y estos, a su vez, a sus otros hijos. A través de las generaciones, los príncipes nacidos en la pompa y la abundancia se van corrompiendo, transformándose en déspotas (tiranía) hasta que el último de la saga es depuesto por un pequeño grupo selecto que gobierna rectamente (aristocracia). Con el tiempo, sus herederos se van corrompiendo (oligarquía) hasta que el pueblo, harto, los elimina y toma el poder en sus propias manos. Inicialmente lo hace de manera recta (democracia), pero poco a poco su administración se va viciando (oclocracia o demagogia) y volviendo anárquica. Para acabar con el caos se pone todo el poder en una sola mano fuerte, que reimplanta el orden (monarquía). Y el ciclo comienza nuevamente.
De tener en cuenta a Polibio, sabríamos que la democracia, pura o no, acabará dejando lugar a otra cosa. No es, como suele tergiversar la habitual bellaquería, un proceso contra natura. Todo lo contrario: es el más natural de los procesos. Natural no significa deseable y tampoco implica que no intentemos detenerlo. Es precisamente al revés: para procurar frenarlo es necesario saber que en su naturaleza está esa tendencia degenerativa.
De tener en cuenta a Polibio, también sabríamos que la democracia no es desplazada necesariamente (la habitual bellaquería de nuevo) por la autocracia. Muy lejos de ello, suele transformarse en demagogia. Y es la demagogia, que somete a las sociedades a una tensión insoportable, la que acaba en estallidos que se saldan con la toma del poder por una mano fuerte, recta o tiránica.
Autor
Politólogo y Doctor en Ciencia Política por la Universidad de Salamanca. Especializado en la sucesión del poder y la vicepresidencia en América Latina.