En América Latina y el Caribe el crimen se ha convertido en una variable económica más. No es un fenómeno marginal ni una simple distorsión de la seguridad pública: básicamente es un impuesto silencioso que afecta a la productividad, el empleo, la inversión y la confianza en el futuro. Según un estudio reciente del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), la violencia y el delito cuestan en conjunto el 3,5% del PIB regional cada año. En términos absolutos, eso equivale a más de 170.000 millones de dólares anuales, una cifra casi equivalente al gasto público total en educación de todos los países de la región.
El BID desagrega ese costo en tres grandes componentes. El primero es el gasto privado en seguridad (47%), el segundo el gasto público (31%) y el tercero las pérdidas de capital humano (22%). El gasto privado es el más visible, pues empresas, comercios, residencias y hasta escuelas contratan seguridad privada, instalación de cámaras, blindaje de vehículos y desembolsos de pólizas más caras. En 2024, el BID estimó que las familias y empresas latinoamericanas gastan más de 80.000 millones de dólares anuales solo en medidas de protección, lo que representa el doble de lo que toda la región invierte en innovación tecnológica.

El gasto público, por su parte, ha crecido sin traducirse en seguridad sostenible. En promedio, los países latinoamericanos destinan entre el 2,5% y el 3% del PIB a policía, justicia, cárceles y fuerzas armadas, pero con enormes ineficiencias, pues los criminales siguen actuando desde su interior mediante herramientas tecnológicas. Mientras algunos sistemas penitenciarios operan con más del 100% de hacinamiento, las tasas de resolución judicial siguen por debajo del 25%. En palabras del Banco Mundial, la región invierte más en “contener la violencia” que en “reducirla estructuralmente”. El tercer componente, y quizás el más trágico, es la pérdida de capital humano. Cada joven que abandona la escuela por miedo, cada trabajador asesinado o extorsionado, cada comunidad desplazada o cada profesional que emigra por inseguridad representa una pérdida de productividad futura. El BID calcula que este componente equivale a 0,7 puntos del PIB anual, convirtiéndose en un golpe directo a la capacidad de crecimiento. Es un costo silencioso pero acumulativo que causa la reducción de la escolaridad, deteriora la salud mental y desincentiva el retorno de talentos.
Reducir el costo del crimen a los niveles promedio de Europa liberaría, según las proyecciones del BID, al menos un punto adicional de PIB por año, suficiente para financiar políticas activas de empleo, innovación o transición energética. En otras palabras, la inseguridad es uno de los mayores problemas macroeconómicos de la región. Los efectos sobre la productividad son múltiples; por ejemplo, en el sector privado el crimen incrementa los costos de transacción y reduce la competitividad.
Datos del Banco Mundial muestran que una de cada tres empresas latinoamericanas sufre al menos un incidente delictivo al año, y que el costo promedio de seguridad alcanza entre el 2,3 y 2,7% de las ventas brutas, superando los perjuicios causados por cortes eléctricos o demoras logísticas. Las pequeñas y medianas empresas, que representan un alto porcentaje del tejido productivo, son las más vulnerables, pues muchas operan en efectivo, sin seguros y sin capacidad para trasladar esos costos al precio final. Para las grandes empresas, el crimen actúa como una prima de riesgo endosable, pues los inversionistas incorporan el costo de la violencia en sus modelos de proyección y se lo cargan al cliente.
Por ejemplo, los seguros de carga en puertos latinoamericanos son entre un 20% y 50% más caros que en Asia o Europa, y el crimen organizado transnacional, especialmente en narcotráfico y minería ilegal, genera un entorno de incertidumbre que desalienta inversiones de largo plazo. El riesgo país ya no depende solo de la deuda o la inflación, sino de cuántas rutas están bajo control de bandas, de cuántos fiscales investigan sin protección o de cuántos jueces enfrentan amenazas.
En términos fiscales, el fenómeno es igual de corrosivo, dado que los estados gastan más en mantener fuerzas armadas y policiales que en infraestructura de innovación. En los últimos diez años, el gasto en seguridad pública creció al doble de la velocidad del gasto en educación superior. Y, sin embargo, la tasa promedio de homicidios en la región, cercana a 20 por cada 100.000 habitantes, sigue siendo cuatro veces superior al promedio mundial. Esto refleja un modelo de gasto que reacciona, pero no transforma.
La violencia tiene, además, una geografía económica. Brasil ha logrado reducir sus homicidios a mínimos históricos gracias a políticas locales de prevención y coordinación federativa, aunque la desigualdad en la letalidad policial sigue siendo alarmante. El Salvador ha reducido drásticamente los homicidios bajo un régimen de excepción, pero a costa de libertades civiles que debilitan la institucionalidad democrática. México, Colombia y Ecuador enfrentan el avance del crimen transnacional, que coloniza economías locales, captura gobiernos municipales y penetra sistemas judiciales. Cada modelo aporta lecciones sobre eficacia y sostenibilidad.
El crimen también afecta al capital social, una variable menos visible pero esencial. La desconfianza entre ciudadanos, la pérdida de cohesión comunitaria y la normalización del miedo tienen efectos directos sobre la productividad. La economía de la violencia es también una economía del aislamiento, pues las personas evitan desplazarse, las empresas reducen horarios, los jóvenes dejan de estudiar de noche. En ciudades como Guayaquil, San Pedro Sula o Acapulco, el PIB urbano se contrae hasta un 5% anual por la reducción de movilidad y consumo vinculada al miedo.
¿Qué hacer ante un fenómeno tan transversal?
No existen soluciones únicas, pero sí rutas estratégicas medibles. La primera es fortalecer la gestión del sistema penal, invirtiendo en fiscales mejor preparados, jueces sin rostro, laboratorios forenses y sistemas judiciales que procesen con rapidez. La región tiene tasas de impunidad cercanas al 90% en homicidios; reducirlas a la mitad tendría un impacto mayor que duplicar el número de policías. La segunda es seguir el dinero y no solo las balas, desmantelando los flujos financieros ilícitos que sostienen a las redes criminales.
Cada dólar incautado a través de inteligencia financiera equivale a veinte gastados en patrullaje, según informes del BID (Informe Crimen y violencia). La tercera apuesta es urbana, basada en crear ciudades seguras, donde la iluminación, el transporte y el urbanismo converjan en zonas seguras, eliminando zonas críticas y peligrosas. Experiencias en Medellín, Recife y Monterrey demuestran que la seguridad sostenible nace del espacio público. La cuarta es incorporar cláusulas de prevención y trazabilidad en las cadenas de valor; entonces, los puertos, las agroexportadoras y la minería legal necesitan certificaciones de integridad que reduzcan el riesgo de lo ilícito y, por ende, disminuyan las primas de seguro.
El crimen, en última instancia, es un problema de desarrollo, no solo de policía. Una región que destina más recursos a contener la violencia que a educar a sus niños está hipotecando su futuro. El desafío no consiste solo en detener balas, sino en reconstruir confianza entre ciudadanos y Estado, entre justicia y legitimidad, entre la vida cotidiana y la esperanza. Si América Latina lograra reducir el costo del crimen apenas en un tercio, liberaría suficiente espacio fiscal y psicológico para financiar la innovación, la educación y la salud que reclama hace décadas. Porque la seguridad, entendida como garantía de desarrollo, ya no es un capítulo del plan de gobierno, sino que se convierte en un nuevo programa económico de la región.











