Tras su apretada victoria electoral, la más ajustada de la historia de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva, consciente de ese empate, declaró que su principal tarea consistiría en reunificar el país. Un indicador de esa perspectiva iba a ser la forma en que tuviera lugar su toma de posesión el primero de enero de 2023. Han pasado días desde ese hecho y el balance no resulta muy satisfactorio.
Un primer signo negativo ha consistido en la confirmación de que el presidente entrante no recibiría la banda presidencial del mandatario saliente. Cuarenta y ocho horas antes, el todavía presidente Jair Bolsonaro abordaba un avión de la Fuerza Aérea con dirección a Florida, para tomar un descanso de varias semanas. En Brasil, así como en la mayoría de los países de la región, la recepción de la banda de manos del presidente anterior es un signo de la transición pacífica de poderes.
De hecho, así ha sido desde la recuperación de la democracia en el gigante sudamericano. Únicamente fue el último presidente militar, João Figueiredo, quien no quiso cumplir con ese protocolo al ser derrotado por una candidatura civil en 1985 (frente a José Sarney, quien sustituyó al presidente electo, Tancredo Neves, fallecido antes de su toma de posesión).
Después de su llegada a Florida, Bolsonaro se alojó en la casa que alquila en Orlando y no quiso emitir declaración alguna sobre la toma de posesión. El sábado 31 de diciembre salió a caminar en la mañana, encontrándose con grupos de seguidores, y llegó a almorzar en un local de pollo frito de la cadena KFC. Su círculo próximo se encargó de difundir esas actividades por las redes sociales. No se sabe con precisión cuánto tiempo estará aún el presidente saliente en suelo estadounidense ni cuál será su agenda hasta que el último día de enero concluya el traspaso de poderes en Brasilia.
Mientras tanto, el presidente electo Lula da Silva enfrentaba una agitada agenda en su toma de posesión. Contrariamente a lo pronosticado por el bolsonarismo radical, dispuesto a evitar el acto por la fuerza, Lula ascendió por la rampa del Palacio de Planalto para ajustarse la banda presidencial. Existía cierta expectativa entre invitados y observadores respecto del tono y el contenido de su discurso de toma de posesión. Y Lula no defraudó a los suyos: arremetió contra Jair Bolsonaro y su obra de gobierno, tildando su mandato presidencial de tiempo de “barbarie”, destrucción y lapidación de los fondos públicos. Tampoco escatimó con la velada amenaza de llevar a Bolsonaro a los tribunales por su actuación durante la pandemia de la COVID-19.
Independientemente del fondo de sus afirmaciones, lo cierto es que, tal como han subrayado diferentes observadores, no es precisamente un discurso que pueda servir para tender puentes con el bolsonarismo, un movimiento político y cultural que incluye a millones de personas. Tampoco lo es para negociar con la mayoría del Congreso, porque predomina el partido del presidente saliente.
Han surgido especulaciones para explicar el tono y los contenidos del duro discurso de Lula. Podría interpretarse que era inevitable hacerlo, como peaje ante sus partidarios y electores, para moderar luego su lenguaje. También puede entenderse que el objetivo fuera que el comando político de Lula tenga la certeza de que Bolsonaro tendrá que enfrentar cargos ante la justicia, que podrían convertirlo en un cadáver político.
Pero existe el temor de que el sector duro del PT haya elegido la vía de la confrontación para derrotar al bolsonarismo. Sea como fuere, todo indica que las semanas que restan hasta concluir enero pondrán en evidencia si la división radical que hoy muestra la sociedad brasileña tiende a disminuir o a aumentar.
Por otra parte, existen algunos hechos que alimentan la crítica de la oposición. Pese a las afirmaciones del nuevo ministro de Hacienda, Fernando Haddad (excandidato presidencial del PT en 2018), de que el Gobierno se ajustará a la responsabilidad fiscal, lo cierto es que Lula ha evitado aclarar de dónde obtendrá los recursos para un programa que se considera expansionista. Y pasar de un Ejecutivo con 26 ministerios a otro con 37 no parece un signo muy claro de contención.
Lula justifica esta ampliación como necesaria a fin de procurar la participación de los grupos de la amplia alianza que permitió la victoria electoral, pero el mercado ya ha emitido un primer desacuerdo mediante una caída del 3% en la Bolsa.
Nadie duda de que Brasil tenía una situación radicalmente distinta cuando el presidente electo formó su primer gobierno el primero de enero de 2003, pues en aquel entonces comenzaba el boom económico latinoamericano. Ahora, sin embargo, las previsiones indican un estancamiento e incluso una recesión en la economía global. Por otra parte, en aquel momento, Lula logró un corrimiento del electorado hacia sus posiciones progresistas (ganó con el 62%), mientras que en esta oportunidad la división política se mantuvo.
Pero precisamente porque el mandato que se inicia se avizora cuesta arriba, la reducción de esa división del país resulta crucial. Los primeros signos visibles de esta andadura muestran que, desafortunadamente, esa meta prometida por Lula es poco menos que inalcanzable.
Autor
Enrique Gomáriz Moraga ha sido investigador de FLACSO en Chile y otros países de la región. Fue consultor de agencias internacionales (PNUD, IDRC, BID). Estudió Sociología Política en la Univ. de Leeds (Inglaterra) con orientación de R. Miliband.