¿Cómo entender que en Panamá quienes están dispuestos a justificar un golpe de estado que inaugure un orden autoritario hayan pasado del 11% al 38% en una década? Pongo el ejemplo de un país latinoamericano sobre el que los diferentes estudios sobre la medición de la calidad de la democracia lo sitúan desde hace años entre la media docena de países con niveles más altos. En otro orden, cuando se analizan las actitudes de los jóvenes en España, de acuerdo con una reciente investigación del Centro de Investigaciones Sociológicas, el 37,6% de quienes tienen entre 18 y 24 años, cinco puntos porcentuales más de la cohorte comprendida entre 25 y 34 años, están de acuerdo con la afirmación “no me importaría vivir en un país poco democrático si me garantiza una mejor calidad de vida”. El promedio para el país es del 26,8%.
¿Qué avizora este panorama?
La democracia, que al finalizar el siglo pasado se asumía, en agraciada cita de Juan J. Linz, como “el único casino en el pueblo” está hoy en almoneda. Cada vez resulta menos distópico plantear escenarios en los que su práctica se vea arrinconada a la hora de definir nuevas reglas de práctica del poder, así como diferentes niveles de empoderamiento de la gente. No obstante, quién manda, a título de qué y para qué, siguen siendo interrogantes fundamentales, al igual que es imprescindible tener claro los títulos que definen las relaciones entre los individuos, sus garantías, el arreglo de sus diferencias y la resolución de sus conflictos.
Durante mucho tiempo se ha extendido una reflexión sobre los límites de la estrategia democratizadora exclusivamente basada en las elecciones regulares y en su estructura formal sin haber tomado conciencia de una falencia estructural muy severa en lo atinente a la debilidad, y en muchos casos ausencia, del estado como conjunto institucional complejo. También se han venido dejando de lado las bases sociales y culturales en que se anclan los diferentes regímenes políticos. Estos son aspectos especialmente delicados para América Latina.
Han abundado democracias con una ausencia clamorosa del estado que han permitido tres tipos de situaciones: la carencia del monopolio de la violencia por parte del estado con la consiguiente profusión de la inseguridad ciudadana, el abandono de la protección del espacio público y el hecho de que los productos de la política en forma de políticas públicas no lleguen a la gente o no se refieran a sus preocupaciones más urgentes e inmediatas. Todo ello hace que la política resulte ajena. La democracia que viene a ser su reflejo es la perdedora.
La captura del estado, o de sus funciones, por parte de diferentes tipos de elites y su perpetuación en el poder es el resultado inmediato. Al final los mecanismos democráticos no son solo prescindibles, resultan también disfuncionales en un escenario en el que hay que plantear nuevas formas de hacer política en sociedades enojadas, insatisfechas y semi informadas donde, además, la intermediación está patas arriba y la crisis fiscal es un mal endémico generalizado. Por otra parte, la era actual dominada por las redes sociales y la polarización afectiva ha difuminado la línea entre la verdad y la teoría de la conspiración y, a la vez, ha segmentado a la población en comunidades efímeras estructuradas mediante lazos débiles. La situación refleja un tejido social que se deshilacha mientras el espacio público se vacía en una escandalosa situación de deterioro de los servicios públicos.
Así mismo, se han mantenido patrones de extrema desigualdad, de informalidad y de exclusión de amplios sectores de la sociedad. Los valores culturales en boga han propiciado formas de actuación ajenas a la tolerancia, próximas al patriarcado y débiles en la acumulación de capital social.
El nuevo escenario da cabida también a una conjunción de situaciones cuyo efecto poco ejemplarizante con respecto a las pautas tradicionales de funcionamiento de la democracia subvierte. La disrupción trumpista por su efecto multiplicador global es un acicate en pro del alejamiento de las masas de la democracia. También lo son los comportamientos atrabiliarios tan al uso de la clase política que van desde la irrefrenable práctica del cruce de mensajes carentes de respeto y de mesura entre los jefes de Estado con la consiguiente banalización del ejercicio de su cargo hasta la confrontación entre los poderes del Estado usando mecanismos no institucionales. De lo primero el ejemplo más reciente es la intromisión indecorosa del presidente salvadoreño Nayib Bukele en los asuntos relativos a cuestiones de política de seguridad de México y de lo segundo la convocatoria del presidente de Costa Rica, Rodrigo Chaves, de una marcha popular en contra del fiscal general
Así las cosas, la pregunta que encabeza este artículo puede tener sentido para amplios sectores de la sociedad. Si bien en el fondo sigue vigente el binomio de legitimidad-eficacia como el cimiento de todo régimen político las profundas transformaciones derivadas de la revolución digital tienen una incidencia notable que está trastocando dicho basamento. El desarrollo exponencial de la inteligencia artificial abre un panorama en el que el conocimiento de las preferencias de la ciudadanía deja de ser una quimera. Hoy la comprensión de la voluntad general rousseauniana es factible. Por otra parte, me consta que una amplio sector de la asesoría en los Legislativos y en los Gobiernos lleva meses utilizando inteligencia artificial para realizar informes, análisis y propuestas.
A todo ello debe agregarse que las funciones primordiales de los partidos de agregación y prelación de preferencias son obsoletas. Algo que se une al deterioro de su papel intermediador y a su cada vez menor incidencia en la selección del personal que se va a dedicar al oficio político. Si la política queda relegada a la elección de personas cada vez dotadas de menor experiencia que ahora van a hacerse cargo de la gestión de decisiones dibujadas mediante programas sofisticados ¿no podrá plantearse el método del sorteo para elucidar la situación de democracia electrónica como ya ideó Isaac Asimov hace setenta años en su relato “Sufragio universal”?
La democracia es también una forma de vida que hoy se ve particularmente amenazada desde la perspectiva de la oferta por el poder irrestricto de las grandes corporaciones tecnológicas aliadas con el poder político y desde el lado de la demanda por masas digitalmente alienadas cuya reciente alfabetización reclama nuevas formas de expresión política hoy todavía poco conocidas. Solo una actitud generalizada proactiva atenta a estos fenómenos puede detener la senda del sinsentido que viene abriéndose desde hace tiempo.