El hidrógeno verde (o limpio) es una energía renovable que promete. Para producirlo hay que descomponer el agua: oxígeno, por un lado, e hidrógeno, por el otro. El método más común es la electrólisis, que requiere del uso intensivo de una segunda fuente de energía y, por supuesto, de disponibilidad de agua. Para que el ciclo sostenible sea completo, desde luego, esa segunda fuente de energía también debe ser renovable (solar, eólica, etc.). Hablamos, por tanto, de procesos de producción complejos con entornos que tengan un potencial renovable e inversiones a largo plazo que permitan innovar en la construcción de plantas de producción, así como en almacenaje y transporte.
América Latina tiene, en principio, un potencial enorme para la producción de hidrógeno verde. Aquí se concentran, según la FAO, casi un tercio de las reservas mundiales de agua potable. Además, el costo de la mano de obra sería competitivo y existe capacidad instalada suficiente para la producción de otras energías limpias complementarias (como la solar o la hidroeléctrica). Todos esos activos conjuntos, si se orientan hacia la producción del hidrógeno verde, harían la diferencia. Siguen faltando, sin embargo, una estructura productiva consistente y un mercado regulado y articulado. Para superar ambos obstáculos es necesario que haya inversores (públicos o privados) realmente decididos.
Después de la pandemia de la COVID-19, Chile se puso a la cabeza y en 2021 comenzó el H2Magallanes, un proyecto pionero en América Latina. Después vinieron 62 iniciativas parecidas en 13 países de la región. En muchos casos, aunque no en todos, se trata de inversiones foráneas. Recientemente Argentina, un país necesitado de divisas, aprovechó el boom del hidrógeno verde para organizar un foro “global” en San Carlos de Bariloche. Allí, su Gobierno, anunció que enviaría próximamente al Congreso una ley del hidrógeno. La aprobación de un instrumento así es un paso significativo que da seguridad jurídica a los inversores, una condición fundamental para empezar a operar.
Otro indicador es la reciente visita de Úrsula von der Leyen, presidenta de la Comisión Europea, a cuatro países latinoamericanos (Brasil, Argentina, Chile y México). En julio habrá una cumbre euro/latinoamericana y en el trasfondo están el nunca ejecutado Tratado de Libre Comercio entre la UE y el Mercosur y una propuesta europea (la Global Gateway), que pretende competir con la iniciativa china “de la Franja y de la Ruta”. El hidrógeno verde pesa, en ese marco, más de lo que se piensa. La guerra de Ucrania ha encarecido el precio de la energía en Europa (sobre todo del gas), lo cual afecta a la competitividad de sus empresas y al poder adquisitivo de la población.
Ahí es donde los intereses de Europa y de América Latina parecieran converger. El mantra que se repite en medios e informes, casi sin espacio para visiones alternativas, es que los países latinoamericanos deberían aprovechar la coyuntura y sus “fortalezas” para producir y exportar hidrógeno verde hacia Europa. Contemplada desde una perspectiva europea, la transición al hidrógeno verde podría ser rápida. La infraestructura utilizada ahora en Europa para transportarlo y almacenarlo es cara y el contaminante gas natural licuado proveniente de Estados Unidos (que ha sustituido al gas natural ruso) podría reutilizarse para importar el hidrógeno verde producido en América Latina.
Hoy por hoy, independientemente del potencial regional, en América Latina no solo faltan regulación e inversiones, sino también certificaciones, infraestructuras, capacidad exportadora, investigación, personal cualificado y evaluaciones de impacto ambiental consistente. Las carencias por la aún escasa producción de hidrógeno verde son tales que hace un par de años, en la Bolsa de São Paulo, fue creada una cartera para atraer inversiones hacia empresas que estén desarrollando cualquiera de los ámbitos necesarios para el despegue.
La inversión privada, de hecho, presenta en este ámbito los mismos problemas estructurales que en otros sectores: básicamente falta volumen, estrategia, institucionalidad y sobra “capital riesgo”. Los Estados latinoamericanos, mientras tanto, no invierten suficiente y sus estrategias nacionales no difieren demasiado de los diagnósticos de organismos multilaterales como el Banco Mundial, la Cepal, la Agencia Internacional de Energías Renovables o algunos lobbies, todavía embrionarios. Todo ello ha facilitado el interés de inversores no europeos. Estados Unidos, por ejemplo, con una producción muy subvencionada desde 2022, comienza a mirar hacia América Latina.
Argentina ya tiene firmado, por otra parte, un memorándum de cooperación con Japón. Asia/Pacífico es en este momento la región del mundo en la que mayores volúmenes de hidrógeno verde son producidos y en la que los planes a largo plazo son más consistentes y detallados. Japón, Australia y Corea del Sur tienen proyectos orientados hacia objetivos estratégicos fijados para mediados del siglo que incluyen la creación de cadenas de suministro globales y asimétricas, al estilo de las que existen ahora mismo para los hidrocarburos. China y Singapur tienen intenciones parecidas. La India, Indonesia y Tailandia también se están abriendo a producir a gran escala. Hay un mercado internacional en gestación.
Pese a ello, en América Latina sobra prospectiva empresarial y falta reflexión estratégica. Casi nadie se pregunta, por ejemplo, si una eventual cooperación regional o subregional podría resultar preferible a insistir en iniciativas nacionales más limitadas y vulnerables a todos los niveles. Tampoco se cuestiona la exportación, que tiende a ser asumida como lógica e inevitable. Pocos se plantean que la “transición energética”, que es la que realmente nutre la creciente demanda global de hidrógeno verde, tiene su origen en las cuotas internacionales de contaminación negociadas cada año en las COP de las Naciones Unidas.
¿Podrán nuestros países seguir negociando en ese mercado si comienzan a exportar energías limpias a gran escala? ¿No podrían nuestras economías absorber el hidrógeno verde? Para países primario-exportadores, como los sudamericanos, esa posibilidad quizás resulte interesante. La energía producida tiene potencial como combustible agrícola no contaminante y de bajo coste y, además, puede ser utilizado como componente de fertilizantes ecológicos, que podrían dejar de importarse, con los consiguientes beneficios.
¿Conviene entonces seguir reproduciendo, incluso bajo una matriz energética sostenible, inercias rentistas que, históricamente, han tendido a retroalimentar la dependencia económica y la desigualdad social en América Latina? Sería bueno empezar a discutirlo.
Juan Agulló es profesor del Instituto Latino-Americano de Economía, Sociedade e Política de la Universidad Federal de Integración Latinoamericana-Unila (Brasil). Doctor en Sociología, por la École des Hautes Études en Sciences Sociales-Ehess (París).
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Profesor del Instituto Latino-Americano de Economía, Sociedade e Política de la Univ. Federal de Integración Latinoamericana - UNILA (Brasil). Doctor en Sociología por la École des Hautes Études en Sciences Sociales - EHESS (Paris).