El presidente de Chile, Gabriel Boric, insiste con frecuencia en que se ha tenido que desprender de buena parte de los tópicos tradicionales de la izquierda chilena. Sin embargo, quizás no sea consciente de todos los que todavía arrastra. En las últimas semanas, ha repetido una frase que le encanta, pero sin darse cuenta de que refleja una noción de la democracia limitada, propia de la izquierda tradicional, en especial en América Latina.
El presidente afirma cada vez que tiene oportunidad: “La democracia está para resolver los problemas de la gente, porque si no lo hace, la gente se desencanta”. En eso consistiría el valor fundamental de la democracia: en procurar el bienestar de la población, sobre todo en el plano socioeconómico (aunque no únicamente). Al expresar esa idea, Boric se inscribe en la concepción usual de la izquierda latinoamericana, según la cual la naturaleza de la democracia es puramente instrumental; no tiene valor en sí misma.
Este desconocimiento del valor sustantivo de la democracia tiene consecuencias: es lo que ha conducido a elogiar al régimen cubano durante mucho tiempo y a disimular las “imperfecciones” de Gobiernos como el venezolano o el nicaragüense.
La izquierda latinoamericana se resiste todavía a admitir que la democracia tiene un doble valor. El sistema democrático no es simplemente una fábrica de bienestar. Su valor sustantivo consiste en que es un sistema que le permite a un conjunto social adoptar decisiones colectivas, en condiciones pacíficas y previsibles. Ese valor sustantivo es crucial para el desarrollo humano. Luego, las decisiones colectivas democráticas podrán gustarnos más o menos, ser acordes o no con nuestra ideología o nuestro sistema de valores. Pero si una decisión ha sido adoptada normativamente de forma correcta, la democracia ha cumplido con su función principal: permitir que el conjunto social pueda adoptar decisiones colectivas de manera pacífica.
Desde luego, el sistema democrático también se orienta hacia el bien común, y, en ese sentido, perseguirá el bienestar de la población. Pero reducir el valor de la democracia a esta segunda función refleja un menosprecio del valor sustantivo de la democracia, que puede poner en riesgo ese plano del desarrollo humano. Como dijo Adam Przeworski, el desarrollo es algo muy oral: poder comer y poder hablar. Y si se conculca cualquiera de los elementos del binomio se impide el desarrollo humano.
Por otra parte, el desconocimiento del valor sustantivo de la democracia induce hacia el mantenimiento de una deficiente cultura política cívica y política. Si la ciudadanía (y, sobre todo, sus representantes políticos) solo valora la democracia por su capacidad de generar bienestar, no puede extrañar el hecho de que la ciudadanía deje de sentirse comprometida con la democracia en cuanto aparezca una crisis económica nacional o internacional.
¿Dónde entonces habrá que buscar a los defensores del valor público del sistema político democrático? Y, desde luego, si no hay defensores del valor sustantivo de la democracia, este sistema político estará expuesto a múltiples crisis y nunca podrá afirmarse que se ha consolidado básicamente. Los sondeos de opinión muestran que en los países de la región continúan importantes bolsones de población con baja cultura democrática que desprecian el valor de la democracia.
El presidente Boric debería captar que en Chile hay todavía bolsones de esa población desentendida o desafecta respecto a la democracia y, de hecho, podrían haber tenido bastante peso en el resultado del pasado plebiscito. Desde luego, ambos planos del valor de la democracia se conectan: elevar el nivel de vida de la población también puede contribuir a un mayor compromiso con el sistema democrático. Pero no es algo automático ni lineal.
Es necesario poner especial atención a la elevación de la cultura política democrática en América Latina. Por ello, sería un logro fundamental del mandato presidencial de Boric el hecho de que el compromiso con el valor sustantivo de la democracia aumente apreciablemente entre la población al final de su gobierno. Sin embargo, para ello, debería desprenderse cuanto antes de esa noción de la democracia simplemente instrumental que todavía arrastra.
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Autor
Enrique Gomáriz Moraga ha sido investigador de FLACSO en Chile y otros países de la región. Fue consultor de agencias internacionales (PNUD, IDRC, BID). Estudió Sociología Política en la Univ. de Leeds (Inglaterra) con orientación de R. Miliband.