En su discurso de primer año de gestión, el presidente de Panamá, Raúl Mulino, anunció que el Ministerio de la Mujer pasará a ser una Secretaría dentro del Ministerio de Desarrollo Social, como parte de una reforma para “desmontar estructuras que se solapan y que fueron pensadas en otra época”.
Ya en 2024, el presidente argentino Javier Milei cerró el Ministerio de las Mujeres, Género y Diversidad por “imponer una agenda ideológica”. Activistas del país señalan que, desde entonces, no quedan instancias para ejecutar programas para las mujeres y se han recortado programas sociales de combate a la violencia de género.
En México el Congreso local de Morelos aprobó recientemente la derogación del artículo 23-D de la Constitución local, con lo que el Instituto de la Mujer para el estado de Morelos quedará extinto una vez que se valide la reforma en la mayoría de los cabildos. Sin embargo, a nivel nacional, Sheinbaum elevó el Instituto de la Mujer de México a Secretaría, pero con recortes en el presupuesto donde más se necesita: los refugios, la justicia, la prevención.
En Brasil en 2016 la cartera del Ministerio de la Mujer, Familia y Derechos Humanos fue temporalmente disuelta y sus funciones pasaron al Ministerio de Justicia, aunque fue recuperada posteriormente y hoy sí se cuenta con un Ministerio de la Mujer. En Perú se ha discutido en el Congreso cambiar el nombre o eliminar la cartera de la Mujer y Poblaciones Vulnerables, pero aún no se aprueba ninguna eliminación efectiva. Igual en Chile y Ecuador ha habido debates y propuestas para degradar el ministerio al rango de subsecretaría o eliminarlo, pero no se han concretado hasta ahora.
En otras latitudes, tras la toma de poder de los talibanes en Afganistán en 2021, se disolvió el Ministerio para Asuntos de la Mujer. Fue reemplazado por el “Ministerio para la Propagación de la Virtud y Prevención del Vicio”. Otro sistema político, ¿misma misoginia?
¿Para qué existen los ministerios de la Mujer?
Los ministerios de la Mujer en América Latina surgieron a partir de 1980 y 1990 como respuesta a las crecientes demandas del movimiento feminista, los compromisos internacionales en materia de igualdad de género y el reconocimiento de la necesidad de políticas públicas enfocadas en los derechos de las mujeres. Su creación fue parte de un proceso amplio de institucionalización de la equidad de género en la región, para visibilizar y atender problemas como la violencia, la discriminación laboral y la exclusión política.
La Conferencia Mundial sobre la Mujer en Ciudad de México (1975) y especialmente la de Beijing (1995) impulsaron la creación de mecanismos institucionales para promover la igualdad de género. Los gobiernos latinoamericanos comenzaron a establecer oficinas, consejos o institutos para asuntos de la mujer, que más tarde evolucionaron a ministerios. Este marco institucional fue considerado por organismos internacionales como un paso esencial para consolidar democracias más inclusivas.
Para el 2021, un 44% de los países de la región contaba con un Ministerio de la Mujer, mientras que en otros existían estructuras institucionales de menor rango. Un análisis longitudinal sobre estas oficinas en la región muestra que la gran mayoría de los países mantuvo o aumentó la jerarquía de la oficina dedicada a este tema. Aún con estos avances, la región en general presenta estructuras débiles que ponen en riesgo la concreción de sus funciones y, como vimos en algunos contextos políticos recientes, hasta su existencia ha comenzado a ser cuestionada.
¿Qué hay detrás de este intento de desmantelamiento?
Los gobiernos que han optado por cerrar o reducir estas carteras suelen apelar a una combinación de razones económicas, ideológicas y administrativas. Es una opinión relativamente común en algunos sectores sociales y políticos pensar que tener un Ministerio de la Mujer es “gastar en burocracia” o “malgastar recursos”, sobre todo en sectores conservadores o con bajo acceso a educación en género. En contextos de crisis económica, el discurso del “ajuste” suele usar como blanco a ministerios sociales, incluyendo el de la Mujer.
Estos argumentos son esgrimidos sin tomar en cuenta que los ministerios de la Mujer coordinan políticas para prevenir la violencia, mejorar el acceso a la justicia, promover el empleo digno y reducir las desigualdades. Eso no solo protege derechos; también reduce costos sociales y económicos a largo plazo. Los datos hablan claro: una de cada tres mujeres sufre violencia; las mujeres ganan menos y cuidan más; la desigualdad impide el desarrollo de todo el país. Un ministerio especializado permite diseñar políticas específicas, algo que otros ministerios no hacen ni tienen como prioridad. Cada mujer sin refugio, cada niña sin educación sexual, cada madre sin sistema de cuidados es una muestra de cómo la falta de políticas de género reproduce desigualdades que después el Estado paga en forma de crisis sociales.
Por otro lado, sectores conservadores dentro de algunos gobiernos han calificado estas instituciones como promotoras de una “agenda ideológica”, acusándolas de funcionar con fines político-partidarios más que sociales. Esta narrativa ha ganado terreno especialmente en contextos donde el discurso anti ideología de género se ha vuelto parte del relato oficialista.
