Quizá ya estemos en el fin, o casi. Nuestras instituciones, sumidas en la mediocridad, parecen confundidas o desconcertadas, como si quienes las dirigen no supieran para qué sirven o para qué están diseñadas. Ante ello, nada opinamos o nada nos animamos a hacer: repasamos el desastre que se anuncia con las noticias diarias y, luego de un suspiro impotente, tocamos la pantalla del celular y nos ponemos a ver las payasadas de cuanto tiktoker (joven o viejo, novato o profesional) hace para nuestra risa o comentario.
En este letargo, vivimos la polarización política. Nos parece mostrar activos y propositivos porque andamos con los puños cerrados y la lengua dispuesta para el insulto, pero es una tensión que nada produce salvo bulla y calificativos denigratorios; “solo sonido y furia que nada es porque nada significa”, repetiría el gran Faulkner. Se trata de una situación que se enceba en el odio simple y duro y no en el respeto y consideración al otro. Estamos radicalmente impotentes para imaginar el futuro o para contribuir a él, porque cada vez más estamos incapacitados para sentarnos, calmarnos y pensar.
La promesa de la modernidad, de que la tecnología nos podía cambiar la vida y hacernos más felices y prósperos, está en crisis. Hoy tenemos comunicación como nunca antes. Las redes sociales de internet nos convocan a participar, se organizan seminarios y cursos sobre inteligencia artificial, pero no sabemos o no nos damos cuenta de que eso no ha mejorado un ápice nuestro nivel de comunicación ni, peor, nuestro aprendizaje y reflexión. Al contrario, nuestro grado de apocamiento, de tribalización y de aislamiento no ha hecho otra cosa que aumentar.
Los periódicos cierran o dejan de imprimir sus ejemplares, son reemplazados a ritmo creciente por las novedades de redes sociales que crean un imaginario tan apocalíptico como acrítico ante el cual solo cabe la irreflexión, la inacción o el mutismo. Nos hemos hecho fanáticos de lo breve, de lo insustancial. Hoy, leer una nota o un reportaje que nos lleve diez minutos nos parece una eternidad, preferimos que alguien nos diga eso mismo pero en treinta segundos, o, mejor, en una breve frase o consigna.
Tiene razón la filósofa Euridice Cabañes cuando señala que en esta época ya no se pregunta qué hacer ni cómo hacerlo, sino hasta dónde va a durar lo que tenemos. Como no podemos construir el futuro, nos contentamos con resguardar lo que tenemos. Sin saberlo tratamos de salvar lo poco que hay. Habitamos el presente no porque nos interese poco el futuro, sino porque le tenemos miedo.
Estamos como en un tren que va hacia ningún destino. Hay movimiento, hay acción, pero no hay futuro. El gobierno administra el país pero no sabe hacia dónde lo dirige. La sociedad consume información pero no sabe qué hacer con ella. Los políticos se ceban en la disputa y fomentan la división pero no proyectan un espacio común. La sociedad levanta la voz y critica pero se niega en seco a asociarse. Surgen una serie de protestas, pero la idea de cambio está ausente.
Parece que no tenemos o hemos perdido la capacidad de imaginar alternativas. Los grandes debates entre izquierda y derecha, entre defensores del estado o del libre mercado, se han diluido hasta hacerse insustanciales. Han sido sustituidos por la política de la identidad, que aumenta la polarización en tanto que tribaliza a la sociedad, la divide en pequeños pero activos grupos que defienden sus derechos a partir de una identidad real o supuesta basada en la clase, la etnia, el género o el territorio. Naturalmente que la democracia no puede aguantar por mucho tiempo estas microdemandas, porque es un espacio de consensos que, por muy frágiles o coyunturales, no dejan de ser importantes para su vigencia. Hoy ya no buscamos el espacio común, aquello que puede englobar e interesar a todos.
Algo va mal, algo no cuadra, algo solo tiene saldos negativos. Ante ello quizá haya que mirar al pasado, a volver a averiguar para qué fue fundado un país, con qué propósito fue creada una institución o para qué se construyó o creó algo. Hace falta volver a los padres fundadores de la nación, a los creadores del pensamiento y de las instituciones. Preguntarles a ellos para qué sirve aquello que con tanto silencioso empeño se pusieron a construir y que hoy con tanto ahínco nos empeñamos en debilitar y destruir.
Autor
Cientista político. Profesor e investigador de la Universidad San Francisco Xavier (Sucre, Bolivia). Doctor en Ciencias Sociales con mención en Estudios Políticos por FLACSO-Ecuador.