La lectura de la reaparición de Donald Trump en la escena internacional como una figura disruptiva no puede quedarse en el capricho de una personalidad arrolladora. Con su estilo provocador, no solo genera desconcierto: también aplica (aunque quizás de forma intuitiva) estrategias conocidas en psicología económica. El “anchoring” que describieron Kahneman y Tversky —fijar un punto de partida extremo para luego negociar desde allí— aparece en sus posturas duras iniciales, que luego modera al negociar tratados o compromisos.
Trump es, en muchos sentidos, un síntoma, un catalizador; una lente incómoda, pero útil, para leer los procesos de reconfiguración global. El enfocarnos en el mero personaje ayuda a comprender el estilo de liderazgo y tal vez su estrategia política, pero nos deja faltos de respuestas.
Desde la crisis financiera de 2008, pasando por la pandemia, hasta los actuales conflictos armados —Rusia-Ucrania, Israel-Hamás, Yemen, Sudán— asistimos a un momento de profunda inestabilidad. Hay varias situaciones en evolución. Los «tarifazos arancelarios» por parte de Trump, cuyo último capítulo es la decisión de Canadá de pausar nuevos impuestos a las tecnológicas. El bombardeo estadounidense contra instalaciones del programa nuclear iraní, con el consiguiente riesgo de una escalada regional. En suma, guerras calientes conviven con tensiones crecientes en el comercio mundial, disputas por materias primas estratégicas (como las tierras raras), urgencias energéticas y desafíos medioambientales.
Trump, el “bulldozer” geopolítico
La geopolítica, en sus tres niveles discursivos, está volviendo al centro del debate. Por un lado es utilizada entre expertos dentro de la academia. Además hay una amplia producción por parte de gobiernos e instituciones como ONGs y think tanks sobre todo desde la segunda mitad del S.XX. Y luego hay un gran uso del discurso que Gerard Toal califica como ¨geopolítica popular¨: la vinculada a los medios, películas y conversaciones en la calle. Basta mirar la curva de búsquedas de la palabra ¨geopolitics¨ en Google Trends para notar que el interés de la gente por la geopolítica crece exponencialmente. Buscar patrones y tendencias en el manejo del territorio y el poder actual tiene mucho potencial analítico.
En ese contexto, la psicología nos queda corte para entender el fenómeno Trump, pero también el análisis excede al comercio y a la economía. Trump no es tanto el creador de una nueva política exterior, sino más bien un signo de los tiempos: refleja una fractura interna de Estados Unidos y, al mismo tiempo, cataliza un reordenamiento global.
Geografía y poder: la herencia de Tucídides en clave contemporánea
En un escenario donde la pax americana ya no puede sostenerse en sus propios términos, se buscan explicaciones para la nueva realidad. El politólogo Graham Allison rescató el concepto de ¨La Trampa de Tucídides¨, de la tensión estructural que ocurre cuando una potencia emergente amenaza con desplazar a una hegemónica, haciendo un paralelismo entre Atenas y Esparta con China y Estados Unidos. Fareed Zakaria entiende que entramos en un “mundo post-norteamericano”, donde los Estados Unidos ya no dicta las reglas en solitario, sino que el ascenso relativo de otras potencias dispersa el poder.
Eyectados hacia un nuevo reordenamiento, la retirada parcial de Estados Unidos de la escena global, más gestual que efectiva, ha abierto espacio para la multiplicación de actores estratégicos. Europa enfrenta su vecindad inestable (Rusia, Medio Oriente, África del Norte) mientras intenta redefinir su rol en materia de defensa, inmigración y energía. Asia, por su parte, se posiciona con determinación y extiende sus tentáculos tecnológicos y logísticos por el mundo, llegando a América Latina -que ha sido tradicionalmente el ¨patio trasero¨ de los Estados Unidos-, como demuestran el Puerto Chancay en Perú, autos y baterías eléctricos en Brasil, construcción de parques solares, y el centro de datos de Huawei entre otros proyectos.
China no solo pugna por poder económico; disputa narrativas. Citando a Kishore Mahbubani, mientras Estados Unidos ha estado presente en Asia durante un siglo, China ha estado allí durante mil años. Y probablemente lo seguirá estando. Esta perspectiva histórica no solo relativiza la influencia occidental, sino que interpela las formas de lectura de los cambios globales: no todo puede observarse desde Washington.
Vietnam es un ejemplo de cómo los procesos de industrialización actuales, mediadas por la globalización y la tecnología, reconfiguran clases sociales y estructuras económicas. Sociedades que absorben población campesina hacia el trabajo industrial en crecimiento, frente a otras —como muchas occidentales— donde la clase media envejecida y precarizada experimenta el deterioro como pérdida relativa. Son dos dinámicas temporales y estructurales distintas, en competencia asimétrica. A esto se les yuxtaponen políticas públicas de desarrollo con ventanas temporales diferenciadas.
