Ecuador, hasta hace poco más de 15 años, era una “isla de paz”. En la década de los ochenta del siglo anterior, el narcotráfico, el narcoterrorismo, la delincuencia organizada y el paramilitarismo desangraban a sus vecinos Colombia y Perú. Por ello, muchos afirmaban que este era un caso inédito, y para algunos cabía la pregunta de por qué un país pequeño, vulnerable en lo económico, con un Estado dependiente de las materias primas, un conflicto limítrofe irresoluto y una novel democracia podía escapar a la violencia. Este país que, como bien lo había dicho Alexander von Humboldt entre 1799 y 1804, vivía pobremente en medio de innumerables riquezas, dormía entre crujientes volcanes y se alegraba con música triste. Era un país más de América del Sur, tal vez irrelevante en el escenario internacional, pero pacífico.
Desde la creación del Sistema de Naciones Unidas, Ecuador siempre ha abogado por la resolución pacífica de las controversias y, al menos en lo internacional, ha apelado a lo institucional. Es un país que, en medio de sus problemas, trató siempre de desarrollar una democracia, que, aunque débil, imperfecta y seducida por los caudillismos, trataba de abrirse camino entre sus pares latinoamericanos.
La democracia ecuatoriana sobrevivió a la muerte de un expresidente en funciones, dos guerras, al secuestro de un presidente en una base militar, a dos fenómenos de El Niño, a dos crisis de la deuda, al colapso de su sistema financiero y a la dolarización. Era un país en el que, si bien se debían tomar precauciones (como en cualquier país latinoamericano), no se escuchaba hablar de coches bomba, cadáveres colgados de los puentes, extorsiones a pequeños y medianos negocios, asesinatos de candidatos a cualquier cargo de elección popular ni de despedazados en las cárceles y, menos aún, los políticos se tomaban fotos con narcos o candidateaban a exmiembros de bandas delincuenciales (como los Latin Kings) a la Asamblea Nacional.
Ecuador era un Estado con altibajos, pero que mantenía el control del monopolio legítimo de la violencia. Las instituciones encargadas de la seguridad contaban con fuertes niveles de credibilidad y confianza ciudadana y, a pesar de las carencias y necesidades de la gente, aún existía un tejido social con actividades barriales, donde los vecinos se encontraban en las fiestas de la ciudad o en los reclamos por la atención de sus mandatarios.
El país en el que yo crecí no era para nada perfecto, seguía siendo injusto con los que menos tenían y, hacia fines de los noventa, muchos compatriotas tuvieron que emigrar a España, Estados Unidos o Italia para buscar oportunidades, pero con la esperanza de regresar, comprarse una casa y montarse un negocio que les permitiera pasar el resto de sus días en su país.
En aquel país había problemas políticos, como en cualquier otro de la región, pero no había candidatos amenazados ni autoridades asesinadas. El último asesinato de un candidato presidencial ocurrió en 1978, cuando los enemigos de la democracia de ese entonces quisieron evitar que volviera al país.
Hoy, esos enemigos se han instalado en Ecuador, y el reciente asesinato del candidato presidencial ha marcado un antes y un después. Fernando Villavicencio había denunciado las amenazas del cáncer de la delincuencia organizada y por ello fue acribillado a balazos a las 17:30 de la tarde en el centro norte de la capital y en condiciones que generan suspicacia por la falta de previsión de su equipo de seguridad, conformado por policías y personal privado.
Aquel país ya no existe y muchos quieren dejar lo que queda de él. Nadie quiere vivir entre la zozobra de no saber si regresará sano a su casa, si una bala perdida acabará con la vida de un ser querido o si tendrá que elegir entre pagar una extorsión o seguir viviendo.
Y es que yo crecí en un país pacífico, donde no había miedo de ir a las urnas, donde hacer política, tal vez, no era la mejor decisión, pero no te costaba la vida. Ahora sobrevivo en medio de una violencia que trata de imponer su paz con fuego, lágrimas, dolor y en medio de una democracia moribunda, a la cual, quién sabe, pronto alguien le dé la extremaunción.
Autor
Doctorando en la Universidad de Salamanca (España). Máster en Relaciones Internacionales por el Instituto de Altos Estudios Nacionales (Ecuador) y en Ciencia Política por la Univ. de Salamanca.