Hoy, el Estado peruano es un botín, una presa maniatada por los poderes ejecutivo y legislativo, por los partidos políticos viejos y nuevos, de izquierda, centro y derecha, por los políticos de turno. Mientras tanto, la ciudadanía observa estupefacta, pasiva, inmóvil, sin saber que hacer o sin poder hacer nada. Los cargos públicos se rematan, ya no en la clandestinidad, sino a vista y paciencia de los medios de comunicación. Las políticas públicas yacen inertes y la delincuencia se apropia de las calles. ¿Cuánto puede durar un Estado en piloto automático y en proceso de asalto y rapiña interna?
Parecía que estábamos ante un bloqueo político de poderes que enfrentaban a una izquierda y derecha radicalizadas y atrincheradas en el gobierno y el congreso respectivamente. Dos poderes que se amenazaban con una disolución y una vacancia; que se habían acusado mutuamente de corrupción, fraude, golpismo, conspiración mafiosa.
La ciudadanía, que no atinaba a quién creer, al final sospecha que ambas partes tienen razón. Parecía, entonces, que se venía un desenlace inminente de choque de poderes, pero al final prevaleció un acuerdo cómplice: el contubernio y una paz viciada. En el interín, los beligerantes deciden sacar el mejor provecho de esta crisis política.
Podemos retrotraer esta situación caótica a los resultados de las elecciones presidenciales de año 2015, los cuales no fueron reconocidos por la candidata perdedora Keiko Fujimori, y que con una bancada parlamentaria mayoritaria pudo finalmente vacar al Presidente Pedro Pablo Kuczynski dos años más tarde, lo cual acentúo la crisis política que paradójicamente dura hasta el día de hoy.
Las siguientes elecciones presidenciales de abril del 2021 tampoco fueron reconocidas por la sempiterna perdedora Keiko Fujimori. El actual Presidente Pedro Castillo, un profesor rural, sin partido, ni programa, ni ideología, parecía tambalearse de su cargo desde el primer día de su mandato; no obstante, la política peruana da un giro sorpresivo: un acuerdo entre las alas radicales.
El fundamento de dicho entendimiento provino del cálculo, de que en caso alguno de los poderes públicos pudiera eliminar políticamente a su adversario, se corría el peligro inminente de unas nuevas elecciones generales, quedando fuera de juego todos. Bajo esa consideración implícita de perder sus empleos electoralmente adquiridos, el Congreso ya había aprobado previamente los dos primeros gabinetes del Presidente Castillo, no importando cuán radicales y confrontativos fuesen, aunque posteriormente no tardaron en caer por sus propios errores y escándalos.
A menos de medio año en el poder, el nuevo gobierno se encuentra inmovilizado ante graves problemas, como fue el derrame de petróleo en el mar peruano de la empresa REPSOL, sin atinar a sancionar a los infractores o a emprender una acción urgente de limpieza y descontaminación. Es en este contexto, que el 3 de marzo se presentará el nuevo primer ministro, Aníbal Torres, a solicitar la confianza al Congreso, el cual no tendrá una conducta diferente las anteriores aprobaciones, y continuará un status quo de parálisis y corrupción abierta.
Del enfrentamiento a la negociación
Los rivales políticos desde el Congreso como desde el Ejecutivo se dieron cuenta que se necesitan unos a otros, no para emprender un proyecto nacional o para hacer algún tipo de reforma para salir de la crisis; sino porque no pueden perder la inversión que hicieron en la campaña electoral del 2021. Por lo demás, un presidente débil e incompetente es una magnífica oportunidad para que los poderes fácticos puedan recuperar el poder económico y legal que perdieron en los últimos años, ya sea en el sector educación, en el transporte, en la construcción, y en las diversas licitaciones que el Estado convoca permanentemente.
El mero interés privado de los protagonistas de este entuerto prevaleció sobre sus aparentes diferencias ideológicas. Se volvieron socios de “bolsillo”, y validaron una nueva forma de régimen político: el Estado Botín.
No obstante, un Estado no puede permanecer inmóvil, inactivo, paralizado indefinidamente. Sus tareas de preservar la vida de sus ciudadanos devienen en un peligro inminente para la vida de la propia gente. Un retroceso del proceso en curso de vacunación provocará nuevas víctimas mortales, como ocurrió durante un año y medio de pandemia, donde Perú fue el país con más muertes promedio por COVID en todo el mundo, frente a un Estado disminuido por 30 años de neoliberalismo y por errores garrafales de un presidente en turno, altamente incompetente.
Los errores de la política cuestan vidas, afectan la salud de las personas, ocasionan desastres humanitarios, como bien lo señala Michel Foucault con el concepto de “biopolítica” que hace referencia a la regulación de la población por parte del Estado. Por tanto, un pacto pro-impunidad no puede sostenerse en el tiempo. Algo tiene que pasar y pasará. El Estado no sólo son sus poderes públicos, sus partidos políticos; el Estado es, ante todo, sus ciudadanos, su sociedad civil.
¿Cuánto puede durar un Estado Botín?
Un Estado Botín no puede durar mucho tiempo, apenas es un respiro (o un ahogo), un accidente de corta vigencia. El Estado reaccionará frente al enviciamiento de sus actores más dañinos. Un Estado tiene mecanismos propios de defensa: su sistema jurídico, su masa crítica (intelectuales, artistas, estudiantes, académicos, periodistas), y finalmente su base social.
En un contexto donde están en peligro las condiciones del bienestar de la población y de la vida misma, el Estado se revuelve en sus entrañas y revirará contra su cúpula gubernativa. Será la sociedad misma quien empuje hacia una transición institucional, mediante los mecanismos eleccionarios que restablecerán un mínimo aseguramiento de la convivencia pacífica y de la salud de su gente.
Finalmente, el paradójico pacto implícito de la ultraizquierda (Perú Libre) y la ultraderecha (Fuerza Popular y Renovación Popular) en el Perú, que hace menos de un año se enfrentaban como enemigos mortales en las elecciones presidenciales del 2021, y que hace menos de un mes se amenazaban mutuamente con la vacancia y la disolución, no resistirá la menor prueba de lealtad. Este es un arreglo de conveniencias inmediatas, que caerá apenas alguno de estos actores políticos vea un incentivo que le permita deshacerse del otro.
Mientras tanto, esta precaria alianza deja a la deriva al Estado peruano; pero frente a esta inercia no hemos de descartar la acción colectiva de masivas protestas ciudadanas, que también estuvieron presentes en los años recientes, y que impidieron el desmantelamiento del poder judicial el 2019, y la instauración de un presidente ilegítimo, como fue el caso de Manuel Merino en el 2020, en plena pandemia.
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Autor
Profesor e investigador de la Universidad Autónoma del Estado de México. Presidente de la Asociación Mexicana de Ciencia Política (AMECIP) y Coordinador de la Red de Estudios sobre Calidad de la Democracia en América Latina. Doctor por FLACSO-México.