En China, Corea del Sur, Japón, Taiwán, India o Rusia hay estrategias de desarrollo orientadas al largo plazo que están dando frutos. Mientras, en Estados Unidos, una visión a corto plazo da como resultado sectores internos a distintas velocidades. Una especie de ¨dumping político¨ funciona entre sistemas que logran sostener una estrategia económica y política entre otras circunstancias a costa de la falta de alternancia en el gobierno y la supresión de la oposición, versus las democracias en las que la fecha de caducidad de los mandatos no está logrando muchas veces mantener objetivos a mediano o largo plazo. En América Latina se padece lo peor de los dos mundos. Hace 500 años se vive una inserción asimétrica a la economía que genera desigualdad social interna e impactos ambientales muy fuertes.
Trump, más que Trump: el producto de una erosión estructural
Volviendo a la figura de Trump, proponemos una mirada que excede la psicología o la moralidad del personaje. Trump no es únicamente una anomalía. Es, en todo caso, una consecuencia de los desajustes al interior de un sistema económico y político desgastado. Estados Unidos experimenta una fractura interna marcada por el debilitamiento de su clase media, la concentración de poder en sectores financieros y el empobrecimiento de amplias capas sociales desde hace décadas.
La globalización ha sido el verdadero tsunami de las últimas tres décadas. Alteró las cadenas de valor, desplazó centros productivos, fragmentó sociedades. Y lo hizo de manera desigual. Mientras algunas élites globalizadas ganaron acceso a nuevos mercados y recursos, otras —más nacionales, menos móviles— , pero no necesariamente las clases bajas, comenzaron a perder terreno. Trump, al igual que otras figuras como Bolsonaro, Le Pen o Milei, expresa esa tensión.
No se trata, entonces, de evaluar si Trump tiene razón, sino de comprender qué nos está diciendo su éxito político. Quizás su mérito sea haber señalado (intencionalmente o no) que el sistema global se está resquebrajando. La pérdida de competitividad e influencia de Estados Unidos lleva a Trump a ensayar medidas unilaterales que tensan aún más el tablero, desde ataques preventivos a enemigos estratégicos hasta presiones comerciales sobre socios históricos como Canadá. Pero también obliga a actores intermedios —Europa, América Latina, Sudeste Asiático— a repensar sus propios márgenes de maniobra.
América Latina ante el tablero revuelto
La cuestión clave no es tanto si las regiones o países deben apoyar o rechazar a Estados Unidos o a China, o con qué lógica jugar a corto plazo en el mercado arancelario o en el de la estridencia comunicacional, sino cómo posicionarse en este mundo reconfigurado. Con vasto territorio, recursos naturales estratégicos y aún una ventana demográfica activa, países como Brasil o Argentina tienen oportunidades que no deberían dilapidarse en lecturas reactivas o viscerales. La geopolítica puede y debe ayudar a pensar estratégicamente: desde nuestra ubicación, desde nuestros intereses, desde nuestras capacidades.
Responder a las medidas unilaterales de Trump con represalias puramente emocionales o mecánicas —aumentando aranceles, por ejemplo— puede ser tan ineficaz como ingenuo. Lo que se necesita es una lectura compleja, multidisciplinaria, capaz de articular economía, sociología, historia y política exterior. Una lectura que entienda que el mundo no es unívoco y que los liderazgos carismáticos —sean de derecha o de izquierda— no pueden reemplazar el análisis estructural. Los consensos que trascienden ciclos políticos son los que a largo plazo beneficiarán a nuestras economías y sociedades.
Menos cortoplacismo, más realismo
La incertidumbre geopolítica actual no desaparecerá pronto. El orden global está en disputa, las narrativas se multiplican, los actores se reconfiguran. Trump —amado u odiado— no es el comienzo ni el fin del proceso. Es un espejo roto que refleja múltiples crisis: la del modelo neoliberal, la del multilateralismo, la de la confianza en las élites. Comprenderlo requiere algo más que condenas morales o simpatías ideológicas.
Si la geopolítica vuelve al centro del análisis es porque necesitamos herramientas complejas para pensar un mundo que se ha vuelto interconectado y a la vez competitivo. Y como nos recuerda la historia, no hay peor error que enfrentar una crisis con marcos viejos. Trump no es el terremoto, es la grieta. Y si no cambiamos el lente, solo veremos los escombros, no las estructuras que siguen crujiendo bajo nuestros pies.