Finalmente, algunos ejecutivos han argumentado que las funciones pueden ser absorbidas por otras dependencias estatales, como los ministerios de Desarrollo Social o Justicia, sin que esto implique un debilitamiento de las políticas de género, aunque la experiencia indica lo contrario. Algunos gobiernos intentan justificar recortes o cierres con argumentos de eficiencia, pero los hechos muestran que, sin instituciones dedicadas y con recursos suficientes, las políticas de género pierden capacidad de acción.
Más allá de estas razones, los cambios recientes en América Latina revelan una disputa más profunda: el lugar que ocupan los derechos de las mujeres en los proyectos políticos contemporáneos. Organizaciones de la sociedad civil, especialistas en políticas públicas y organismos internacionales han expresado su preocupación ante estos movimientos. El principal temor es la pérdida de foco y prioridad: cuando las políticas de género se diluyen en estructuras más amplias, tienden a recibir menos presupuesto, personal y capacidad de ejecución.
¿Encapsular el género? El dilema de institucionalizar la igualdad
En las últimas décadas, América Latina ha visto nacer —y en algunos casos también desmantelar— una serie de instituciones estatales creadas para abordar la desigualdad de género: ministerios, institutos, observatorios, cátedras universitarias. Esta arquitectura, levantada muchas veces con presión de los movimientos feministas, ha sido celebrada como un avance político. Pero también ha sido objeto de una crítica persistente: ¿no estamos, acaso, encapsulando un problema estructural en una oficina, cuando lo que se necesita es un cambio transversal y social?
La pregunta no es menor. ¿Qué sentido tiene crear un Ministerio de la Mujer si el resto del Estado sigue operando con lógicas patriarcales? ¿No es eso, en el fondo, una forma de derivar responsabilidades, como si la igualdad de género fuera un asunto “de ellas” y no del conjunto de la sociedad?
Esta tensión es real. Y es válida. Pero también lo es reconocer que, sin estas instituciones específicas, los temas de género suelen desaparecer del radar político. A nivel mundial, solo el 4 % de la ayuda oficial al desarrollo se destinó a programas con la igualdad de género como objetivo principal en 2021-2022. Tener un buen presupuesto centrado en género es fundamental para lograr una sociedad más justa, equitativa y desarrollada y la mejor muestra de la tan cacareada “voluntad política”. No se trata solo de “gastar en mujeres”, sino de garantizar que los recursos públicos beneficien de manera equitativa a todas las personas, corrigiendo las desigualdades estructurales entre mujeres y hombres.
La especialización institucional no es solo un símbolo: es una herramienta técnica, política y estratégica. Los ministerios o institutos de la Mujer han sido clave para producir datos donde antes había silencio, impulsar leyes largamente postergadas y capacitar al funcionariado público en perspectiva de género. Son espacios de interlocución entre el Estado y los movimientos sociales. Y también son, o deberían ser, instancias de articulación entre sectores: salud, educación, seguridad, justicia, economía.
Sin embargo, muchas veces estos organismos nacen sin recursos suficientes, sin poder real de incidencia o incluso con el riesgo de ser usados como vitrinas simbólicas para gobiernos que, en la práctica, no priorizan la igualdad sustantiva.
El dilema es claro: sin institucionalidad específica, no hay política de género real. Pero si esa institucionalidad queda aislada, debilitada o vaciada de contenido, corre el riesgo de convertirse en una caja vacía, útil solo para las apariencias.
En el mejor de los mundos, un Ministerio de la Mujer no sería necesario, porque la igualdad sería parte natural de toda política pública. Pero no estamos en ese mundo. Estamos en uno donde la violencia machista sigue matando, donde las brechas económicas y laborales persisten, donde ser mujer, pobre, mayor o indígena sigue siendo motivo de exclusión.
Por eso, en lugar de preguntarnos si estas instituciones deberían existir, tal vez la pregunta correcta sea: ¿cómo hacemos para que su existencia no sea una excusa, sino una palanca real de transformación? El género no puede estar encapsulado. Pero sí necesita, al menos por ahora, una trinchera desde la cual pelear su lugar en el centro de la agenda pública.
No perder foco
El debate no es solo sobre la existencia o no de un ministerio, sino sobre la capacidad efectiva del Estado para sostener y ejecutar políticas públicas que garanticen los derechos de las mujeres. El cierre de estas instituciones tiene un efecto simbólico devastador: envía el mensaje de que la agenda de género es prescindible, secundaria o incluso sospechosa. Además, en países donde la violencia machista continúa siendo una realidad cotidiana, con tasas de feminicidios alarmantes, reducir la presencia institucional dedicada a este problema puede traducirse en vidas perdidas.
Frente a los intentos de desmantelar o diluir esa institucionalidad, es hora de imaginar nuevos modelos que combinen especialización con transversalidad, presupuesto con evaluación y representación con incidencia real. La igualdad de género no puede ser un capítulo opcional, sino una convicción compartida. Sostener lo conquistado con fuerza implica no retroceder, pero también aprovechar este ataque como una oportunidad para hacerlo mejor.