Condiciones de un trabajo precario al que los economistas prefieren llamar “informalidad”, en la que se encuentra el 72,6% de la población económicamente activa, según información oficial. Un aparato estatal debilitado, de acuerdo a la ideología de “cuanto menos Estado, mejor”, que hace casi dos décadas fue fragmentado desordenadamente en Gobiernos provinciales y hoy en día aparece penetrado por grandes núcleos de corrupción que están vinculados al crimen organizado. Una ciudadanía, cuya cultura política no valoriza el cumplimiento de las normas. A esa sociedad peruana llegó la pandemia de la COVID-19.
El gobierno del presidente Martín Vizcarra (llegó al cargo hace dos años, cuando el presidente Pedro Pablo Kuczynski tuvo que renunciar en medio de los escándalos de la empresa Odebrecht) ha actuado bastante más rápida y organizadamente que la mayor parte de los Gobiernos de la región con respecto a la COVID-19. Cinco días después de Paraguay (primer país sudamericano en declarar la cuarentena), el 15 de marzo se declaró el estado de emergencia en Perú. El primer caso del virus se había detectado nueve días antes y, por cierto, la pandemia no había causado estragos. Dos días después de la declaratoria, los casos detectados llegaban a un centenar.
A lo largo de las semanas siguientes se han ido dictando una serie de medidas destinadas a otorgar recursos económicos de urgencia a los sectores pobres de la población, los más afectados por la semiparálisis económica, debido al confinamiento. El respaldo de la población al Gobierno ha sido creciente desde mediados de marzo, hasta llegar en abril a niveles muy altos: 68% (79% en cuanto al manejo de la crisis de la pandemia) y 83% la del presidente Vizcarra. Desde que se efectúan sondeos de opinión en el Perú no se registraban niveles tan elevados.
No obstante, avanzada la segunda quincena de abril la situación de la COVID-19 no parece estar bajo control. Hospitales rebasados en su capacidad, que era manifiestamente insuficiente en una red de salud que, como ocurre en otros países latinoamericanos, solo alcanza niveles de excelencia para quien puede pagar altos precios. El hospital, que se presentó formalmente como destinado a atender solo a los infectados por el virus, está falto no solo de equipos médicos, sino incluso de camas. Sobrepasados por el número de fallecidos, los crematorios, pensados para la demanda de los sectores pudientes, afrontan filas de cadáveres en espera.
Según la encuesta mensual de IPSOS, dos de cada cinco entrevistados (42%) se han quedado sin ingresos por lo que era su trabajo; como consecuencia, miles de personas se han dirigido, caminando, hacia sus lugares de origen o al de sus padres y, en alguna ocasión, la policía ha recurrido a reprimirlos. Una norma laboral ha establecido la “suspensión perfecta”, denominación involuntariamente irónica para autorizar a las empresas a licenciar sin pago a los trabajadores hasta por tres meses. Debido a que no hay asistencia médica en las prisiones, se han producido amotinamientos; según información oficial, varios centenares de presos están infectados. Más de ochocientos mil venezolanos, que han huido del régimen de Nicolás Maduro, han quedado en el desamparo al dictarse el confinamiento y se encuentran impedidos de emplearse de uno u otro modo.
En la penúltima semana de abril, los casos se acercaban a veinte millares y los muertos superaban los cinco centenares. No obstante, hay dudas sobre esos datos y el presidente Vizcarra no acepta preguntas»
Mientras tanto, las cifras de contagiados por la COVID-19 que han sido confirmados y de fallecidos aumentan. En un país de 32 millones de habitantes, en la penúltima semana de abril los casos se acercaban a veinte millares y los muertos superaban los cinco centenares. No obstante, hay dudas sobre esos datos y el presidente Vizcarra no acepta preguntas de los periodistas tras sus presentaciones diarias en televisión. El ministro de Salud se refiere a los resultados de los test aplicados para detectar contagios y suma dos tipos de prueba diferentes (PCR y test de antígenos) como si fueran equivalentes. Se ha detectado irregularidades en adquisiciones estatales, que, debido a la emergencia, no están sujetas a los procedimientos normales.
El Congreso, instalado en marzo para reemplazar al que fue disuelto a fines de 2019, ha aprobado un proyecto de ley que faculta a los trabajadores, que cotizan a las administradoras de fondos de pensión (AFP) para su jubilación, a que retiren una cuarta parte del fondo acumulado. Las consecuencias económicas de esta disposición, han advertido varios economistas, pueden ser ruinosas: para devolver de inmediato parte de las cuotas recibidas, las AFP deberán vender, al precio que les paguen, acciones y bonos en los que invirtieron, lo que repercutirá en las empresas que los emitieron.
Para detener o, más bien, paliar, el descalabro económico (si se mira a las perspectivas sobrevenidas del sector exportador, parece inevitable), el Gobierno ha puesto a rodar la noción de “otro tipo de cuarentena”, que implicaría autorizar determinadas actividades aún no precisadas. Este paso, similar al que están dando o consideran dar varios países europeos, puede facilitar un repunte de contagios del virus de la COVID-19.
En definitiva, el Gobierno peruano encara el dilema de privilegiar la salud de la población por encima de otra consideración o rebajar las exigencias dispuestas para evitar contagios a cambio de mantener la economía a flote. Para decirlo de manera algo brutal, se trata de estimar cuántos muertos adicionales pueden ser necesarios para que el producto interno bruto no caiga un punto porcentual más. El dilema no es solo de Perú, pero en este caso, dadas las condiciones de salud, probablemente las víctimas sean mucho más numerosas.
Foto de FOTOGRAFIA MML en Foter.com / CC BY-NC-SA
Autor
Sociólogo del derecho. Ha estudiado los sistemas de justicia en América Latina, asunto sobre el cual ha publicado extensamente. Ha ejercido la docencia en Perú, España, Argentina y México. Es senior fellow de Due Process of Law Foundation.