Desde el surgimiento de la democracia liberal y su adopción como forma de gobierno, esta ha sufrido diferentes amenazas. En las últimas décadas no solo el autoritarismo y el populismo amenazan el pluralismo en distintas naciones, sino que también hay otra amenaza que está cobrando relevancia: el crimen organizado y la violencia. Ejemplo de ello son el reciente asesinato del candidato presidencial ecuatoriano Fernando Villavicencio, las muertes de candidatos y operadores durante el proceso electoral en México de 2021 o la polarización que desembocó en la confrontación y homicidios de militantes en las elecciones de Brasil de 2022. Cada vez son más notorios estos hechos que sacuden las bases de la democracia.
Normalizar estos hechos no solo sería impulsar la deshumanización de las elecciones, sino también condenar la vida de la democracia. En el libro Posdemocracia, de Colin Crouch, sobre la crisis del sistema de comunicación política y la pérdida de civilidad en los procesos electorales, la autora afirma que la violencia es un aspecto que no pertenece al mundo democrático. Sin embargo, es innegable que hay poderes fácticos que la acechan como el crimen organizado, los grandes monopolios y los grupos de interés.
Específicamente en el contexto latinoamericano, los altos índices de violencia han hecho que la democracia comience a erosionarse. La falta de estrategias que garanticen la igualdad, la seguridad y el pleno ejercicio de los derechos político-electorales han causado un descontento en la población. Esto ha sido aprovechado por las fuerzas del crimen para influir no solo económicamente, sino también para sembrar un clima de miedo y desconfianza. Este es uno de los síntomas que pueden determinarse en democracias enfermas, y probablemente sea el más preocupante.
Desde hace mucho tiempo la gente dejó a un lado las armas para resolver los principales conflictos a través de las urnas. Y si bien las sociedades no han estado exentas de retos, los problemas han sido resueltos, generalmente, por las vías legales. Sin embargo, en ciertos países se está optando por la violencia, la intimidación y las armas, lo cual no solo es una afrenta a la pluralidad, sino también a los Estados latinoamericanos que ya se encuentran debilitados.
La violencia electoral debe ser concebida como un subtipo de violencia política, la cual busca influir en favor o en contra de algún partido, perturbar la tranquilidad durante la celebración de los procesos o la pretensión de inhibir la participación ciudadana. A pesar de que el objetivo es truncar la civilidad democrática, esta tiene consecuencias mayores, ya que debilita la legitimidad de los ganadores y, en consecuencia, acarrea problemas de gobernabilidad y abre la puerta a cuestionamientos y especulaciones que lastiman la democracia.
Durante muchos años, la región presenció el derramamiento de sangre en el proceso de construcción de los Estados y sus instituciones. La igualdad política costó mucho, no surgió de las independencias latinoamericanas, sino que las luchas contra los grupos de poder, Estados oligárquicos y dictaduras fueron batallas libradas para conseguir la libertad política. Esto no se materializó sino hasta finales del siglo XX cuando las naciones latinoamericanas comenzaron a democratizarse.
Sin embargo, nuestras democracias son acechadas diariamente por diferentes amenazas, y como ciudadanía tenemos el deber de defender la institucionalidad, participar en los asuntos públicos y votar. Mientras, el Estado debe garantizar la seguridad, ya que, con el tiempo, este flagelo puede tornarse irreversible.
Hace ya cuatro décadas que América Latina presenció la llegada de una ola democrática que refrescó a los sistemas políticos y bañó a sus instituciones de legitimidad. Ahora debemos evitar que nuestras naciones sean afectadas por una nueva ola que, a la inversa, las debilite hasta eliminarlas.
Autor
Cientista Político. Graduado en la Universidad Nacional Autônoma de México (UNAM). Diplomado en periodismo por la Escuela de Periodismo Carlos Septién.