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Presidencias absolutistas

Los líderes autoritarios populistas buscan socavar los mecanismos de control que limitan su capacidad de acumular poder. Ya sea en sistemas presidenciales o parlamentarios, su comportamiento se asemeja más al de monarcas absolutos que al de líderes elegidos democráticamente.

El mundo ha presenciado el ascenso de líderes populistas que son respaldados por grandes sectores poblacionales. Se sabe que son populistas autoritarios porque pretenden dinamitar los contrapesos que les impiden acumular poder. Independientemente de los sistemas presidenciales o parlamentarios, su actuar se asimila más al de monarcas absolutos que al de líderes electos. 

Incluso los apodos que adquieren en la opinión pública dicen mucho sobre la concepción que tienen del mundo; por ejemplo, Recep Tayyip Erdogan es apodado “el sultán de Turquía” o Vladimir Putin es conocido como “el nuevo zar ruso”. Los sobrenombres han sido ganados debido a la forma en la que ejercen el poder, absoluta e indiscutible, por eso considero importante explicar en qué consiste el concepto de presidencias absolutistas.

Desde la aparición de la filosofía política, los modelos presidenciales y parlamentarios han estado separados y marcados por la discusión de cuál es más efectivo para limitar el poder. Desde la ciencia política, autores como Thomas Hobbes y Perry Anderson han establecido las características de los modelos monárquicos, en el cual el rey ejerce el poder porque fue elegido por Dios para hacerlo y, por ende, sus funciones y designios no tienen límites.

Del otro lado, en los sistemas presidenciales el Jefe de Estado o Jefe de Gobierno es legítimo siempre y cuando la voluntad popular lo haga llegar al cargo. Estudiosos como Daniel Zovatto, Diego Valadés o Jorge Carpizo establecen que en estos modelos el poder tiene límites, pero en los últimos tiempos hemos visto que algunos ejecutivos han acumulado un poder personal y omnipotente al amparo de las mayorías.

El concepto de absolutismo presidencial se refiere a los sistemas políticos que cuentan con ejecutivos o mandatarios que emanan de las urnas democráticamente pero que al tener el poder se conducen como reyes absolutos. Ahora bien, a diferencia de la teoría clásica, en la que es Dios quien designa al monarca, en este nuevo es el pueblo, como lo llaman estos líderes, quien los dota de todo el poder. 

A través de las urnas, las masas eligen a estos líderes, que utilizan su simpatía y retórica incendiaria y denuncian el statu quo. Tras ganar el poder, a pesar de que existen pesos y contrapesos institucionales, las mayorías avalan y otorgan la legitimidad para erosionar la democracia y concentrar mayores facultades. Los sufragios dotan de mayorías a estos gobiernos que cooptan a las instituciones independientes e incluso desafían el marco legal establecido con funciones que no tienen.

Un ejemplo sería la reelección de Nayib Bukele en El Salvador, a pesar de que la Constitución prohíbe presentarse a un segundo mandato de forma inmediata. Por otro lado, en México López Obrador intentó a través de un memorándum derribar las reformas estructurales, una facultad que no tiene el ejecutivo. En Venezuela y Nicaragua, Nicolás Maduro y Daniel Ortega, respectivamente, se conciben como fuentes del poder político y de las revoluciones que presumen encabezar.

En Europa y Asia, personajes como Vladimir Putin, Erdogan, Víktor Orbán, Andrzej Duda o Xi Jinping se han convertido en figuras que encarnan el poder omnímodo de las presidencias. Se han encargado de anular a la oposición y han fortalecido a su partido y sus facultades presidenciales mientras convencían a las masas de que son la única opción para transformar el país. El sometimiento de los órganos del Estado les ha permitido afianzar sus poderes constitucionales y metaconstitucionales. 

A Putin se le conoce como “el zar” porque en el pasado monárquico los zares eran las cabezas del imperio: ejercían el poder de forma unipersonal y en algunos casos la duna o el congreso ejercía contrapeso. Lo mismo ocurre en la Rusia del siglo XXI: todo está sometido al personalismo del presidente ruso, que sabe cómo se mueven los hilos del sistema político que ha moldeado a su imagen y semejanza. 

En Turquía, Erdogan se ha convertido en el nuevo constructor del estado turco, ejerce el poder desde 2014 y ha intentado acercarse a Europa en aras de consolidar un desarrollo económico y social superior a otros países del Mediterráneo. Algunos estudiosos argumentan que pretende devolver al país la gloria del extinto Imperio Otomano, pero al tener tintes nacionalistas otros lo comparan con el expresidente Kamel Ataturk, que fue el constructor de la república turca.

El mandatario se ha vuelto el pilar del sistema político, y se presenta a elecciones periódicas en las que continúa ganando la reelección. Por su parte, el primer ministro húngaro Viktor Orbán y el presidente polaco Andrzej Duda han enarbolado las banderas nacionalistas para combatir la ideología de género y la comunidad de la diversidad sexual y han acumulado poder en aras de imponer una sola visión sobre sus países. 

La forma en la que ejercen el poder se basa en la polarización y división de la población para radicalizar sus políticas. Asimismo, el crecimiento de sus funciones constitucionales ha derivado en el debilitamiento de los contrapesos. Al comparar estos dos países se puede concluir que los populistas debilitan los sistemas políticos sin importar si son parlamentarios o presidenciales.

Por último, en China Xi Jinping se ha convertido no solo en el presidente, sino en un referente para su país, ya que lleva tres mandatos, algo que solo había conseguido el histórico líder de la revolución, Mao Tse Tung. China es, desde el siglo XX, un sistema de partido único, sin elecciones, lo que impide que la gente elija directamente al presidente. El hermetismo de su política y la falta de democracia son lo que ha permitido la subsistencia de este régimen autoritario.

La aparición de presidentes que ejercen el poder de forma monárquica absolutista no es lo mismo que una dictadura. Los dictadores apuestan por el uso de la fuerza bruta y llegan al poder mediante golpes de estado; los presidentes absolutistas, en cambio, lo hacen a través de las urnas y desde dentro comienzan a dinamitar los controles del poder. Además, creen que el amplio apoyo popular que tienen les permite destruir las instituciones, ya que sus simpatizantes consideran que la destrucción es necesaria para cambiar a un modelo “más democrático”.

Esto se conoce como tiranía de las mayorías, que consideran que por ser más numerosos pueden decidir de forma unipersonal, a través de su líder, sin importar lo que otros sectores piensen e incluso aunque se opongan. El absolutismo ha cambiado de manos: antes perteneció a los reyes, pero hoy son algunos presidentes quienes anhelan esta potestad suprema.

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Cientista Político. Graduado en la Universidad Nacional Autônoma de México (UNAM). Diplomado en periodismo por la Escuela de Periodismo Carlos Septién.

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