Hemos escuchado y leído los más diversos análisis sobre los problemas que contribuyeron a que los resultados de los comicios más reñidos y polarizados de la historia de los Estados Unidos tuvieran al país y al mundo en vilo y al borde de un ataque de nervios durante los días que siguieron al 3/11, hasta desembocar en la victoria de Joe Biden. El sistema electoral con elección indirecta, en primer lugar, que hace que el voto popular a nivel nacional no se vea reflejado en la composición de los electores por estado que finalmente consagrarán al presidente en el colegio electoral. El voto anticipado por correo, masivo en este caso debido a la pandemia, que hizo más farragoso y complejo el escrutinio, en segundo lugar. Y finalmente, la polarización del electorado, azuzada por un presidente que hizo del escarnio a las bases de la democracia liberal uno de sus caballitos de batalla.
La tradición bipartidista de los EE.UU. tuvo siempre una tensión doble: demócratas y republicanos reflejando dos culturas políticas gravitantes que sus líderes se encargaban de moderar al momento de competir por la Presidencia. Todo cambió con Trump, que pateó el tablero, radicalizó el juego y potenció el factor populista, actuando como el líder de un pueblo que desprecia a sus políticos tradicionales.
Por eso, la contienda Trump vs. Biden se transformó en una encrucijada de otro tenor, casi existencial, en la que se pusieron a prueba cuestiones más profundas y fundamentales. Las dos parcialidades que se disputaron el alma de la “América profunda” en estas elecciones norteamericanas mostraron una llamativa paridad de fuerzas. No hubo nítido vencedor ni contundente derrota, y ya se pueden ver sus reflejos en la futura composición del Senado y la Cámara de Representantes, con una notoria paridad y diversidad. Las dificultades que demoraron la traducción en números de quién finalmente ha ganado la elección presidencial dejan algunas lecciones.
algo que tiene que ver con lo que distingue –o debería distinguir- a las democracias de los regímenes oligárquicos o autocráticos: el principio de incertidumbre.
Por lo pronto, algo que tiene que ver con lo que distingue –o debería distinguir- a las democracias de los regímenes oligárquicos o autocráticos: el principio de incertidumbre. Reglas ciertas, resultados inciertos. Algo que debe resolverse cuantitivamente, contando voto a voto. Y volviendo a contar, si existen dudas al respecto.
Pero aún si esto se complica, como ha ocurrido en estos comicios, se abre una dimensión cualitativa en la resolución final. La reacción de los líderes ante este obligado alargue del conteo, el activismo de la gente en las calles y cercanías de los centros de votación exigiendo el respeto del sufragio popular, el papel de los medios de comunicación, replicando o neutralizando “fake news”, los lobbys partidarios y la intervención judicial, en última instancia, empañando o garantizando la validez del escrutinio.
Todos los resortes de una república democrática se ponen en máxima tensión, reflejando los intereses en juego, las intenciones de resguardar o manipular los resultados, de dar crédito o desestimar las denuncias de fraude. Pero también los “pesos y contrapesos” que evitan la imposición de un resultado contradictorio con el respeto a la voluntad popular, expresada en el voto de las mayorías y minorías. Les molesta este principio de incertidumbre a quienes –como Donald Trump- creen saber de antemano por quién votan las mayorías y cuando así no lo hacen sólo encuentran explicación en el engaño o el error.
Una elección presidencial puede ser también una experiencia terapéutica de restitución democrática para una sociedad como la estadounidense
Una elección presidencial puede ser también una experiencia terapéutica de restitución democrática para una sociedad como la estadounidense partida en –por lo menos- dos mitades. La reconstrucción colectiva del «We The People» –la fórmula inscripta en su Preámbulo- con la que los constituyentes quisieron encarnar un principio de unidad en la extrema diversidad. El pueblo estadounidense es esto que se vio durante esta semana: los espejos multicolores astillados de un caleidoscopio que no para de girar, dificultando al extremo la “reducción a la unidad” que significa elegir a un Presidente. Este es uno de los legados que deja Trump, el pequeño presidente que se creyó emperador de la (todavía) principal potencia del mundo, a su sucesor, Joe Biden.
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Foto de Gage Skidmore en Foter.com / CC BY-SA
Autor
Cientista político y periodista. Editor jefe de la sección Opinión de Clarín. Prof. de la Univ. Nac. de Tres de Febrero, la Univ. Argentina de la Empresa (UADE) y FLACSO-Argentina. Autor de "Detrás de Perón" (2013) y "Braden o Perón. La historia oculta" (2011).