A menudo, cuando ocurre una tormenta, huracán, erupción volcánica o terremoto, persiste la costumbre de hablar de un “desastre natural”. Sin embargo, las fuerzas de la naturaleza solo explican una parte de la ecuación en un desastre, y en ocasiones ni siquiera la parte más significativa.
Los peligros de la naturaleza se convierten en desastres como resultado de decisiones u omisiones acumuladas en los procesos de desarrollo, que incluyen la ocupación y uso del suelo, las prioridades de inversión y estándares o reglas que se cumplen o ignoran. El desastre, visto así, es una construcción social, más que natural o física.

Los desastres no son fenómenos puramente naturales, sino el resultado de la interacción entre amenazas físicas, naturales o construidas por intervención humana (sociales, tecnológicas, bióticas) y las condiciones sociales, ambientales y económicas existentes. Así lo reconoce el Informe Regional sobre Desarrollo Humano 2025, Bajo presión: Recalibrando el futuro del desarrollo, elaborado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo.
Esta perspectiva exige pasar del control o anticipación de las amenazas a uno de gestión del riesgo como proceso social, integrado al proceso desarrollo sostenible, para anticipar, prevenir y reducir exposiciones y vulnerabilidades en un contexto de creciente incertidumbre.
Casos emblemáticos en la región ayudan a explicar por qué el desarrollo humano resiliente requiere de un cambio de paradigma en la gestión del riesgo. El primero es el de Choloma, en el norte de Honduras, donde el auge de las actividades de maquila multiplicó empleo e ingresos, a costa de una urbanización acelerada sobre riberas, humedales y zonas de drenaje que se rellenaron con residuos. Muchas ordenanzas existentes para entonces se irrespetaron, y la capacidad municipal para dotar servicios y mantener cauces quedó por detrás del ritmo de la inversión. Cuando en 2017 llegaron lluvias fuertes a causa de los huracanes María e Irma, la ciudad no padeció una “sorpresa climática” sino que enfrentó las consecuencias de décadas de decisiones que normalizaron la exposición y ampliaron la vulnerabilidad.
La erupción del Volcán de Fuego, en Guatemala, en junio de 2018, ofrece otro espejo, esta vez sobre la distribución desigual de la protección frente a los desastres. La aldea de San Miguel Los Lotes, poblado por familias de bajos niveles socioeconómicos, resultó devastada, con centenares de víctimas, mientras que, a unos pocos kilómetros, un complejo turístico—con protocolos de contingencia, simulacros, seguros y coordinación con autoridades— logró evacuar a tiempo y evitar pérdidas humanas, aun cuando sufrió severos daños a la infraestructura del complejo. El mismo peligro, resultados opuestos.
Detrás de esa divergencia se evidencian cuatro factores: capacidades institucionales y comunitarias distintas, circulación diferenciada de información, diferencias en la zonificación del uso del suelo y una diferenciada confianza en las instituciones que ralentiza los sistemas de alerta.
Resiliencia: del eslogan a criterio de desarrollo
Si el riesgo es socialmente construido, la resiliencia no debe reducirse a un elemento discursivo ni a un “componente” agregado al final de los proyectos. Debe operar como criterio de desarrollo desde el inicio: planificar, financiar y ejecutar políticas públicas, obras y programas con filtros de riesgo, asociada con escenas de multi-amenaza y adaptación al cambio climático, incorporados desde la fase de diseño. La cuestión no es solo cómo responder mejor al próximo desastre, sino cómo dejar de fabricarlo.
La experiencia desde la investigación forense del riesgo indica que para lograrlo es necesario actuar principalmente en cuatro frentes de cambio. El primero es el suelo. Áreas como riberas, zonas de recarga hídrica, laderas inestables y frentes costeros críticos no pueden tratarse como “suelo disponible”y hay que impedir que la presión inmobiliaria empuje a los hogares más pobres hacia las áreas más peligrosas.
El segundo es el ambiente como política de reducción del riesgo. La degradación de cuencas, manglares y coberturas vegetales convierte una lluvia intensa en inundación y una ladera empinada en deslizamiento. La restauración ecológica, el control de extracción de áridos y rellenos, y la gestión de residuos no son decorativos “verdes”, sino piezas de un sistema de seguridad colectiva.
El tercero es la protección social como amortiguador de choques. Reducir pobreza y desigualdad, que incitan el riesgo cotidiano, es, en sí mismo, reducción de riesgo de desastre. Viviendas seguras, acceso a agua y saneamiento, ingresos estables, seguros inclusivos y servicios públicos robustos marcan la diferencia entre un susto y una tragedia
El cuarto es presupuestario. La mayor parte de los recursos vinculados al riesgo se consumen en alertar, responder y reconstruir. Es indispensable invertir esa lógica, pasar de lo compensatorio-reactivo a lo prospectivo-sostenible: incorporar filtros de riesgo y clima en bancos de proyectos, proteger presupuestos preventivos, alinear incentivos fiscales para que las municipalidades que evitan crear nuevo riesgo reciban prioridad de financiamiento, desincentivar la corrupción en procesos de ocupación del territorio, entre otros. No se trata de gastar más, sino de gastar distinto.
Todos estos elementos han sido destacados como parte del documento de trabajo del Informe Regional 2025 denominado “Redefiniendo la resiliencia socio-natural en el marco del desarrollo humano: desastres, riesgo y resiliencia en América Latina y el Caribe” que alimento los hallazgos generales del Reporte.
Mirar el espejo y actuar
Más del 80% de la población en la región vive en ciudades, y el crecimiento más veloz se concentrará en las pequeñas e intermedias, precisamente donde las capacidades técnicas y fiscales son más limitadas. Si la inercia prevalece, se consolidarán territorios muy caros de corregir y muy baratos de dañar. La ventana de oportunidad está en lo cotidiano: cumplir normas, mantener drenajes, organizar barrios con las instituciones y premiar presupuestariamente la prevención y las alertas tempranas con participación comunitaria
Choloma y Los Lotes no son anomalías: son advertencias. La primera recuerda que el empleo y la demanda de crecimiento de corto plazo sin salvaguardas territoriales, produce riesgo como subproducto. La segunda evidencia que, ante el mismo volcán, la desigualdad de capacidades y el contexto social que las define, decide quién se salva.
Si el desastre es el espejo, lo que devuelve no es la imagen de un clima caprichoso, sino la de un modelo de desarrollo que tolera la informalidad como válvula de escape, celebra inversiones sin controles y reserva la protección para quienes pueden pagarla. Cambiar esa imagen requiere coherencia, continuidad en el tiempo y una regla sencilla para orientar políticas públicas y privadas que puede inspirarse en el Juramento Hipocrático: “primero, no fabricar riesgo”. Responder, reconstruir, recuperar más rápido y mejor seguirá siendo imprescindible, y será más eficiente y equitativo si el desarrollo incorpora el análisis del riesgo desde el principio. La investigación forense del riesgo ofrece el puente entre diagnóstico y cambio institucional, y es uno de los instrumentos que pueden promover un desarrollo humano resiliente.
Este artículo se basa en los hallazgos del Informe Regional sobre Desarrollo Humano 2025, titulado “Bajo presión: Recalibrando el futuro del desarrollo”, elaborado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) en América Latina y el Caribe.












