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Una generación de argentinos con miedo al futuro

La generación de argentinos que se encuentra entre los 30 y 50 años ha recibido una pesada herencia: inestabilidad económica, agitación política y flagrante corrupción. La combinación de estos tres elementos, por familiar que nos suene a los latinoamericanos, es de especial relevancia en Argentina, pues esta ha hecho que una generación entera viva desanimada, sin una visión a largo plazo y aferrada a lo que tiene por temor a perderlo todo.

Argentina es la tercer economía de América Latina y desde comienzos de los años ochenta, esta generación no sabe lo que es vivir sin devaluaciones sorpresivas, alta inflación, “corralitos” y patadas (económicas) de todo tipo. Y han visto sus activos devaluarse crisis tras crisis. Al no conocer el crédito, salvo en algunos efímeros años de estabilidad, los argentinos de dicha generación no han tenido ningún estímulo para ahorrar, pues la confianza en los bancos o en la Bolsa es inexistente, incluso ahora que el país tiene una tasa de interés del 60%, la más alta del mundo, seguida de Turquía, Irán e incluso Venezuela. La razón: ellos vieron los ahorros de sus padres desvanecerse de la noche a la mañana.

La inflación no solamente te come el bolsillo, ‘te come también los sesos”

Tampoco confían en hacer un “colchón”, pues las inflación recurrente (ahora en torno al 35%) hace que los argentinos compren al momento lo necesario (y no tan necesario) por temor al encarecimiento en pocos meses, incluso semanas. Mi nuevo vecino, llegado desde Buenos Aires a Barcelona hace ya unos nueve meses, me dice que la inflación no solamente te come el bolsillo, «te come también los sesos”.

Consumir antes que ahorrar y gastar antes que invertir. Años de mala gestión, corrupción y robos de fondos públicos hicieron que Argentina experimentara una profunda y desastrosa crisis económica entre 1998 y 2001, y que el país sucumbiera ante el populismo demagógico. Los agudos problemas políticos y económicos que sufría el país se fueron exacerbando por el enfrentamiento entre el Gobierno y el FMI y su plan de reformas astringente. Como resultado, Argentina entró en suspensión de pagos de su deuda externa, lo que la llevó al incumplimiento de cerca de 160 mil millones de dólares de deuda. Esto representa el mayor incumplimiento soberano (default) de este tipo en la historia.

Recientemente el FMI ha regresado a Argentina y ha aprobado la línea de crédito más grande que algún país haya recibido: 57 mil millones de dólares. A cambio, el gobierno del presidente Mauricio Macri se comprometió a cumplir las «recomendaciones” que la institución multilateral adjuntó en el contrato: un plan drástico de austeridad para reducir el déficit fiscal y la abstención del banco central en la intervención del mercado de divisas. Esto ha hecho que las cacerolas vuelvan a sonar en las calles y que el gobernador del banco central, Luis Caputo, renunciara a su cargo luego de asumir en junio.

Este último rescate evoca los fantasmas de los últimos treinta años, y los traumas se encuentran todavía a flor de piel. Los argentinos se aferran al empleo seguro, dado que las oportunidades son escasas en el sector privado. La tasa de paro roza ya el 10%, y aunque se encuentra todavía muy lejos de las tasas cercanas al 20% de inicios de siglo, las crisis han alimentado en mis contemporáneos argentinos una cultura que venera el funcionariado.

Ante la incertidumbre, estabilidad y miedo, el empleo estatal parece ser el deseo de esta generación, que con los años ha sido empujada hacia el conformismo. Consecuencia de esto es el sobredimensionamiento del aparato administrativo público, que se convierte en una aspiradora de talento y una máquina de deuda y que, a su vez, alimenta el círculo vicioso que, en definitiva, es buena parte del origen de las crisis económicas recurrentes en Argentina.

Hace nueve meses mi vecino decidió unirse a la —ya añeja y enorme— diáspora argentina en el mundo. Y ahora, desde España, cuenta que, aunque buena parte de sus compatriotas mantienen ese espíritu inmigrante de sus abuelos y confianza emprendedora de sus padres, son cada vez más los que tienen el entusiasmo debilitado. A mi parecer, la incertidumbre y desconfianza de esta generación no es solo un fenómeno argentino, sino uno global aún más complejo. Sin embargo, sí creo que en Argentina las crisis económicas recurrentes y los malos gobiernos —populistas o tecnócratas— han exacerbado este conformismo temeroso y quietud apática en una generación que no ha podido pensar en el futuro.

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Economista. Analista de mercados e inversiones sostenibles en Dow Jones. Postgrado en Economía y Negocios Internacionales en la Facultad de Economía de la Hochschule Schmalkalden (Alemania).

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